Por Álvaro Vargas Llosa
El desmayo -o algo muy parecido- que
sufrió Hillary Clinton tras abandonar un acto conmemorativo de la
tragedia de las Torres Gemelas el 11 de septiembre en Nueva York ha
avivado un interesante debate.
El debate al que me refiero no tiene que
ver con el verdadero estado de salud de Hillary Clinton, que es materia
de conjeturas desde hace mucho tiempo y que, dada la preocupación poco
menos que universal ante la posibilidad de que ella sea derrotada, es
ciertamente un asunto de alta política. Pero ya que a estas alturas es
imposible saber con exactitud quién dice la verdad -si sus médicos y
ella misma, que aseguran que fue una deshidratación en un organismo
debilitado por la neumonía, o sus feroces críticos, que aseguran que hay
recurrentes síntomas de lesión cerebral-, conviene más ocuparse
del debate de fondo. Y en ese debate decisivo no importa tanto quién
está enfermo, sino quién miente sobre si lo está y cuánto dice eso sobre
la personalidad de la (o el) aspirante.
Hillary Clinton y Donald Trump,
secundados por sus médicos, afirman que están en perfectas condiciones
de ejercer la Presidencia. Ella, a sus 68 años, tiene una neumonía y
toma pastillas para la tiroides, mientras que él, a sus 70, ingiere
medicamentos para controlar el colesterol y hace poco ejercicio. Hasta
aquí, todo bien. ¿Todo bien? No exactamente porque la salud es parte del
asunto más amplio de la credibilidad. Y la materia esencial de una
campaña es eso, la credibilidad. La tarea de los candidatos es hacer que
les crean, la de sus oponentes es hacer que no les crean, y la de la
prensa, partir del supuesto de que no son creíbles hasta que demuestren
que lo son.
Sólo así se entiende que la
salud de Hillary Clinton haya sido un tema soterrado pero persistente
durante toda la campaña y, desde el episodio de Nueva York, saltara a
las primeras páginas. Pero, atención, no todos los temas de una campaña
relacionados con la credibilidad de un candidato tienen la misma
importancia. En Estados Unidos -a diferencia, por ejemplo, de
América Latina-, entre los asuntos de que se compone la batalla por la
credibilidad está en primerísimo lugar la salud. Igual que ocurre con el
adulterio, lo importante no es lo que hay sino lo que se dice sobre lo
que hay. Por eso se describe siempre a los candidatos a vicepresidentes
como personas que estarán “a un latido de la Presidencia” y se le da
tanta importancia a su nominación (luego se olvidan de ellos). Por eso,
también, los médicos son una presencia permanente en los programas de
televisión y de radio, o en las columnas de los periódicos.
¿Debería sorprendernos esto? No: se
trata de Estados Unidos, después de todo. Una crisis de liderazgo
producto de un grave asunto de salud o de la muerte de un presidente
tiene consecuencias políticas, económicas y podríamos decir que
psicológicas para el mundo entero. Esto, a pesar de que la Constitución
tiene perfectamente previsto lo que debe ocurrir en caso de morir el
jefe del Estado (es un país que ha pasado ya por esa traumática
experiencia).
Aun así, la salud convertida en materia
electoral, es decir, en un factor importante de la lucha por la
credibilidad, implica dos cosas. Una: que los candidatos procuran decir
poco, o en todo caso menos de lo que convendría en circunstancias
normales. Dos: que a los críticos y a los escépticos les interesa
inmiscuirse más de lo que un cierto sentido del pudor y la privacidad
aconsejan.
El caso de Hillary es emblemático. Siempre ha sido cicatera con la información sobre su salud, en parte por pudor y en parte porque, política que es al fin y al cabo, sabe bien a qué se presta contarlo todo. Por ejemplo, ella tuvo un coágulo en la pierna en 1998, año en que finalizó el gobierno de su marido, pero lo mantuvo oculto hasta 2003, cuando publicó sus memorias (en ellas hizo una referencia muy pasajera). Sabía ya que sería pronto candidata al Senado y que era mejor evitar excesivas conjeturas.
