Por Carlos Alberto Montaner
Ocho años no han sido suficientes.
Pronto el presidente Barack Obama habrá abandonado la Casa Blanca sin
poder devolverle la Base de Guantánamo al régimen de los Castro, como
era su propósito. Tampoco conseguirá el levantamiento del embargo. Gane
Hillary Clinton o gane Donald Trump, el Congreso, casi con toda
seguridad, seguirá siendo republicano.
Al presidente de Estados Unidos le es
más fácil destruir el mundo que cambiarlo. La autoridad le alcanza para
activar las claves nucleares y disparar una lluvia de cohetes atómicos
que devastaría el planeta, pero no puede trasladar a su país a un
centenar de personas acusadas de terrorismo, enrejadas en una base naval
en el Caribe sin haber sido formalmente juzgadas por tribunales
competentes.
Los padres fundadores, buenos discípulos de Montesquieu –James Madison solía repetir párrafos de Del espíritu de las leyes–
se empeñaron en limitar deliberadamente la autoridad del “ejecutivo”
para evitar que se convirtiera en otro Jorge III, el despótico monarca
británico derrotado durante la Guerra de Independencia.
Y lo lograron. Crearon tres poderes
separados que consiguieron equilibrarse, a veces hasta la parálisis, de
los cuales el menos visible ha resultado el más vigoroso: el judicial.
No sólo por la capacidad de acusar, juzgar y condenar a los individuos,
sino por la extraordinaria facultad de revisar la legislación emitida
por el Congreso y el Senado, o las acciones del Presidente, y declarar
si se ajustan o no a la Constitución.
Pero hay más. La Casa Blanca ha generado instituciones que han cobrado vida propia. La Drug Enforcement Administration
(DEA) es una de ellas. La creó Richard Nixon en 1973 con un modesto
presupuesto de 75 millones para combatir el narcotráfico y los delitos
conexos. Hoy dispone de más de cinco mil agentes y de dos mil millones
de dólares anuales.
Formalmente depende del Departamento de
Estado, pero tiene una función policiaca que se aparta bastante del
espíritu diplomático de Foggy Bottom, como le llaman familiarmente a esa
Secretaría. La policía tiene el instinto de actuar contra los
delincuentes. Los diplomáticos propenden a convivir con ellos,
especialmente si son políticos.
A esa diferencia se debe que muy
rápidamente la DEA apresara a los sobrinos de Cilia Flores en Haití y
los trasladara esposados hacia Estados Unidos acusados de narcotráfico.
Cilia Flores es la esposa de Nicolás Maduro.
La DEA temía que entre los abogados y
los diplomáticos conciliadores le echaran a perder la operación, como
había sucedido cuando facilitaron que las autoridades de Aruba
devolvieran a Venezuela al general Hugo (el Pollo) Carvajal, detenido en
esa isla del Caribe en julio del 2014 acusado de ser uno de los
directores del Cártel de los Soles. Si la diplomacia norteamericana
hubiera actuado velozmente, Carvajal habría sido deportado a Estados
Unidos.
Otra fuente de secreta contrariedad para
la Casa Blanca y la Secretaría de Estado es la labor de las agencias
del Departamento del Tesoro encargadas de ejecutar las sanciones a los
países castigados por violar las reglas internacionales contra el
terrorismo y el narcotráfico.
La Oficina de Control de Bienes
Extranjeros (OFAC), heredera de una institución similar creada para
luchar contra los nazis, es la todopoderosa agencia que impone cientos
de millones de dólares de castigo a no-tan-venerables bancos suizos por
violar la ley del embargo a Cuba, sencillamente porque actúa de acuerdo
con la legislación vigente y la anima un espíritu parecido a la DEA.
Además de Cuba, la OFAC se ocupa de
verificar la aplicación de las sanciones contra Birmania, Irán, Corea
del Norte, Somalia, Sudán, Siria y Rusia tras las invasiones a Ucrania.
Sus funcionarios compilan copiosas
listas de empresas supuestamente vinculadas al narcotráfico (la “Lista
Clinton”), con la peculiaridad de que las personas y las empresas
consignadas no tienen la posibilidad de defenderse o desmentir la
acusación, lo que da lugar a que casi todo el mundo, comenzando por los
medios de comunicación, den por sentado que es verdad la actividad
imputada.
A este panorama se agrega la presencia
de organismos internacionales surgidos con la bendición de Washington
que acaban por hacer política exterior. La Comisión Internacional Contra
la Impunidad en Guatemala (CICIG) tiene en la cárcel al expresidente
Otto Pérez Molina, a su vice Roxana Baldetti y a la mitad de su gobierno
acusada de corrupción. Cuando los detuvieron, un funcionario
norteamericano me dijo apesadumbrado: “nadie nos creerá, pero Obama nada
tiene que ver con eso”.
Yo se lo creo. El general Pérez Molina
suponía ser un hombre cercano a “los americanos”. No entendió que “los
americanos” son tanta gente que no existen.
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