Javier Solana
Javier Solana was EU High
Representative for Foreign and Security Policy, Secretary-General of
NATO, and Foreign Minister of Spain. He is currently President of the
ESADE Center for Global Economy and Geopolitics, Distinguished Fellow at
the Brookings Institution, and a member of the World Economic Fo… read more
MADRID
– Uno de los grandes riesgos a los que se enfrenta la Unión Europea es
su nostalgia del pasado. Tanto en el este como en el oeste se pretende
afrontar los grandes problemas de hoy con soluciones de ayer y son
muchos los países que cargan con el lastre del nacionalismo, avivado por
distintos motivos.
En
los países de Europa occidental el declive del sentimiento europeo es,
principalmente, una reacción a la crisis económica que nos ha golpeado
duramente en los últimos años. Aunque ya existieran partidos políticos y
movimientos contrarios o muy críticos con la UE, ha sido a raíz de la
crisis cuando han visto crecer su apoyo de manera alarmante.
En
algunos sectores de la sociedad europea se ha extendido un sentimiento
de decepción, al que también han contribuido algunas de las políticas
orientadas a la recuperación. Se confiaba en que el proyecto de
integración europea sería una relación “win-win”, por la que
todos –países y ciudadanos– resultaríamos ganadores. Los países que se
incorporaban recibían ayudas y los que ya eran miembros contaban con un
nuevo mercado. Sin embargo, la crisis ha desdibujado esa imagen. Los
niveles de desempleo, especialmente los de desempleo juvenil, y la
brecha social en los países más golpeados por la crisis han hecho surgir
el desencanto. En aquellos que han sufrido menos, se siente que la
solidaridad europea ha supuesto un lastre para su economía.
Durante
estos duros años, muchos partidos han señalado a la Unión Europea como
la causante de los desequilibrios y han propuesto la vuelta a la
soberanía nacional en todas las áreas, ganándose el apoyo de muchos de
los que se sienten perdedores. Sin embargo, aunque se pueda criticar el
modo en que la Unión Europea haya gestionado la crisis, no hay que
olvidar que ésta tiene carácter global. Además, la apertura que supone
el proyecto europeo es la propia del mundo actual. Los desequilibrios,
que han quedado tan patentes desde el 2008, son propios de un fenómeno
mucho más amplio que la integración europea: la globalización. La
apertura de las fronteras, las sociedades y las economías nacionales,
conlleva incertidumbres y una menor capacidad de control. Es la
contrapartida de todas las ventajas y los nuevos horizontes que nos ha
abierto el mundo global.
Los
partidos políticos que han canalizado esta desilusión proponen unas
medidas que van más allá de la vuelta a las fronteras nacionales.
Escudados en los riesgos que supone la apertura de las sociedades,
propagan un mensaje de indiferencia y, a veces, de rechazo hacia lo
extranjero, como comprobamos en la cuestión de los refugiados. Según
ellos, hay que defender lo propio de cada nación por todos los medios,
incluidos los que ponen en peligro el Estado de derecho.
En
los albores del siglo XXI, el sueño europeo parecía aún más
esperanzador con la integración de algunos de los países que
pertenecieron al Pacto de Varsovia. La incorporación de Polonia y
Hungría a la Europa de la que siempre formaron parte era el broche de
oro a un proyecto que prometía hacer del Estado de derecho, la
democracia y las libertades individuales, elementos intocables.
Lamentablemente,
la epidemia del nacionalismo y el sentimiento antieuropeo también ha
llegado a estos países de Europa oriental. Aunque son muchas las causas y
los países no son fácilmente comparables, hay dos tendencias claras: el
aumento del nacionalismo y el retroceso del Estado de derecho. Polonia
es el mayor receptor de fondos europeos y es el único país de la UE que
no entró en recesión durante la crisis. Acumula 23 años de crecimiento
ininterrumpido y, a diferencia de otras sociedades europeas, ha
atravesado la crisis sin sufrir desgarros. Además, el pueblo polaco se
ha caracterizado, desde su entrada, por ser ampliamente favorable a la
UE. Incluso en el último euro barómetro, el 55% de los polacos
entrevistados aseguraba tener una visión positiva de la Unión.
Pero
sus líderes actuales tratan de presentar las políticas europeas como
desafíos a su verdadera identidad nacional. En lugar de discutir sobre
cómo adecuar políticas concretas a los intereses nacionales o cómo hacer
que su voz sea más escuchada, se interpretan las medidas y decisiones
europeas como una agresión a sus elementos identitarios. Salvando las
distancias, estos argumentos son similares a los del gobierno húngaro,
que ha auspiciado un proceso de involución interna en el país. Con la
reforma de la Constitución del año 2013 se eliminaron algunos de los
mecanismos que limitaban la acción del gobierno en cuestiones
fundamentales. Asimismo, se creó un consejo estatal, con miembros del
propio partido, para regular los medios de comunicación. Se ha llegado a
decir que si Hungría pidiera hoy su admisión en la Unión Europea, sería
rechazada.
He
sido testigo como pocos del proceso de integración de estos países en
las instituciones euroatlánticas y de la emoción con que ellos la
vivieron, quizá por eso me cuesta más comprender su postura. Es cierto
que su dolorosa historia reciente les hace especialmente sensibles a las
cesiones de soberanía y a la idea de que otros participen en sus
decisiones. Como les he escuchado decir en alguna ocasión: “Europa es
demasiado liberal para nosotros”. Además, tantos años de soberanía
limitada durante la Guerra Fría contribuyeron a crear un fuerte
sentimiento nacional, que está menos presente en otros países de la UE.
Tanto el partido húngaro Fidesz
como el polaco Ley y Justicia, bajo la premisa de la protección de la
soberanía nacional, erosionan el sistema democrático y el imperio de la
ley. Implementan políticas que concentran el poder en el ejecutivo,
eliminando los controles y las críticas. Justifican estas medidas para
limitar la incertidumbre que produce la apertura económica y social
propia de la globalización y, también, de la Unión Europea. Presentan
los intereses nacionales como contrarios a los europeos, aunque en el
mundo global la UE ofrezca una protección extra a sus miembros. Sin
duda, cualquiera de estos países fuera de la Unión sería mucho más
vulnerable a todos los riesgos.
Para
unos el desencanto tras la globalización sirve como pretexto para
volver al proteccionismo y el miedo a lo extranjero, endulzando los
recuerdos de las fronteras nacionales. Para otros, la afirmación de la
soberanía nacional es la excusa para rechazar la integración europea y
añoran el estado nación que nunca tuvieron en plenitud. En ambos casos
son justificaciones para cuestionar los fundamentos del proyecto
europeo. A unos les falla la memoria y a otros les traiciona su anhelo.
No comments:
Post a Comment