El caso de Hillary es emblemático. Siempre ha sido cicatera con la información sobre su salud, en parte por pudor y en parte porque, política que es al fin y al cabo, sabe bien a qué se presta contarlo todo. Por ejemplo, ella tuvo un coágulo en la pierna en 1998, año en que finalizó el gobierno de su marido, pero lo mantuvo oculto hasta 2003, cuando publicó sus memorias (en ellas hizo una referencia muy pasajera). Sabía ya que sería pronto candidata al Senado y que era mejor evitar excesivas conjeturas.
Volvió en 2009 a aparecerle un coágulo
provocado por una trombosis, del que se supo bastante después y del que
no se dio explicación. En 2012, siendo secretaria de Estado, sufrió un
desmayo en su casa que le provocó una conmoción cerebral. Fue
hospitalizada y los médicos le dieron pastillas para diluir la sangre
por la formación de un coágulo cerebral. La jefa de la diplomacia
desapareció durante algunas semanas y la información salió por
cuentagotas. Sólo dos años después se supo, por unas declaraciones de su
marido, que el coágulo tardó seis meses en desaparecer.
Estos antecedentes son los que dieron a
sus críticos armas en los meses recientes para interpretar algunos
episodios de aparente debilitamiento físico como síntomas de algún
asunto cerebral no revelado (unas fotografías tomadas a distancia la
muestran siendo llevada en brazos por agentes de seguridad mientras
intenta subir unas escaleras, por ejemplo; también ha tenido accesos de
tos muy prolongados varias veces). La prensa principal ha sido muy
cuidadosa en el tratamiento de esta información, por lo general
ignorando las “teorías conspirativas” de los medios conservadores más
radicales, situados en una cierta marginalidad respecto del gran debate
político a pesar de contar con muchos lectores (por ejemplo,
drudgeport.com, que se precia de tener muchos millones de seguidores).
Pero lo sucedido este 11 de septiembre cambió todo.
El incidente en el que ella es
arrastrada hacia el interior de su vehículo porque está a punto de
desplomarse fue captado por un transeúnte pero de inmediato saltó a la
gran prensa y se volvió manzana de la discordia, precipitando también,
por cierto, un cuestionamiento a la falta de transparencia de Donald
Trump: el candidato republicano hasta entonces no había hecho pública la
información sobre su estado de salud. Trump tuvo que develar el informe
de su médico respecto de su chequeo más reciente; ella, mientras tanto,
desde su reposo, tuvo que hacer que su médico también diera a la
publicidad detalles de su condición física.
Estados Unidos -y en parte, el mundo-
pasaron a ocuparse con minucioso detalle de los órganos biológicos de
los dos aspirantes a la Presidencia norteamericana. Pero insisto: el
verdadero debate no era el que parecía -es decir si alguno de ellos está
en peligro de muerte en caso de llegar a la Presidencia- sino el que
realmente determina una elección en Estados Unidos: ¿Se les puede creer?
En este terreno, ambos candidatos cuentan con poderosas desventajas. Si
algo define esta campaña es la falta de credibilidad que tienen los dos
candidatos para un amplio sector del público. Puede parecer raro que
Hillary Clinton despierte sospechas comparables a las de Trump, pero es
un hecho y así lo demuestran todos los sondeos, que ahora registran, otra vez, un empate. Un empate y… una imagen mayoritariamente negativa en ambos casos.
Quizá una razón por la cual el debate de
la salud, que es el debate de la credibilidad, haya cobrado importancia
en décadas recientes tenga que ver con lo mucho que mintieron los
candidatos y presidentes en el pasado acerca de su condición física.
Una larga lista de ilustres embusteros recorre la historia republicana de Estados Unidos, desde los Padres Fundadores hasta hoy. Un caso notable del siglo XIX fue el de Grover Cleveland (de quien los liberales siempre dicen que fue uno de los mejores presidentes por lo poco que hizo, es decir, lo poco que intervino). Cleveland se hizo operar secretamente de un carcinoma en la boca en un yate en el río Hudson. Mintió diciendo que estaba pescando. La verdad se supo 15 años después de su muerte.
F.D. Roosevelt estuvo muy enfermo los últimos años de su Presidencia, pero la complicidad de la prensa que lo rodeaba le permitió ocultárselo al país. Sufría de polio y andaba en silla de ruedas, pero sólo lo fotografiaban de la cintura para arriba y de tal forma que la silla no se notara. Cuentan los historiadores que Churchill y Stalin creyeron que se les moriría durante la cumbre que sostuvieron en Teherán en 1943 por lo mal que lo vieron. Murió de un infarto cerebral masivo en 1945.
