Por Álvaro Vargas Llosa
(Artículo publicado originalmente el 11 de septiembre de 2011)
Todos recordamos dónde estábamos y qué
hacíamos ese día, como nuestros mayores recuerdan dónde estaban y qué
hacían cuando mataron a John Kennedy en 1963 o cuando Neil Armstrong
puso un pie en la luna seis años más tarde. El mundo en que vivimos está
parcialmente moleado por lo que sucedió hace exactamente 10 años y
aunque otra inseguridad, la económica, ha desplazado a la física como
primera preocupación en las naciones occidentales y algunas otras, no
hay día en que una noticia, una exasperante incomodidad, una foto o una
asociación de ideas no nos traiga de golpe a la memoria aquel "11 de
septiembre". Hasta hace 10 años, "11 de septiembre" quería decir, para
los enterados, Pinochet. Después de los atentados de los que se cumple
este fin de semana una década, "11 de septiembre" quiere decir para
todos, incluidos los chilenos, al Qaeda. La organización terrorista se
apropió para siempre de esa fecha atroz en el calendario.
Quizá nada simbolice mejor el efecto
duradero de los atentados contra las Torres Gemelas, el Pentágono y el
avión que se estrelló en Pennsylvania, responsables de la muerte de
2.985 personas, que el hecho de que el World Trade Center todavía no
esté reconstruido y las dos guerras de Irak y Afganistán no estén del
todo concluidas.
El World Trade Center era un complejo de
siete edificios, dos de los cuales eran conocidos como las Torres
Gemelas. Ahora, en ese lugar, habrá cinco rascacielos, el principal de
los cuales, 1 World Trade Center, de más de 500 metros de altura,
diseñado por Daniel Childs y Daniel Libeskind, no estará terminado hasta
2013. El museo del "11/9", que se ubicará allí mismo, no se inaugurará
hasta dentro de algunos días. Mañana, exactamente 10 años después, sólo
las dos piscinas conmemorativas con los nombres de las víctimas serán
abiertas por primera vez al público.
Lo otro es mucho más complejo, pero
igualmente duradero: las tropas estadounidenses y de la OTAN siguen en
Afganistán y la retirada no tendrá lugar, en principio, hasta 2014. En
Irak, aunque la invasión no sucedió el mismo 2001, sino dos años más
tarde, la duración del conflicto también es impresionante: las tropas
estadounidenses no abandonarán ese país oficialmente hasta finales de
este año, aun cuando en la práctica un remanente permanecerá allí
después.
Una tercera guerra, algo menos directa
pero también hija de los atentados, es la que se libra en Pakistán.
Estados Unidos usa en ese caso dirigibles no tripulados y fuerzas
camufladas en lugar de soldados regulares, como se vio con la operación
de los Navy Seals que acabó con Osama bin Laden nueve años y ochos meses
después de los atentados. Pero en esfuerzo, dinero y tiempo, se trata
de una guerra como las otras dos. Para no hablar de los muchos otros
lugares, principalmente Yemen, donde Estados Unidos derrocha medios
humanos y materiales para combatir a la organización terrorista que Bin
Laden dirigía.
Cuando George W. Bush lanzó la "guerra
contra el terror" a partir de la doctrina que lleva su nombre -según la
cual Estados Unidos se embarcaría en una lucha preventiva internacional
para impedir un nuevo ataque dentro de su territorio-, se habló de
cifras que hoy suenan ridículas en comparación con las que acabaron
siendo necesarias. El cálculo más ambicioso para la ocupación de Irak
fijaba en 100 mil millones de dólares el costo de esa aventura. Al día
de hoy se llevan gastados, según las cifras más conservadoras, bastante
más de un billón de dólares (trillón en inglés). Y no se diga nada si
sumamos los diversos conflictos. La Universidad de Brown calcula el
costo de toda la "guerra contra el terror", que incluye el empleado
dentro del territorio estadounidense y las ayudas con fines
específicamente vinculados a la lucha antiterrorista a terceros países,
en más de cuatro billones de dólares (más que todo el tamaño anual de la
economía de América Latina).
El costo financiero real, claro, es
difícil de medir con exactitud, porque no sabemos cuánto del problema
del déficit y la deuda que hoy lastra al gobierno de Obama tiene
conexión directa o indirecta con la guerra contra el terrorismo
provocada por Bin Laden hace una década.
El costo político en lo inmediato fue
enorme -la impopularidad de la reacción estadounidense borró de un
plumazo la solidaridad de la primera hora en medio mundo- y dejó a
Estados Unidos resentido. Mientras que en los países árabes el prestigio
norteamericano no ha revertido su caída -según el Arab American
Institute, es hoy aún menor que en tiempos de Bush-, en Europa los
aliados de Washington , del Partido Popular de José María Aznar al
Partido Laborista de Tony Blair, fueron arrojados del poder en buena
parte por efecto de una política exterior vinculada a los atentados. En
Estados Unidos, Obama llegó al poder en gran parte por su oposición a la
Doctrina Bush, pero tuvo que continuar con ella. Eso, mezclado a la
crisis económica interminable, erosionó su respaldo a niveles que no
permiten augurar con certeza su reelección.
