Manuel Hinds considera que con la fijación en
el poder de Daniel Ortega y su esposa, Nicaragua a vuelto a un sistema
de gobierno igual o peor que el de Anastasio Somoza.
Por supuesto, los Ortega han ido más allá que los Somoza mismos. Ninguno de los Somoza se atrevió a eliminar del todo a la oposición, o a nombrar a su propia esposa como vicepresidente, que en este caso es igual a ser copresidente o co-reina (no reina consorte sino reina a la misma altura que Ortega mismo). Pero el sistema de gobierno es el mismo que tuvieron los Somoza por tanto tiempo: un caudillaje hereditario, basado en una red enorme de corrupción y clientelismo, en la que cada quien (menos el pueblo) encuentra una posición en la que recibe de los de abajo y paga a los de arriba, no por productos transados sino para mantener su estabilidad. En el tope de la pirámide está el gran dictador que se convierte en el mar adonde desembocan todos los ríos de la corrupción. Este es el mismo sistema que, en una forma o en otra ha existido en Latinoamérica desde que somos independientes, si no desde antes porque el manejo interno de los virreinatos, capitanías generales y colonias menos importantes era bastante similar.
La opinión pública, con mucha razón, condena a los esposos Ortega por hacer lo que están haciendo. Pero el episodio recuerda lo que dijo Heinrich Jaenecke, un editor que había sido oficial del ejército alemán durante la segunda guerra mundial: “¿Qué fue lo que realmente nos llevó a seguir a Hitler al abismo como los niños del flautista de Hamelin? El enigma no está en Hitler. Nosotros somos el enigma”. La gran pregunta no es por qué Ortega y Murillo quieren sujetar a Nicaragua en una tiranía familiar, que convierte a Nicaragua de país a hacienda personal, sino por qué los nicaragüenses se dejan. La respuesta a este enigma es la clave para entender por qué, desde que somos independientes, los latinoamericanos hemos regresado una y otra vez a lo mismo que ahora tienen los Ortega en Nicaragua: una tiranía basada en redes de corrupción.
La respuesta a esta pregunta no es un concepto abstracto de corrupción y no está en los normalmente definidos como corruptos. Está, como Jaenecke denuncia, en los que se dejan, en los que caminan detrás del flautista que los lleva al abismo, que son el pueblo mismo. El pueblo camina detrás de los flautistas porque quiere creerles lo que ellos prometen: el desarrollo, las riquezas, y la felicidad obtenidas sin tener que trabajar, sin tener que estudiar, sin tener que hacer esfuerzos. Una y otra vez, por doscientos años, los latinoamericanos han creído esta patraña, y han soñado con convertirse en ricos con solo quitarle a los ricos, con solo darle el voto al que promete que hará esto para pasarles las riquezas a ellos, pensando que tendrán tanto dinero como la gente de California que aparece en los programas de televisión sin tener que fundar empresas como Apple, o Google, o Cisco Systems, y sin tener que ir a una buena universidad y aprender las tecnologías que mueven al mundo moderno.
Uno puede conmiserarse con las víctimas cuando esto les sucede por primera vez. Pero cuando año tras año, por dos siglos, toda Latinoamérica ha caído una y otra vez en el mismo engaño, la víctima ya no merece conmiseración. Los culpables no son los terribles tiranos de la región, como el Doctor Francia, y Perón, y los Somoza, y Fidel Castro y su hermano, sino los pueblos mismos, que queriendo estafar a la vida, enriqueciéndose sin esfuerzo, resultan estafados por los que con una flauta los llevan al abismo.
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