Una larga lista de ilustres embusteros recorre la historia republicana de Estados Unidos, desde los Padres Fundadores hasta hoy. Un caso notable del siglo XIX fue el de Grover Cleveland (de quien los liberales siempre dicen que fue uno de los mejores presidentes por lo poco que hizo, es decir, lo poco que intervino). Cleveland se hizo operar secretamente de un carcinoma en la boca en un yate en el río Hudson. Mintió diciendo que estaba pescando. La verdad se supo 15 años después de su muerte.
F.D. Roosevelt estuvo muy enfermo los últimos años de su Presidencia, pero la complicidad de la prensa que lo rodeaba le permitió ocultárselo al país. Sufría de polio y andaba en silla de ruedas, pero sólo lo fotografiaban de la cintura para arriba y de tal forma que la silla no se notara. Cuentan los historiadores que Churchill y Stalin creyeron que se les moriría durante la cumbre que sostuvieron en Teherán en 1943 por lo mal que lo vieron. Murió de un infarto cerebral masivo en 1945.
La verdad sobre la salud de John F.
Kennedy no se supo hasta que la contó Robert Dallek en 2003. Asombra que
un hombre que sufría de colitis, úlcera duodenal, osteoporosis y la
enfermedad de Addison, y que desde mediados de los 50 padecía agudos
dolores de espalda por el colapso lumbar, pudiera labrarse la imagen de
un hombre feliz al que le daba el sol en la cara. Se pasó su corta
Presidencia tomando barbitúricos, tranquilizantes y esteroides.
Sobre Ronald Reagan hay una discusión no
cerrada: algunos sostienen que ya durante su segundo período surgieron
síntomas tempranos del alzheimer que le diagnosticarían en 1999. Su hijo
Ron -fruto de su relación con Nancy- siempre sostuvo que ya había
síntomas serios de demencia senil (Reagan llegó a la Presidencia con 69
años) desde el debate con Walter Mondale, en plena campaña por la
reelección, noche en la que su rendimiento errático suscitó conjeturas
sobre su salud. Michael, el hijo adoptivo de Reagan con su primera
mujer, nunca ha aceptado esta hipótesis y sostiene que la enfermedad se
manifestó después de que él dejara la Casa Blanca.
Cuando John McCain compitió con Barack
Obama en 2008, la salud fue un gran asunto de campaña (no sólo por la
edad del senador sino porque había sido torturado durante sus años como
presidiario en Vietnam y siempre se había dicho que la experiencia le
dejó lesiones irreparables). Trató de poner punto final a esa discusión
haciendo públicas 1.173 páginas de historia médica. No lo logró del
todo.
En esta campaña, a menos que Hillary
vuelva a tener un episodio de pérdida del equilibrio, desmayo o tos
incontrolable, probablemente no se debatirá mucho más, de forma directa,
el asunto de la salud de la exsecretaria de Estado y el empresario
Donald Trump. Pero una y otra campaña buscarán maneras de que este
episodio afecte la credibilidad del contrario. La de Trump querrá que la
gente confirme su percepción acerca de una Hillary que alberga en la
oscuridad de su conducta secretos propios de alguien a quien no se le
puede creer nada. Y ella y los suyos pretenderán exactamente lo
contrario: que el país perciba en los intentos de Trump por cuestionar
la salud de la aspirante a la Casa Blanca alguien al que no se le puede
creer lo que inventa sobre sus rivales para tratar de llegar al poder a
cualquier precio.
Eso sí, el día del primer debate
presidencial, el 26 de septiembre, no habrá un asesor, periodista o
televidente que no esté obsesivamente pendiente de si a Hillary se le
cierra un párpado, le tiembla una mano, le sopla un bronquio, le da
mucha sed o se le olvida un nombre. Y, desde luego, a partir de ahora
aumentará exponencialmente el interés por todo lo que hagan o digan los
señores Tim Kaine y Mike Pence, uno de los cuales estará a un latido de
la Presidencia a partir de enero.
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