Por Lorenzo Bernaldo de Quirós
Con dosis de ignorancia
histórico-económica supinas adobadas por una ideología trasnochada en
busca de revancha, los adalides de la progresía bien pensante acusan al
capitalismo y a sus maléficos representantes, los financieros, de ser
los causantes de la crisis que azota la economía norteamericana y, por
contagio, la mundial. Ante este dramático panorama, el Estado se
convierte en la solución a todos los problemas y en el instrumento para
salvar al propio capitalismo de las consecuencias inevitables a las que
lleva su incontrolada dinámica. Esta tesis que lleva camino de
transformarse en una "verdad popular" carece de la más mínima
justificación. El huracán que sacude los mercados financieros y la
economía real es el resultado de un monumental "fallo de Estado",
representado por las pésimas políticas monetarias y regulatorias
adoptadas por los EE.UU.
Todas las corrientes del pensamiento
económico desde las representadas por el keynesiano Hyman Minsky hasta
las monetaristas de Allan Meltzer, las austriacas de George Reisman o
las eclécticas de Michael D. Bordo coinciden en un hecho relevante: la
crisis hubiese sido imposible o hubiese tenido menor intensidad sin la
laxa estrategia monetaria aplicada por la Reserva Federal entre 2001 y
2004. Esta fue la causa que determinó el exuberante e irreal aumento del
valor de los activos bursátiles y reales, el desaforado endeudamiento
de las empresas y de las familias y el inevitable desplome de ese
castillo de naipes, construido sobre una expansión crediticia
espectacular, cuando las presiones inflacionarias forzaron a endurecer
la política del instituto emisor estadounidense. Esto es de manual y no
resiste la menor crítica técnica.
La anterior hipótesis ha mantenido una
constancia histórica indiscutible. La totalidad de las fases de auge y
depresión experimentadas por la economía norteamericana, han tenido su
origen en la actuación desplegada por la FED. Desde su creación en 1913
ha sido, en numerosas ocasiones, el factor determinante del ciclo
económico norteamericano y ha mostrado una falta de capacidad proteica
para estabilizar la economía y el sistema financiero. El grueso de la
historiografía económica contemporánea demuestra con una apabullante
rotundidad esta afirmación y no existe ninguna teoría alternativa sólida
capaz de refutarla.
El segundo falso villano del drama
son los mercados financieros. Desde esta óptica, el binomio
liberalización-innovación sería otro factor básico de la crisis, la
justa y merecida retribución divina a los pecados de orgullo, codicia y
envidia de los especuladores. Pues bien, este planteamiento es falso.
Desde los años treinta los mercados de activos financieros han estado
entre los sectores más concienzudamente regulados de la economía. La
emergencia de los productos e instrumentos que están en el epicentro del
terremoto --derivados, titulaciones, CDOs etc.-- han sido el resultado
directo e indeseado de la regulación y de la estructura impositiva,
porque ambas alteran los diferenciales de rentabilidad de los activos y
así crean nuevas oportunidades para explotar los beneficios
proporcionados por la innovación.
Los intervencionistas que pretenden
utilizar el poder del Estado para contener la ola de la innovación
financiera se exponen a un fracaso espectacular. Los vigilantes de los
mercados de capitales de cualquier país que no se resignen a aceptar una
función limitada y cuyas intervenciones normativas eleven el costo de
operar en ellos sólo lograrán la ansiada estabilidad si los nacionalizan
de iure o de facto lo que tendría costos prohibitivos para su
crecimiento económico. En cualquier caso, para justificar la
intervención del Estado, los ciudadanos tienen derecho a solicitar no
sólo amonestaciones generales sobre los excesos de los mercados
financieros, sino razones de fondo para creer que la intervención es
segura y efectiva, lo que está lejos de ser probable.
El autor es Presidente de
Freemarket International Consulting en Madrid, España, y académico
asociado del Cato Institute (www.elcato.org).
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