Javier Fernández-Lasquetty considera que más preocupante que la ausencia de un gobierno en España es la ausencia de un debate de ideas que confronte distintas concepciones sobre el individuo.
Ni hay gobierno, ni hay en realidad un debate de ideas o de confrontación de diferentes concepciones sobre la persona. Leer las frases más destacadas de los líderes de los partidos en el debate parlamentario produce melancolía, si se compara con el debate vigoroso que propulsó a España tras la elección de José María Aznar en 1996, y produce náuseas si se analiza como lo que es: un debate exclusivamente táctico. Ninguno de los partidos ha subido a la tribuna a propugnar una determinada visión de la persona y del estado. Nadie ha definido una propuesta para España que tenga como punto de partida valores ni convicciones. Ha sido un debate personalista, ni siquiera partidista, desprovisto de ideología. Es una forma muy pobre de transmitir la única evidencia: que se aparenta hacer política cuando en realidad solo se quiere obtener poder. ¿Poder para transformar? ¿Poder para convencer? ¿Poder para reformar? No. Poder para estar en el poder.
Y así está España, sin rumbo conocido, como fruto de década y media de rehuir el debate de las ideas. Pedro Sánchez solo actúa en función de las fechas y juegos de poder del siguiente congreso del Partido Socialista, sin que ninguna preocupación por España le desvíe de su ferviente deseo de retener el liderazgo socialista. Mariano Rajoy solo actúa para cerrar el paso a cualquier intento de abrir un debate interno —o sea, un congreso abierto y competitivo— que decida el liderazgo del Partido Popular. Ciudadanos solo insiste en aquello que piensa que le puede hacer quedar bien con los votantes de todas las ideologías al mismo tiempo. Mientras tanto Podemos, desprovisto ya del aura de imbatibilidad, se ciñe a lo esencial: subrayar su condición de extrema izquierda y reivindicar una falsa superioridad moral que ninguno de sus adversarios se esfuerza en refutar, pese a la historia negra del comunismo en España y en el mundo.
Rajoy, en su discurso solicitando la confianza parlamentaria, tan solo invoca como razones una pretendida inevitabilidad y una no justificada irracionalidad de cualquier otra posibilidad. Ha tenido más votos que ningún otro partido, lo cual celebro, pero eso no le exime de definirse frente a los grandes problemas que tiene España. Lo hizo frente al desafío separatista, pero no concretó nada. Y nada dijo de lo que piensa hacer para poner fin a un gasto público desorbitado, que no ha sido reducido ni siquiera ante la evidencia de la crisis económica.
Rajoy dice que la mayor parte del gasto público se va en pensiones, en sanidad, en educación, en programas sociales y en prestaciones por desempleo. Pero a continuación no propone ninguna reforma en ninguno de esos conceptos. Otros países europeos han reformado todos o algunos de esos ámbitos, con buenos resultados: los mayores reciben pensiones, los enfermos se curan, los niños se educan, etc. Pero lo hacen mediante esquemas nuevos, más respetuosos con la libertad individual, favorecedores de la competencia empresarial y menos onerosos para el contribuyente.
En España se quiere rehuir el debate ideológico, y la consecuencia es que el país camina sin rumbo y sin cabeza, con la única certeza de que cada mes que pasa incurre en nuevos déficits y acumula así una deuda más pesada sobre los hombros de la siguiente generación.
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