La soberbia de un Estado invasivo
Por Alberto Benegas Lynch (h)
Giovanni Papini, mi cuentista favorito,
destaca que los siete pecados capitales derivan de la soberbia y escribe
en una de sus múltiples ficciones (no siempre tan ficciones) que "el
soberbio no tolera ser contrariado, el soberbio se siente ofendido por
cualquier obstáculo y hasta por la reprensión más justificada, el
soberbio siempre quiere vencer y superar a quien considera inferior a él
[?] El soberbio no concibe que cualquier otro hombre pueda tener
cualidades o dotes de las que él carece; el soberbio no puede soportar,
creyendo estar por encima de todos, que otros estén en lugares más altos
que él".
Por mi parte, aplico esta premisa
general de Papini al terreno de la relación entre gobernantes y
gobernados. Gobernar significa mandar y dirigir. Leonard E. Read nos
enseña que, para mayor precisión, se debería haber recurrido a otra
expresión, porque hablar de gobernante sería tan inapropiado como
denominar al agente de seguridad de una empresa "gerente general", ya
que la función del monopolio de la fuerza es velar por los derechos de
las personas y no regentearlas.
Pero resulta que los primeros
mandatarios han mutado en primeros mandantes y, en lugar de proceder
como efectivos agentes de seguridad de los derechos, los conculcan, con
lo que se cumple la profecía de Aldous Huxley en su terrorífica
antiutopía, en la que muchos piden ser sometidos, para desgracia de
quienes mantienen su integridad y autoestima (lo cual es infinitamente
peor que el Gran Hermano orwelliano).
En realidad, el espectáculo que ofrecen
los burócratas que se consideran omniscientes es digno de una producción
de Woody Allen: se dirigen a la audiencia como si estuviera compuesta
por infradotados e imparten órdenes ridículas a diestra y siniestra, por
ejemplo, sobre cómo deben ser los precios de bienes y servicios, sin
percatarse de que las leyes de mercado operan por cuerda separada y de
que cada intromisión inexorablemente provoca daños y desajustes de
consideración.
El proceso es coordinado a través de los
precios, que actúan como si fueran un tablero de señales que indican a
los operadores las siempre cambiantes circunstancias para saber cuándo y
dónde invertir o desinvertir. La información está fraccionada entre
millones de actores, pero cuando desde el poder se pretende dirigir
vidas y haciendas ajenas, se concentra ignorancia. Al irrumpir los
megalómanos gubernamentales sobre la base de que "no puede dejarse que
las cosas se desarrollen vía la anarquía del mercado y, por tanto, el
gobierno debe dirigir", se afecta gravemente el proceso. Esto perjudica a
la gente, muy especialmente a los más necesitados, puesto que el
derroche de capital afecta salarios e ingresos en términos reales.
Idéntico fenómeno ocurre en el mercado financiero, agrícola, industrial o
cambiario. En este último caso, resulta tragicómico observar debates
sobre la devaluación, es decir, el establecimiento de un nuevo precio
artificial que se le ocurre a cierto tecnócrata.
Mucha razón tenía el premio Nobel en Economía Friedrich Hayek al titular su célebre libro La arrogancia fatal,
que precisamente se refiere a los efectos sumamente perjudiciales de
los supuestos controles que imponen los aparatos estatales. "Nuestros
políticos -escribió Woody Allen- son ineptos y corruptos y, a veces, las
dos cosas en el mismo día." Esta decadencia sólo puede revertirse
instalando nuevos y efectivos límites al poder para mantenerlo en brete.
De ningún modo debemos esperar que los problemas se resuelvan con
"gente buena" en el gobierno, puesto que el tema no es de personas, sino
de los incentivos que marcan las instituciones.
Como bien ha explicado Thomas Sowell, no
se trata tampoco de contar con computadoras de gran capacidad de
memoria para que los políticos en funciones coordinen las operaciones
mercantiles, puesto que no sólo "descoordinan", sino que, sencillamente,
la información no se encuentra disponible antes de la realización de
las operaciones correspondientes.
