La metáfora de la mano invisible
Por Alberto Benegas Lynch (h)
Hay en la naturaleza un orden
espontáneo, es decir, una coordinación de múltiples tareas que no son
dirigidas por una persona o entidad central sino que son consecuencia de
millones de acciones que operan en base a incentivos y desincentivos
que las mismas relaciones sociales ponen de manifiesto. Imaginemos las
infinitas tareas que los hombres desarrollan cotidianamente desde que se
levantan hasta que se acuestan y las consecuencias queridas y, sobre
todo, las no queridas o no buscadas que las mismas generan. Es imposible
que una mente o un agencia central pueda conocer y dirigir esta madeja
intrincada y compleja de interrelaciones, y no es solo porque las
variables son de una cantidad inmensa (lo cual podría ser eventualmente
resuelto con una computadora de suficiente memoria) sino porque no se
conoce ni puede conocerse ex ante la información
correspondiente ya que las valorizaciones son de carácter subjetivo y se
ponen de manifiesto frente a la acción concreta (ni el propio sujeto
actuante conoce a ciencia cierta lo que hará la semana que viene, podrá
conjeturar pero al cambiar las circunstancias modificará sus acciones,
prioridades y preferencias).
Entonces, este conocimiento está
fraccionado en millones de actores que van revelando sus gustos a media
que actúan y cuando se pretende dirigir este bagaje de información ex post,
en lugar de aprovechar el referido conocimiento e información dispersa
se concentra ignorancia y se producen desajustes de diversa magnitud.
Esta es la diferencia medular entre la llamada planificación estatal y
la sociedad abierta.
Los derechos de propiedad juegan un rol
esencial en la vida cotidiana, Bernardo Krause explica en su artículo
“El contrato como herramienta de la libertad” como, en gran medida,
nuestras actividades cotidianas se descomponen en una serie interminable
de contratos. Nos levantamos a la mañana y tomamos el desayuno (estamos
en contacto con transferencias de derechos de propiedad a través de la
compra-venta, sea del refrigerador, el microondas, el pan, la leche, la
mermelada, los cereales, el jugo de naranja o lo que fuere). Tomamos un
taxi, un tren, un bus y llevamos los hijos al colegio (contratos de
adquisición, de enseñanza, de transporte). Estamos en el trabajo
(contrato laboral), encargamos a nuestra secretaria ciertas tareas
(mandatos) y a un empleado un trámite bancario (contrato de depósito),
para solicitar un crédito (contrato de mutuo) o para operar ante cierta
repartición (gestión de negocios). Alquilamos un inmueble para las
vacaciones (contrato de locación), ofrecemos garantías (contrato de
fianza). Nos embarcamos en una obra filantrópica (contrato de donación).
Resolvemos los modos de financiar las expensas de nuestra oficina o
domicilio (contrato societario), etc. Este haz de contratos solo tiene
sentido si hay la posibilidad de usar y disponer de lo propio, de lo
contrario no hay posibilidad de transferir esos derechos.
Por otra parte, los derechos de
propiedad implican precios, es decir, la manifestación de las
valoraciones recíprocas. Si no hay propiedad privada no hay precios y
viceversa y, como lo demostró Ludwig von Mises, donde no hay precios, no
hay posibilidad alguna de evaluación de proyectos, de contabilidad o de
cálculo económico en general. Si no hay propiedad y, consiguientemente
precios, no es posible saber donde es más conveniente asignar los
siempre escasos factores de producción. Ahora bien, para generar
desarticulaciones y derroches de capital, no es necesaria la abolición
de la propiedad tal como proponen de jure los comunistas o de facto los
fascistas o nacionalsocialistas. En la medida en que el aparato estatal
intervenga en los precios, se van debilitando esos indicadores clave.
Muchas veces lo he citado a John Stossel
en su ejemplo del trozo de carne envuelto en celofán en el supermercado
imaginando el proceso en regresión sin que nadie hasta el último tramo
esté pensando en aquel producto final. Primero el agrimensor que mide
terrenos y lotes en los campos, los alambradores y las fábricas de
alambre con sus transportes, cartas de crédito, oficinas y funcionarios.
