Por José Antonio Baonza Díaz
Instituto Juan de Mariana, Madrid
Los primeros compases del otoño en un
año de elecciones presidenciales nos recuerdan que el larguísimo proceso
electoral para elegir un presidente de Estados Unidos se encarrila
hacia su fase final. En efecto, tras las primarias y convenciones
partidarias celebradas en los estados durante la primera mitad del año,
los dos principales partidos han investido como candidatos a Donald
Trump (Partido Republicano) y Hillary Clinton (Partido Demócrata). Un
tercero en discordia, el Partido Libertario, apoya a Gary Johson, quien ha despuntado en las encuestas, pero no lo suficiente para participar en el debate celebrado ayer. Para ello la Comisión para los debates presidenciales
exige, en primer lugar, que los candidatos aparezcan en un número
suficiente de papeletas en los estados como para tener una probabilidad
matemática de obtener el voto mayoritario del Colegio Electoral y, en
segundo lugar, que cuenten al menos con una intención de voto del 15 por
ciento del censo nacional, de acuerdo con los datos de cinco casas de
encuestas.
Como se sabe, otro hito se producirá el
primer martes después del primer lunes de noviembre (el día 8 este año)
en el que los norteamericanos que se hayan previamente inscrito para
votar en uno de los estados de la Unión, elegirán a los compromisarios
de los respectivos colegios electorales encargados de nombrar por
mayoría absoluta al presidente y vicepresidente de Estados Unidos para
los próximos cuatro años. Según el artículo 2.1 de la Constitución,
el número de compromisarios elegidos en cada estado equivale a los
senadores y representantes que envía a ambas cámaras del Congreso, si
bien les compete a ellos determinar de qué manera se eligen. Como norma
general, los compromisarios de cada estado se eligen dentro del comité
del partido que gana, una vez que se han adjudicado los votos
electorales correspondientes. La mayoría de los estados confiere todos
sus votos electorales al candidato que gana la mayoría absoluta de los
votos populares en el estado. Las únicas excepciones a esta regla
mayoritaria son Nebraska y Maine, que distribuyen el voto electoral de
forma proporcional entre cada candidato, de acuerdo con el porcentaje de
votos populares obtenido. Este sistema de elección indirecta permite la
elección de un presidente que no cuente con la mayoría de los votos de
los ciudadanos del país. En tanto que estado federal, se prima que el
presidente obtenga el apoyo mayoritario de los estados, considerados por
separado.
Pasadas las elecciones, los
compromisarios de cada estado se reúnen para remitir formalmente su voto
electoral al Presidente del Senado, quien en una ceremonia conjunta del
Congreso procede al recuento oficial. El candidato que obtiene el
número mayor de votos se convierte en Presidente, siempre que dicho
número represente la mayoría de todos los electores nombrados. En caso
de empate, la Cámara de Representantes elegirá a uno de ellos.
Dado el rechazo visceral que los dos
candidatos principales suscitan entre amplios sectores de la población
que manifiestan su opinión, cabe pensar que el empate que reflejaban las encuestas
antes del primer debate no se deshará fácilmente por la dificultad del
trasvase de votos entre ellos. Más aún cuando, esas mismas encuestas
conceden una respetable intención de voto para candidatos que se
presentan como opciones alternativas desmarcadas de uno y otro, como el
caso del antiguo gobernador de Nuevo México, Gary Johnson, e, incluso,
en menor medida, la candidata ecologista Jill Stein. De confirmarse
estas tendencias, las reglas electorales que han servido para introducir
este análisis volverían a cobrar la dramática virtualidad que tuvieron
en las elecciones presidenciales que enfrentaron en el año 2000 a George
W. Bush (hijo) y Albert Gore. Solamente la decisión del Tribunal Supremo Federal de 12 de diciembre,
revocando otra anterior del Tribunal Supremo de Florida, permitió
proclamar a George W. Bush ganador de los 25 votos electorales del
estado y alzarse, en consecuencia , con uno más de los 270 necesarios
para obtener la mayoría del colegio electoral y la presidencia de
Estados Unidos.
En cualquier caso, en pocas ocasiones,
más allá del teatro para forofos que van creando los asesores políticos
en las campañas electorales (con evidente proyección en todos los países
democráticos del planeta) y del bagaje personal nada edificante de los
candidatos principales, la desolación ante sus propuestas, estatistas en
cualquier caso, ha sido más unánime entre los liberales (en sentido
europeo) y libertarios norteamericanos.
Por un lado, Hillary Clinton persevera y profundiza
en las líneas políticas estatistas de los socialistas europeos marcadas
por Obama en el partido demócrata. La música y la letra de sus
propuestas de gasto discrecional y masivo son intercambiables con las
acostumbradas en los países europeos: “Haré una ‘inversión histórica’ en
empleos bien pagados —en infraestructuras y manufacturación, tecnología
e innovación, pequeñas empresas y energías limpias-“. ¿No les suenan
como las típicas promesas de los partidos políticos españoles en los
años noventa? Hasta tal punto la identificación entre ambos es completa
que, en un gesto poco usual hasta ahora en la política norteamericana,
el presidente saliente y su mujer están dedicando una gran parte de sus
últimos esfuerzos a apoyar a la candidata de su partido, a la par que
ocultar los grandes fracasos de su presidencia (Obamacare, por ejemplo).
Pero, por otro lado, ha irrumpido en la carrera presidencial, consiguiendo la candidatura del partido republicano, un personaje tan atrabiliario como Donald Trump.
En el mejor de los casos a los españoles con cierta edad nos recuerda
al sin par Jesús Gil y Gil. Une a sus modos chabacanos y soeces esa
mezcla tan característica de empresario fullero que medra en los
alrededores del poder y de la administración, para luego tornarse en un
iracundo “antisistema” populista que quiere imponer (su) Ley y (su)
orden. El que quiere construir una valla en la frontera con México para
frenar la inmigración ilegal, pasando la factura al estado vecino,
también ha dicho que él como presidente gastará el doble en
infraestructuras que su contrincante demócrata. Propone un arancel del
45 por ciento sobre las importaciones de China, abandonar el Tratado de
Libre Comercio NAFTA y la Organización mundial del Comercio, así como
vetar el acuerdo de asociación del Pacífico.
El difunto alcalde de Marbella no llegó
más que a controlar por un tiempo efímero unos cuantos ayuntamientos de
la Costa del sol malagueña con un partido hecho a su oronda medida (el
GIL). En cambio, el promotor de casinos y hoteles norteamericano está en
posición de salida para convertirse en presidente de los Estados Unidos
de América como candidato del partido republicano. La diferencia
cualitativa resulta más que notable. Los decrecientes límites al poder
ejecutivo del sistema estadounidense, incluso cuando dentro del mismo
partido que le ha designado candidato destacan senadores y
representantes muy críticos con él, serían insuficientes para
contrarrestar la mitad de los dislates que Donald Trump podría cometer
como presidente.
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