Por Anthony Gregory
En vísperas del 10 de septiembre
de 2001, me fui a dormir como un libertario, que desconfiaba del
Estado, despreciaba a los dos principales partidos políticos y veía al
gobierno federal como el principal enemigo del pueblo estadounidense,
sus vidas y libertades. A la mañana siguiente, observando las dantescas
noticias de los criminales ataques contra el World Trade Center y el
Pentágono, me encontré por primera vez en años del lado del gobierno.
Es decir, pensé que sería apropiado que el gobierno encontrase a los
culpables del 11 de septiembre y los llevase ante la justicia. Pensé que
la captura y ejecución de los cabecillas sería apropiada. Estaba a
favor del ofrecimiento de una recompensa para capturar a Osama bin
Laden, o tal vez incluso del envío de comandos a una misión específica
para aprehenderlo.
Este no es el curso que tomó el gobierno, ni el enfoque apoyado por la mayoría de los estadounidenses. En particular, vi
a casi la totalidad del movimiento conservador, por el que había
sentido una afinidad más cercana que por los izquierdistas que me
rodeaban en la universidad, convertirse en colectivistas sedientos de
sangre bregando por una guerra total. La abrumadora mayoría de
los progresistas se unieron a la causa, elevando el nivel de aprobación
de Bush a aproximadamente el 90%.
En el canal Fox News la noche
del 11 de septiembre, un comentarista dijo, “es el momento de soltar a
los perros de la guerra”. Esto sonaba como una locura para mí. ¿Cómo
podría una guerra descomunal ser verosímilmente justificada? Los chicos
malos eran un grupo pequeño y los asesinos directos murieron en los
ataques. Huelga decir que, a pesar de que me fui a dormir la noche del
11 de septiembre creyendo que el gobierno debía llevar a cabo su única
función primaria, la defensa de la vida y la libertad, nunca abrasé esta
ideología colectivista que permitió la matanza de extranjeros que
tuvieron la mala ocurrencia de vivir en la misma parte del mundo que los
terroristas.
De hecho, los ataques del 11/09 fueron obviamente una represalia por la política exterior de los EE.UU..
Esto parecía completamente claro para mí, sobre todo cuando nuestros
líderes señalaron con el dedo a Osama, viendo cómo él había dejado
siempre en claro que sus agravios estaban enraizados en la política
estadounidense en Medio Oriente. Las sanciones contra Iraq, la ayuda
militar a Israel, las tropas en Arabia Saudita, y otras intervenciones
de los Estados Unidos en la zona habían contribuido a la muerte de más
de un millón de personas en las últimas dos generaciones.* Cualquier
persona que prestase atención tenía que conocer esto.
No obstante, por supuesto, los ataques
del 11/09 fueron injustificados. Fueron terrorismo. Fueron malignos.
Fueron homicidas. ¿Por qué podemos decir esto? Porque a pesar de lo que
el gobierno de los EE.UU. le había hecho a árabes y musulmanes
inocentes, estos crímenes nunca podían justificar actos de violencia que
de manera previsible lesionan a personas inocentes. Sin
embargo, el corolario del propio principio que torna malos a los ataques
del 11 de septiembre es que la respuesta al 11/09 debe también evitar a
toda costa la muerte de inocentes. Los árabes que responden a
los crímenes estadounidenses en su parte del mundo mediante el ataque a
inocentes es terrorismo. Del mismo modo, los estadounidenses
respondiendo a los crímenes árabes en nuestra parte del mundo atacando a
inocentes también es terrorismo. El bombardeo de Kabul, Afganistán, en
octubre de 2001 fue por ende criminal, no menos que los ataques del
11/09. La Guerra de Irak, que comenzó en 2003 fue, si cabe, incluso
menos defendible.
Esto no es relativismo moral. Es
claridad moral. Es aplicar los mismos estándares morales a todos los
agentes morales. Los estadounidenses pro-guerra fustigan a cualquiera
que se atreva a tener una “mentalidad pre-11/09”. Pero esta es una
crítica insostenible. En realidad tiene un tufillo a relativismo moral
en sí misma. Los actos que eran inmorales antes del 11/09
siguieron siéndolo después. Los derechos humanos son universales y
atemporales. El 11 de septiembre no cambió la moralidad de matar a
civiles como tampoco cambió la naturaleza del gobierno.
La naturaleza del gobierno es, por supuesto, coercitiva y autoritaria.
A pesar de que favorecí una respuesta enérgica al 11/09 para aprehender
a los culpables, seguí viendo al gobierno como la principal amenaza a
la libertad. Esta mentalidad pre-11/09 está fundada en miles de años de historia.
Todos esos miles de años de gobiernos subyugando a sus pueblos,
exponiéndolos a amenazas externas más a menudoque protegiéndolos,
deberían pesar por lo menos tan fuertemente como la fuerza emocional del
11 de septiembre de 2001. Mucho más aconteció en el mundo antes del 11/09 que después.
