Por Alberto Benegas Lynch (h)
Mucho se ha escrito sobre John Maynard
Keynes a favor y en contra, pero es de interés intentar una vez más
indagar en aspectos centrales de su tesis al efecto de comprender el
cometido con la mayor claridad posible.
En el capítulo 22 de su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero
Keynes resume su idea al escribir que “En conclusión, afirmo que el
deber de ordenar el volumen actual de inversión no puede dejarse con
garantías en manos de los particulares”.
En el capítulo 2 del segundo volumen de su Ensayos de persuasión afirma
que “Estamos siendo castigados con una nueva enfermedad, cuyo nombre
quizás aun no han oído algunos de los que me lean, pero de la que oirán
mucho en los años venideros, es decir el paro tecnológico”. Este
comentario sobre “la nueva enfermedad” pone de relieve la incomprensión
de Keynes sobre el tema del desempleo.
Como se ha puntualizado en diversas
ocasiones, en una sociedad abierta, es decir, en este caso, allí donde
los salarios son el resultado de arreglos libres entre las partes nunca
se produce sobrante de aquél factor que resulta esencial (el trabajo
manual e intelectual) para la producción de bienes y para la prestación
de servicios. En otros términos, no hay desocupación involuntaria (la
voluntaria es irrelevante para nuestro estudio como lo es la
involuntaria para quienes están en estado vegetativo).
Esto es así aunque se trate de un grupo
de náufragos que llegan a una isla desierta: no les alcanzarán las horas
del día y de la noche para todo lo que deben trabajar. Sin duda que los
salarios en términos reales en ese caso serán reducidos por falta de
inversión suficiente pero no habrá desempleo. Por su parte la nueva
tecnología permite liberar recursos humanos y materiales al efecto de
asignarnos en otros emprendimientos que no podían encararse mientras los
siempre escasos factores de producción estuvieran esterilizados en las
áreas anteriores.
Y no es cuestión de centrar la atención
en la transición puesto que la vida es una transición permanente.
Cualquiera que cotidianamente en su oficina propone un cambio para
mejorar está de hecho reasignando recursos hacia otros campos. La mayor
productividad produce siempre ese resultado. Los empresarios en su
propio interés están interesados en la capacitación en los nuevos
emprendimientos.
Tampoco tiene sentido aludir a una así
denominada “desocupación friccional” puesto que todos pueden trabajar si
se adaptan a los salarios ofrecidos según sean las tasas de
capitalización del momento. En el extremo, si por arte de magia todo
estuviera robotizado (dejando de lado el trabajo para fabricar robots)
estaríamos en Jauja puesto que el objeto del ser humano no es trabajar.
Pero en la realidad debe verse el asunto como lo hemos ejemplificado
tantas veces con el hombre de la barra de hielo cuando apareció la
refrigeradora o el fogonero cuando apareció la máquina Diesel. La
tecnología incrementa la productividad y, por ende, los salarios e
ingresos de la población. En última instancia, el volumen de inversión
es lo que diferencia un país adelantado de uno atrasado.
La enorme desocupación que observamos en
distintos países se debe precisamente a las intromisiones
gubernamentales al pretender el establecimiento de salarios por medio
del decreto que naturalmente sacan del empleo formal a quienes más
necesitan trabajar. La ocupación informal es una respuesta de la gente
para sobrevivir en lugar de estar condenados a deambular por las calles
sin encontrar empleo a los salarios y con los tributos impuestos por las
normas de aparatos estatales irresponsables.
R. Steele en su Keynes and Hayek resume
bien el aspecto medular del autor a que nos venimos refiriendo al
sostener que Keynes paradójicamente aparece como el salvador de un
sistema que condena, es decir el capitalismo y concluye que “Keynes
considera el capitalismo como estética y moralmente dañino por cuya
razón justifica el aumento de las funciones gubernamentales” y afirma
muy documentadamente que “Hayek tenía gran respeto por el hombre, pero
muy poco respeto por Keynes como economista”.
Su conocida visión de que las obras
públicas en si mismas permiten activar la economía pasan por alto el
hecho de que los recursos del presente son desviados de las preferencias
de los consumidores para destinarlos a las preferencias políticas lo
cual implica consumo de capital. Si las obras en cuestión son
financiadas con deuda, se comprometen los recursos futuros de la gente.
Todas las acciones políticas, cualquiera
sea su color, son consecuencia de previas elucubraciones intelectuales
que influyen sobre la opinión pública que, a su turno, le abren caminos a
los buscadores de votos. Muy citado y muy cierto es un pasaje escrito
por John Maynard Keynes en la obra mencionada que “Las ideas de los
economistas y de los filósofos políticos, tanto cuando están en lo
cierto como cuando no lo están, son más poderosas de lo que se supone
corrientemente. Verdaderamente, el mundo se gobierna con poco más. Los
hombres prácticos, que se creen completamente libres de toda influencia
intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto”.
