Dani Rodrik
Dani Rodrik is Professor of
International Political Economy at Harvard University’s John F. Kennedy
School of Government. He is the author of The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy and, most recently, Economics Rules: The Rights and Wrongs of the Dismal Science.
CAMBRIDGE
– La gobernanza global es el mantra de la élite moderna. El argumento
es que el incremento de flujos transfronterizos de bienes, servicios,
capital e información (derivado de la innovación tecnológica y la
liberalización de los mercados) generó demasiada interconexión entre los
países del mundo como para que cada uno de ellos por separado pueda
resolver sus problemas económicos solo. Necesitamos reglas globales,
acuerdos globales, instituciones globales.
Esta
afirmación goza de tanta aceptación que cuestionarla puede parecer como
sostener que el Sol gira alrededor de la Tierra. Pero lo que puede ser
verdad en el caso de problemas realmente globales como el cambio
climático o las pandemias no es aplicable a la mayor parte de los
problemas económicos. Contra lo que oímos a menudo, la economía mundial
no es un bien común global. La gobernanza global ayudará muy poco, y a
veces ocasionará un perjuicio.
Lo
que hace que, por ejemplo, el cambio climático sea un problema que
demanda cooperación internacional es el hecho de que el planeta tiene un
único sistema climático. Como da lo mismo dónde se emitan gases de
efecto invernadero, imponer restricciones a las emisiones sólo en el
nivel nacional generaría escaso o nulo beneficio al país que lo hiciera.
En
cambio, las buenas políticas económicas (entre ellas la apertura)
benefician ante todo a la economía local; y es allí también donde se
paga la mayor parte del costo de las malas políticas económicas. Las
perspectivas económicas de cada país dependen mucho más de lo que suceda
allí que del extranjero. Cuando la apertura económica es deseable, es
porque esa política beneficia al país que la aplica, no porque beneficie
a otros. La apertura y otras políticas acertadas que contribuyen a la
estabilidad económica internacional se basan en el interés propio, no en
un espíritu global.
A
veces, un país logra una ventaja económica en detrimento de otros; es
el caso de las políticas de “empobrecer al vecino”. El mejor ejemplo es
cuando el proveedor dominante de un recurso natural (como el petróleo)
restringe la oferta en los mercados mundiales para aumentar el precio.
Lo que gana el exportador es lo que pierde el resto del mundo.
Un
mecanismo similar está en la base de los “aranceles óptimos”, por los
que un país grande manipula sus condiciones de intercambio restringiendo
las importaciones. En esos casos, hay buenas razones para instituir
normas globales que limiten o prohíban el uso de esas políticas.
Pero
la inmensa mayoría de las cuestiones de comercio y finanzas
internacionales que ocupan la atención de los funcionarios no son así.
Pensemos por ejemplo en los subsidios agrícolas y la veda de organismos
transgénicos en Europa, el abuso de las normas antidumping en Estados
Unidos o la inadecuada protección de los derechos de los inversores en
los países en desarrollo. Son, en esencia, políticas de “empobrecerse
uno mismo”. Sus costos económicos caen sobre todo en el país que las
aplica, aun cuando también puedan perjudicar a otros.
Por
ejemplo, los economistas suelen coincidir en que los subsidios
agrícolas son ineficientes, y que sus beneficios para los agricultores
europeos suponen un alto costo para el resto de la gente en Europa, en
la forma de aumento de precios, aumento de impuestos o ambas cosas. Esas
políticas se implementan no para sacar provecho a costa de otros
países, sino porque otros objetivos internos concurrentes (de tipo
distributivo, administrativo o sanitario) se imponen a las
consideraciones económicas.
Lo
mismo vale para las deficiencias en regulación bancaria o política
macroeconómica que agravan el ciclo económico y generan inestabilidad
financiera. Como demostró la crisis financiera global de 2008, lo que
suceda dentro de un país puede tener enormes consecuencias fuera. Pero
si las autoridades regulatorias en Estados Unidos no cumplieron su
tarea, no fue porque así su país saliera beneficiado a costa de los
demás: la economía estadounidense fue una de las que más sufrió.
Tal
vez el mayor fracaso de las políticas actuales sea la incapacidad de
los gobiernos de las democracias avanzadas para hacer frente al aumento
de la desigualdad. Esto también es una cuestión de política interna,
originada en el control, por parte de élites financieras y
empresariales, del proceso de definición de políticas, y en los
discursos que han elaborado en relación con los límites de las políticas
redistributivas.
Los
paraísos fiscales son un ejemplo indudable de políticas de empobrecer
al vecino. Pero países poderosos como Estados Unidos y los miembros de
la Unión Europea podrían haber hecho mucho más de su parte para poner coto a la evasión fiscal (y a la competencia feroz en reducción de impuestos corporativos) si lo hubieran querido.
De
modo que los problemas actuales poco tienen que ver con una falta de
cooperación global. Son de naturaleza local y no se pueden corregir
mediante normas dictadas por instituciones internacionales, que
fácilmente pueden caer presa de los mismos intereses creados que
debilitan la política nacional. Muy a menudo, la gobernanza global es
sinónimo de implementar la agenda global de esos intereses; por eso casi
siempre termina promoviendo mayor globalización y armonización de las
políticas económicas locales.
Una
agenda alternativa para la gobernanza global se centraría en mejorar el
funcionamiento local de las democracias, sin prejuzgar cuáles deban ser
las políticas elegidas luego. Sería un modelo de gobernanza global
dirigido a mejorar la democracia en vez de la globalización.
Lo
que tengo en mente es la creación de normas y requisitos
procedimentales globales pensados para mejorar la calidad de los
procesos decisorios nacionales. Por ejemplo, reglas globales relativas a
(entre otras cuestiones) la transparencia, la representatividad, la
rendición de cuentas y el uso de evidencia científica o económica en los
procedimientos de decisión locales, sin condicionar el resultado final.
Las
instituciones globales ya usan esta clase de normas, hasta cierto
punto. Por ejemplo, el Acuerdo sobre la Aplicación de Medidas Sanitarias
y Fitosanitarias (Acuerdo SPS) de la Organización Mundial del Comercio
exige explícitamente el uso de evidencia científica cuando se planteen
dudas sobre la seguridad sanitaria de bienes importados. Podrían usarse
normas procedimentales similares, con mucho más alcance y efectividad,
para mejorar los procesos de toma de decisiones en el nivel nacional.
Las
normas antidumping también podrían mejorarse exigiendo que los
procedimientos nacionales tengan en cuenta los intereses de consumidores
y productores que resultarían perjudicados por la aplicación de
aranceles a las importaciones. Las normas sobre subsidios se podrían
mejorar exigiendo análisis económicos de costo‑beneficio que incorporen
las posibles consecuencias en materia de eficiencia estática y dinámica.
Los
problemas derivados de fallos en el proceso nacional de deliberación
solamente pueden resolverse mejorando la toma democrática de decisiones.
En esto la gobernanza global sólo puede hacer un aporte muy limitado, y
sólo en la medida en que apunte a mejorar la toma interna de decisiones
en vez de condicionarla. Fuera de eso, la búsqueda de gobernanza global
encarna un anhelo de soluciones tecnocráticas que anulan y debilitan la
deliberación pública.
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