No es procedente aplicar a un gobierno
la terminología que se aplica a una empresa. La administración
empresaria apunta a alinear incentivos para lograr objetivos comunes,
atentos al cuadro de resultados, para conocer si se da en la tecla con
las preferencias de la gente, lo cual se traduce en ganancias, o si se
yerra, lo que se refleja en los consecuentes quebrantos. Esto no ocurre
en un país, en el que sus habitantes tienen muy diversos proyectos y
metas, que los gobernantes deben proteger, siempre y cuando no se
lesionen derechos de otros.
Si un gobernante afirma que merced a su
gestión se incrementó la producción de, por ejemplo, pollo, habrá que
indagar acerca de las políticas dirigidas a ese objetivo que favoreció
esa producción, lo cual va en detrimento de la producción de otro bien o
servicio que, a su vez, genera un efecto negativo, ya que el proceso
contradice lo que hubiera preferido la gente de no haber mediado la
mencionada intervención. Éste es el despropósito central de las llamadas
empresas estatales: en el momento de su constitución significan
derroche de capital, puesto que se desvían los siempre escasos recursos
hacia áreas distintas de las prioridades que hubiera establecido el
consumidor.
En realidad, empresa estatal es una
contradicción en los términos, ya que la actividad empresaria no es un
simulacro ni un pasatiempo: en la empresa se arriesgan recursos propios y
se asume la responsabilidad por los resultados (a diferencia de los
empresarios prebendarios que deben su posición a los favores que le
otorga el gobierno de turno). Si se afirmara que la empresa estatal no
cuenta con privilegios, no tendría sentido su constitución, directamente
operaría con todos los rigores del mercado.
De todo este enjambre que provoca la
soberbia se desprenden las declaraciones sorprendentes de gobernantes
que, como en Venezuela, hablan de "el derecho a la felicidad suprema" o
en Ecuador, de establecer "el derecho al orgasmo de la mujer", propuesta
de la Asamblea Constituyente afortunadamente frustrada. Es que se ha
perdido por completo la noción del derecho que significa que, como
contrapartida, hay la obligación de respetarlo. Entonces, si alguien
reclama el derecho a percibir algo que no obtiene lícitamente (porque
los congéneres no se lo reconocen) y esto es otorgado por el gobierno,
es decir que el prójimo coactivamente lo debe entregar, significa que se
ha lesionado el derecho del prójimo, que queda reducido a un
pseudoderecho.
Lo dicho no es obstáculo para que se dé
ayuda al prójimo con recursos propios, pero es inaceptable la hipocresía
de prenderse de un micrófono y usar la tercera persona del plural para
apoderarse del fruto del trabajo ajeno. La filantropía remite a la
primera persona del singular.
En contraposición al Estado de Derecho,
hoy vivimos en la era de los pseudoderechos, es decir, la aniquilación
del derecho propiamente dicho, que, necesariamente, se refleja en un
enorme perjuicio para todos, muy especialmente para los más débiles
económicamente, a quienes -al demolerse la estructura jurídica- se les
corta la posibilidad de mejorar su bienestar.
Hay un correlato inverso entre los
nombres de los ministerios y lo que ocurre (recordemos el Ministerio de
la Verdad, de Orwell, en plena mentira oficial) y el absurdo Ministerio
de Bienestar Social, donde es seguro el malestar, y así sucesivamente.
El propio Ministerio de Economía constituye un despropósito, porque
manejar la economía genera los desajustes señalados. Es mejor recurrir
al Ministerio de Finanzas Públicas, de Hacienda o, más modestamente aún,
Secretaría del Tesoro.
Nadie sabe a ciencia cierta qué hará la
semana que viene, porque las circunstancias se modifican. Pero la
petulancia mayúscula de ciertos funcionarios pretende manipular las
vidas de millones de personas. Además, la gente debe tener siempre
presente que cada vez que se recurre a los ingresos del aparato estatal,
son los vecinos los que pagan, ya que ningún gobernante financia de su
propio peculio.
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