Desde el punto de vista de la seguridad y
la exportación de la democracia -los dos grandes objetivos que la
respuesta a los atentados- es innegable que ha habido avances. No se ha
producido ningún atentado perpetrado por extranjeros en territorio
estadounidense en esta década. Diez intentos fueron abortados en Nueva
York, de los cuales el más potencialmente grave fue el de un inmigrante
pakistaní que quiso detonar un explosivo en Times Square en 2010. El
único incidente violento registrado en este período, el de la base de
Fort Hood, donde un militar musulmán de nacionalidad estadounidense mató
a 13 soldados e hirió a 29 hace dos años, no fue obra de al Qaeda,
aunque puede decirse que sí lo fue, en parte, de la guerra contra el
terrorismo. El precio de esta seguridad, sin embargo, ha sido alto en
cuanto a la erosión de ciertas libertades civiles, con el consiguiente y
polarizante debate constitucional, jurídico y político. La burocracia
relacionada con la política antiterrorista abarca a 1.200 agencias del
Estado y a unas dos mil empresas, e incluye desde una intromisión
abierta del gobierno en la vida privada de millones de personas hasta el
controvertido uso de la base naval de Guantánamo para detener
indefinidamente a sospechosos de terrorismo sin necesidad de un juicio.
Obama hizo del cierre de esta prisión uno de sus caballitos de batalla
electoral y hasta el día de hoy no ha podido cumplir su promesa por la
extraordinaria complejidad jurídica y política que rodea todo lo que se
relaciona con la base. No hay países dispuestos a aceptar a los presos
que quedan, no hay cómo lograr que una ciudad estadounidense acepte que
se enjuicie a los sospechosos en sus tribunales y el riesgo de que en un
proceso abierto se revelen detalles sensibles que afecten a la
seguridad nacional del país es muy elevado. Por tanto, allí sigue
Guantánamo y el "estatus" de "combatientes enemigos" que se les aplica a
los poco menos de 200 detenidos que quedan para justificar
jurídicamente su encierro indefinido.
El avance de la democracia en el mundo
islámico, una década después de los atentados que llevaron a Bush a
querer democratizar el mundo con una activa participación norteamericana
en el exterior, es lento y sorprendente. Lo más sorprendente es que no
guarda relación aparente con la política exterior norteamericana sino
con un movimiento de raíces profundamente locales cuya primera
manifestación se dio en Túnez en diciembre del año pasado y que hasta
ahora ha derrocado a los dictadores Ben Ali, Mubarak y Gaddafi, acotado
el poder de un par más y puesto en jaque a otros, en especial a Bachar
al-Assad. La "primavera árabe" es el sueño de Bush tras los atentados
por razones aparentemente muy ajenas a la lucha contra el terror.
Mientras tanto, en Irak y Afganistán
también hay un progreso con respecto a lo que había antes, pero con
muchos matices. En Irak, el gobierno de al-Maliki, emblema del
surgimiento de los shiítas largamente reprimidos por Hussein, es hoy un
aliado, en cierta forma, de Irán y mantiene una relación confrontacional
con los sunitas. Está por verse si al-Maliki dejará el poder cuando
venza su segundo período como Primer Ministro. En Afganistán, el
gobierno de Hamid Karzai, que lleva cerca de una década, no controla
propiamente sino Kabul, y con gran precariedad. Su reelección fue
denunciada por existir un fraude electoral y su gobierno está penetrado
por la corrupción. Cuesta trabajo pensar en nada que se asemeje a una
democracia funcional allí, en un contexto en el que el Talibán tiene en
jaque a las instituciones a pesar de la incesante presión estadounidense
y de la OTAN.
En Pakistán hay un gobierno elegido,
pero no es exagerado decir que la lucha contra el terror retrasó el
regreso de la democracia al fortalecer la posición de Pervez Musharraf,
el general que gobernaba cuando se produjeron los atentados y al que
Washington respaldó y financió después de ellos. Hoy esa democracia está
penetrada por el fundamentalismo: es altamente probable que sus
servicios secretos (ISI) hayan tenido pleno conocimiento de que Bin
Laden se escondía en Abbottabad. El futuro de la democracia pakistaní es
de muy incierto pronóstico a estas alturas.
Aunque en estos días hay una
proliferación de homenajes a las víctimas, especiales conmemorativos y
actos de recordación, la constatación más chocante en Estados Unidos es
hasta qué punto el terrorismo, que era el asunto número uno hasta hace
tres años, ha pasado a un segundo plano. La economía lo ha desplazado de
las preocupaciones de la gente y del debate político. De no ser por el
décimo aniversario, el país no habría centrado su atención en el
terrorismo ni mucho menos. El jueves por la noche los precandidatos del
Partido Republicano a la Presidencia debatieron en la sede de la
biblioteca Ronald Reagan y el terrorismo brilló por su ausencia durante
casi todo el debate. Muy lejos se sienten los días en que Barack Obama y
John McCain hacían de sus diferencias en torno a la lucha contra el
terror eje central de su disputa electoral.
Pasados los días conmemorativos, los
atentados del 11 de septiembre de 2001 serán relegados nuevamente a
algún lugar de la memoria y su secuela, las medidas adoptadas para
prevenir nuevos atentados, que afectan la vida de millones de personas,
pero se han vuelto parte de la rutina, suscitarán poca controversia a
escala nacional.
Pero en un aspecto quizá los atentados
todavía tienen una vigencia importante. Tiene que ver con el
endurecimiento de la actitud de cierto sector del Partido Republicano y
del ala derechista y sureña del Partido Demócrata hacia el mundo
exterior. En temas como la inmigración, el presupuesto de Defensa, las
relaciones con Europa o la manera de abordar la "primavera árabe" se
nota en este sector una tendencia aislacionista y proteccionista. Sus
exponentes principales han pasado de la ofensiva universal contra el
terror y la búsqueda mundial de aliados a despreciar todo lo que tenga
que ver con el mundo exterior y amurallarse mentalmente dentro del país.
Es muy probable que en las elecciones primarias del Partido Republicano
esta actitud sea un componente fundamental de la lid. También, que una
vez definida la candidatura republicana, se inviertan los papeles con
respecto a las elecciones presidenciales anteriores, cuando era el
candidato demócrata el que pedía menos activismo internacional y más
énfasis local, y el republicano el que decía lo contrario.
No comments:
Post a Comment