Los venezolanos ya no creen en nadie
Por Emiliana Duarte
Yo no creo en nadie”, es una frase que
forma parte del léxico venezolano. Se hizo popular, en parte, por el
jefe adolescente de una banda armada que salió en YouTube diciendo eso y agitando sus armas ante una cámara. Murió antes de cumplir los 19 años de edad.
Es algo que siempre habíamos dicho en
Venezuela casi en broma, un lema de nuestra alegre indiferencia por la
autoridad. Es cierto, no creemos en nadie.
Un video más reciente,
también grabado en Venezuela, muestra a un hombre tirado en la calle y
retorciéndose de dolor. Tiene el rostro y parte del cuerpo en llamas.
Los perros ladran y el tráfico continúa.
Un peatón pasa a su lado, y sigue su
camino. “Eso es pa’ que sigas robando”, dice el hombre que graba el
video. La víctima es un ladrón. El castigo, impartido por sus pares, es
uno de más de 37 casos de linchamiento que se han reportado este año en Venezuela. La gente está tomando la ley en sus propias manos. Tampoco creen en nadie.
Los venezolanos de mi generación,
nacidos en los años 1980 y 1990, fuimos criados creyendo algunas cosas
importantes: que somos una nación rica y que teníamos la democracia más
estable en América del Sur. Hugo Chávez, presidente desde 1999 hasta su
muerte en 2013, hizo que sus seguidores creyeran que su socialismo
bolivariano era el camino de la dignidad.
Chávez canalizó miles de millones de
dólares provenientes de los ingresos petroleros hacia los pobres,
creando –por un tiempo– una ilusión de crecimiento e inclusión. Hace
cinco años, ninguno de nosotros hubiera creído que el hambre sería parte
del día a día para la mayoría de los venezolanos. Para confirmar que
hay hambre me basta mirar por la ventana.
Hay un vendedor de leche que abastece
los restaurantes de mi urbanización. Cuando le sobra algo de leche,
estaciona su camión y se la vende a una sombría congregación de vecinos
de edad avanzada, quienes comienzan a formar filas antes del amanecer.
En estos días, el camión viene con menos frecuencia.
La triste escena termina con los clientes alejándose sin haber podido
comprar nada, luego de horas de espera. He aprendido a identificarlos
por su solemne retirada y sus lágrimas de rabia
La triste escena termina con los
clientes alejándose sin haber podido comprar nada, luego de horas de
espera. He aprendido a identificarlos por su solemne retirada y sus
lágrimas de rabia.
Hace poco una mujer que trabaja en un
salón de belleza cercano decidió unirse a la fila con la esperanza de
encontrar leche. De acuerdo con el calendario implantado por el
gobierno, su turno para comprar artículos de primera necesidad es cada
viernes.
Ha dejado de ir semanalmente a su
supermercado local, no solo porque tiene que trabajar los viernes, sino
también porque le da miedo ser retenida a punta de pistola por los
ladrones que asaltan a los compradores que logran salir con algún
producto dentro de sus bolsas. Me contó que lleva meses sin conseguir
leche de fórmula para su nieta de ocho meses de edad. Le preocupa la
calidad de la leche materna que se le da a su nieta, porque la madre
solo se alimenta de pan y sopa de fideos.
Recientemente nuestro alcalde señaló que
los perros callejeros habían desaparecido del municipio, y que la gente
caza palomas en la plaza principal.
Tengo la suerte de acostarme a dormir
sin hambre porque tengo acceso a divisas que utilizo para comprar bienes
a los altos precios del mercado negro. Siempre que viajo al extranjero
regreso con una maleta llena de bolsas de arroz y granos. Pero la
mayoría de los venezolanos no encuentran la comida que necesitan y,
cuando la consiguen, no les alcanza el dinero para comprarla.
Estos episodios de desesperación me
hacen temer la llegada de cada mañana, y las historias de sufrimiento me
mantienen despierta por las noches.
Los venezolanos siempre hemos conseguido
la forma de sacudirnos la adversidad con el humor. En 2012, cuando la
inflación y la pobreza ya habían comenzado a mostrar las costuras del
socialismo bolivariano, Chávez hizo un raro reconocimiento público de
los defectos de su gobierno.
Dijo que no importaba si no había electricidad, ni agua, siempre y cuando tuviéramos patria.
La frase “pero tenemos patria” se convirtió en una forma cínica de
burlarse de la propaganda del gobierno, cada vez que nos enfrentábamos
ante un ejemplo del deterioro de nuestra calidad de vida.
Esa frase fue sustituida por otra más
absurda aún que también se convirtió en broma: “Dios proveerá”,
pronunciada por el presidente Nicolás Maduro en un discurso de 2015.
El “yo no creo en nadie” ha dejado de
ser divertido. Se ha convertido en el credo de un pueblo que ya no cree
en el Estado como garante de la justicia y la seguridad. Expone la
traición que sienten los venezolanos que confiaban en un gobierno que
ganó las elecciones repartiendo comida, en detrimento de nuestra
democracia, nuestra economía y el estado de derecho. Es la confesión de
un gobierno que bajo la coartada de retornarle la dignidad a las
personas, diezmó las instituciones que existían para garantizarla.
Hoy en día, el presidente Maduro insiste en bloquear a los venezolanos que buscan un cambio pacífico de régimen a través de un referendo. El presidente quiere destruir la creencia de que los venezolanos podemos decidir nuestro propio futuro.
Algunas personas se han resignado a la
posibilidad de un golpe de estado, porque cualquier cosa es mejor que
esto. El gobierno, al parecer, también quiere que los venezolanos no
crean en nada.
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