La semana posterior al 11/09 recuerdo
haber pensado acerca de cómo, incluso después de los criminales ataques
de esa fecha, el gobierno de los EE.UU. todavía tenía un número mucho
mayor de muertos estadounidenses por el cual responder. Había matado a
muchos, muchos miles a través de la Administración de Alimentos y
Fármacos (FDA es su sigla en inglés). Había asesinado a cientos de miles
en sus guerras, reclutando hombres para morir por causas en las que
podían no creer. En cuanto a la libertad, los terroristas nunca podrían
tomar ese camino. Sólo el gobierno podría. Y así fue, a través del
teatro de la seguridad aeroportuaria, la destrucción de la Cuarta
Enmienda y el hábeas corpus, las escuchas telefónicas sin orden
judicial, la detención indefinida y la tortura, y miles de billones
(trillones en inglés) en concepto de impuestos a pagar por todo ello.
Hemos llegado a un punto en el
cual la guerra perpetua en el exterior, incluso en persecución del
fantasma de Bin Laden, es aceptada como un componente natural de la
realidad estadounidense. Rendimos nuestra dignidad en los
aeropuertos sin pensar. Vemos la militarización de la policía local y
nos figuramos que ella debe ser necesaria y sabia. Nos olvidamos de los
muchos prisioneros encerrados en mazmorras estadounidenses en Guantánamo
y Afganistán, personas cuyo único delito pudo haber sido encontrarse en
el lugar equivocado en el momento equivocado, o haberse atrevido a
luchar contra una fuerza invasora que estaba desolando a su vecindario y
familia. Se sientan allí, languideciendo en condiciones primitivas,
totalmente abandonados como si no se tratase de personas, y la pura
inmoralidad de este abandono nunca es registrado en las líneas
magistrales de los debates políticos.
Antes del 11 de septiembre veía
al gobierno como un mal necesario, la mayor amenaza a la vida y libertad
de sus propios súbditos, pero un baluarte esencial de la protección
contra los delincuentes internos y los agresores foráneos. La
experiencia poco tiempo después del 11/09 desafió este importante
elemento de tal pensamiento. Las guerras de Bush en Afganistán
y, a través de la Ley Patriota, contra el pueblo estadounidense
demostraron que incluso en una de sus funciones más celebradas, el
Estado es lo opuesto a lo que pretende ser. No detiene las amenazas, las
exacerba. No protege la libertad, sino que cada una de sus acciones, en
particular aquellas realizadas en nombre de la protección, socava la
libertad. No defiende la vida, sino que trata a la vida humana como un
bien fungible para sus propias necesidades. Ya no veía al gobierno como necesario o eficaz en la defensa de su pueblo.
Hace cuatro años, un nuevo candidato
presidencial ganó la elección presidencial. Aquí estamos en el final de
su primer mandato y no hay señales de que la estampida hacia el Estado
total de tregua en el corto plazo. Dos grandes guerras basadas en
mentiras y propaganda que han lacerado a más estadounidenses que el
11/09, para no hablar de los millones de extranjeros muertos, mutilados o
desplazados de sus hogares; la miríada de operaciones militares en todo
el mundo; los miles acorralados sin justicia y las docenas de
torturados hasta morir; la presidencia adoptando el poder absoluto sobre
la vida y la muerte de cualquier individuo sobre la tierra y
las inestimables libertades hechas jirones en el altar del poder sin
nada que mostrar a cambio. Pero la experiencia me ha desengañado
seguramente de mi mentalidad pre-11/09. Antes del 11 de
septiembre, yo era lo suficientemente ingenuo como para pensar que el
gobierno, no obstante torpe y peligroso en casa, podría protegernos de
las amenazas extranjeras. Ahora me percato de que esa es quizás la mayor
mentira de la historia humana.
*Corrección:
Originalmente escribí que estas intervenciones contribuyeron a millones
de muertes. Esta podría ser una cifra elevada, incluso con la frase
“contribuido a”, en relación a la zona. Teniendo en cuenta el millón o
más de personas que murieron en la guerra entre Irak e Irán, apoyada por
los EE.UU., y los cientos de miles de personas que perecieron por las
sanciones a Irak, y las muchas personas oprimidas y asesinadas por los
déspotas apoyados por los Estados Unidos en la región desde las década
de 1950 y 60, me siento muy cómodo afirmando que los EE.UU.
contribuyeron a “más de un millón” de muertes. “Millones” podría incluso
ser sostenido como exacto, pero es un mucho más difícil de argumentar.
Traducido por Gabriel Gasave
Anthony Gregory es
Investigador Editor en The Independent Institute. Obtuvo su título de
bachiller en Historia Estadounidense de la University of California en
Berkeley y brindó el discurso sobre historia como no graduado en la
ceremonia de graduación de 2003. Además de su labor en el Independent
Institute, escribe regularmente para numerosos websites de noticias y
comentarios, incluidos LewRockwell.com, Future of Freedom Foundation y
el Rational Review.
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