Editorial -
La última década ha sido difícil para la
democracia en América Latina, pero el país más grande de la región
parece estar emergiendo con sus instituciones políticas intactas. El
Senado de Brasil votó el miércoles la remoción de la presidenta Dilma
Rousseff, culminando así un juicio político sobrio y respetuoso de la
ley.
En abril, la Cámara Baja de Brasil había
destituido a la reelecta presidenta, del Partido de los Trabajadores,
acusándola de haber autorizado gastos públicos sin la aprobación del
Congreso y de haber utilizado una contabilidad engañosa para ocultar
préstamos ilegales de bancos estatales. Esto puede no sonar como los
“altos crímenes y delitos” requeridos por la Constitución de EE.UU. para
realizar un juicio político a un presidente.
Sin embargo, las leyes que Rousseff
violó fueron aprobadas después de que el endeudamiento del gobierno con
fondos de bancos estatales y el gasto deficitario llevaran a Brasil a la
hiperinflación de la década de los 80 y principios de los 90. Los
brasileños toman estas leyes en serio, y millones de estadounidenses
probablemente se preguntarán por qué no pueden acusar a los políticos de
Washington por delitos fiscales similares.
Rousseff pidió un informe presupuestario
de expertos no partidistas. El reporte de 224 páginas, presentado en
junio, concluyó que Rousseff había violado las leyes de presupuesto y
por poco la culpa personalmente de los préstamos de los bancos
estatales. El presidente del Supremo Tribunal, quien fuera nominado por
el predecesor de Rousseff, Luiz Inácio Lula da Silva, y quien se inclina
políticamente a la izquierda, presidió el juicio.
El proceso de tres semanas fue
televisado desde la mañana hasta la noche. El lunes, Rousseff dispuso de
tiempo ilimitado para defenderse. La suspendida mandataria dijo que las
acusaciones fueron políticas y que su destitución sería
antidemocrática. El juicio a un líder elegido democráticamente es
inherentemente político, pero el proceso en este caso ha sido riguroso y
transparente.
Rousseff también tenía el peso de ser
impopular, pero eso es el resultado de su propia mala gestión económica,
vinculada a su vez con las acusaciones en su contra. La economía ha
estado en una recesión prolongada. Alberto Ramos, de Goldman Sachs,
dice que el PIB per cápita se contrajo 9,7% desde el segundo trimestre
de 2014, una pérdida acumulativa de riqueza mayor que la sufrida durante
lo que los brasileños llaman la “década perdida” de los 80. La
inflación anual en julio fue de 8,7%.
Los populistas le echan la culpa a la
caída de los precios del petróleo, pero las exportaciones de bienes de
Brasil, incluido el crudo, fueron sólo 10,5% del PIB en 2014. El
verdadero problema es el programa izquierdista de política fiscal, la
laxa política monetaria, el aumento del proteccionismo, un complejo
sistema tributario y un enorme estado regulador. Cuando la economía se
derrumbó, Rousseff violó las leyes de presupuesto para salvar su
presidencia.
La mandataria también fue perjudicada
por los escándalos de corrupción, incluyendo las acusaciones contra Lula
da Silva. Rousseff agravó el problema cuando trató de incorporar al ex
presidente a su gobierno para protegerlo de acciones judiciales.
Al final, el Senado votó 61-20 para
condenarla, y la mayoría de tres cuartas partes del cuerpo legislativo
sugiere algo parecido a un consenso nacional para destituirla. El
vicepresidente Michel Temer, del Partido del Movimiento Democrático
Brasileño, que ocupó transitoriamente la presidencia durante el juicio,
terminará el mandato de Rousseff, que se extiende hasta 2018. Si Temer
es prudente, va a aprovechar este momento de estabilidad institucional
para llevar nuevamente al país en la dirección económica correcta.
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