El párrafo no puede ser más ajustado a
la realidad. Keynes ha tenido y sigue teniendo la influencia más
negativa de cuantos intelectuales han existido hasta el momento. Mucho
más que Marx, quien debido a sus inclinaciones violentas y a su
radicalismo frontal ha ahuyentado a mas de uno. Keynes, en cambio,
patrocinaba la liquidación de la sociedad abierta con recetas que, las
más de las veces, resultaban mas sutiles y difíciles de detectar para el
incauto debido a su lenguaje alambicado y tortuoso. Los ejes centrales
de su obra mas difundida a la que hemos hecho referencia consisten en la
alabanza del gasto estatal, el déficit fiscal y el recurrir a políticas
monetarias inflacionistas para “reactivar la economía” y asegurar el
“pleno empleo” ya que nos dice en ese libro que “La prudencia
financiera está expuesta a disminuir la demanda global y, por tanto, a
perjudicar el bienestar”.
Como hemos recomendado antes, subrayamos
nuevamente que tal vez los trabajos mas lúcidos sobre Keynes estén
consignados en el noveno volumen de las obras completas de Friedrich A.
Hayek (The University of Chicago Press, 1995), en el meduloso estudio de
Henry Hazlitt traducido al castellano como Los errores de la nueva ciencia económica (Madrid, Aguilar, 1961) y ahora agregamos el voluminoso análisis de William H. Hutt The Keynesian Episode
(Indianapolis, IN., Liberty Press, 1979). Numerosas universidades
incluyen en sus programas las propuestas keynesianas y no como
conocimiento histórico de otras corrientes de pensamiento, sino como
recomendaciones de la cátedra. Personalmente, en mis dos carreras
universitarias y en mis dos doctorados tuve que estudiar una y otra vez
las reflexiones keynesianas en el mencionado contexto. Todos los
estatistas de nuestro tiempo han adoptado aquellas políticas, unas veces
de modo explícito y otras sin conocer su origen. Incluso en Estados
Unidos irrumpió el keynesianismo mas crudo durante las presidencias de
Roosevelt: eso era su “New Deal” que provocó un severo agravamiento de
la crisis del treinta, generada por las anticipadas fórmulas de Keynes
aplicadas ya en los Acuerdos de Génova y Bruselas donde se abandonó la
disciplina monetaria.
A veces no hay más remedio que reiterar
algunos temas debido a la aceptación de algunos conceptos sin analizar
debidamente, como algunas de las terminologías y los neologismos más
atrabiliarios que son de factura del autor de marras. No quiero cansar
al lector con las incoherencias y los galimatías de Keynes, pero veamos
solo un caso que hemos apuntado en otra oportunidad y es el que bautizó
como “el multiplicador”. Sostiene que si el ingreso fuera de 100, el
consumo de 80 y el ahorro 20, habrá un efecto multiplicador que aparece
como resultado de dividir 100 por 20, lo cual da 5. Y préstese atención
porque aquí viene la magia de la acción estatal: afirma que si el Estado
gasta 4 eso se convertirá en 20, puesto que 5 por 4 es 20 (sic). Ni el keynesiano más entusiasta ha explicado jamás como multiplica ese “multiplicador”.
En definitiva, Keynes apunta a “la
eutanasia del rentista y, por consiguiente, la eutanasia del poder de
opresión acumulativo de los capitalistas para explotar el valor de
escasez del capital”. Resulta sumamente claro y específico lo que
escribió como prólogo a la edición alemana de la obra mencionada, en
1936, en plena época nazi: “La teoría de la producción global, que es la
meta del presente libro, puede aplicarse mucho mas fácilmente a las
condiciones de un Estado totalitario que la producción y distribución de
un determinado volumen de bienes obtenido en condiciones de libre
concurrencia y un grado considerable de laissez-faire”.
Resulta esencial percatarse de lo
inexorablemente malsano de cualquier política monetaria del mismo modo
que es altamente inconveniente la politización de la lechuga o de los
libros. Este es el consejo, entre otros, de los premios Nobel en
economía Hayek y Friedman en su última versión. Cualquier dirección que
adopte la banca central ya sea para expandir, contraer o dejar la base
monetaria inalterada, alterará los precios relativos con lo que las
señales en el mercado quedan necesariamente distorsionadas y el
consiguiente consumo de capital se torna inevitable que, a su turno,
empobrece a todos.
Por último, para no recargar una nota
periodística, es del caso destacar la voltereta de Keynes para apoyar al
proteccionismo aduanero que, a diferencia de lo que sostenía con
anterioridad, según su último criterio favorece el empleo y la actividad
económica tal como, entre otros, subraya R. F. Harrod basado en
extensas citas consignadas en La vida de John Maynard Keynes,
cuando justamente esa política obliga a una mayor inversión por unidad
de producto lo cual naturalmente se traduce en una menor cantidad de
productos adquiridos a mayor precio y con una menor calidad, lo cual
significa que se reduce la productividad y, por ende, se contraen
salarios e ingresos en términos reales.
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