Quienes colocan los postes y los largos períodos de forestación y
reforestación, las máquinas para sembrar y cosechar, los plaguicidas,
pesticidas, fertilizantes con todas las empresas que significan tanto
vertical como horizontalmente. Los caballos para recorrer el campo y
apartar hacienda, las monturas y riendas, la contratación de peones. Los
toros, vacas, vaquillonas y terneros. Los camiones para el transporte,
los mercados de hacienda, los frigoríficos y, en cada caso, todas las
complejidades típicas de la actividad industrial, comercial y
financiera. En otros términos, millones de personas cooperando para que
estuviera en la góndola el trozo de carne envuelto en celofán listo para
su consumo. Todas esas millones de cooperaciones y coordinaciones se
realizaron a través de los precios de mercado y cuando surgen los
megalómanos que dicen “controlar” las operaciones y las múltiples
actividades, aparecen los faltantes y demás desajustes. Cuando se
sostiene que “no es posible dejar todo esto a la anarquía del mercado” e
irrumpen las juntas de planificación estatales, desaparecen de las
góndolas los bienes necesarios porque se producen estrepitosas
descoordinaciones.
Hay otras actividades que no están
vinculadas al mercado como las relaciones personales, la selección de
amigos a través de un proceso de prueba y error, las conversaciones en
las que se va creando algo mayor a la contribución de cada parte, el
matrimonio, la familia, el disfrutar de una poesía, una noche estrellada
o una puesta de sol, todo lo cual opera en base a conjeturas respecto a
incentivos y desincentivos que son coordinados por las partes en
infinitas y cambiantes relaciones personales que si estuvieran sujetas a
la administración del Leviatán se estropearía todo ya que
necesariamente sería diferente a lo que la gente libremente eligió.
Los autores más conspicuos en consignar,
sistematizar y elaborar sobre los fenómenos aquí mencionados han sido,
en orden cronológico, Mandeville, Adam Smith, Ferguson, Tolstoi, Michael
Polanyi y Hayek. El primero de los autores mencionados fue el primero
en tratar el concepto de la división del trabajo y en poner énfasis en
el proceso evolutivo en el plano cultural en cuanto a la selección de
normas (Darwin tomó esta idea para aplicarla a la evolución de las
especies). Samuel Johnson escribe que Bernard Mandeville le “abrió la
mirada frente a la realidad de la vida” y Alexander Pope le reconoce
gran valor literario. Pero a pesar de haber influido decisivamente sobre
autores tales como David Hume, James Mill, Kant, Voltaire, Montesquieu,
Condillac y el propio Adam Smith, son pocos los que explicitan haber
recurrido a esa fuente debido al lenguaje inconveniente y mordaz que
muchas veces emplea para el tratamiento de temas delicados. En todo
caso, uno de los aspectos medulares de La fábula de las abejas
(sobre la que hay dos tesis doctorales sobresalientes, una de F. B. Kaye
en 1917 en la Universidad de Yale y otra de Ch. Nishiyama de 1960 en la
Universidad de Chicago), puede resumirse en una cita de su capítulo
titulado “Investigación sobre la naturaleza de la sociedad” en el que se
lee que en todos los trabajos “como en tantas acciones deliberadas,
propias de las diversas profesiones y oficios que los hombres aprenden
para ganarse la vida, y en las que cada cual, aunque parezca que trabaja
para los demás, en realidad lo hace para sí mismo”. Este pensamiento
fue el disparador para que otros desarrollaran la idea que el interés
personal constituye el motor de la cooperación social en el sentido de
que en una sociedad abierta, cada uno, al buscar su propia satisfacción,
debe necesariamente procurar el bienestar del prójimo.
Adam Smith, en los tan conocidos pasajes de La riqueza de las naciones
destaca que “No debemos esperar nuestra comida de la benevolencia del
carnicero, del cervecero o del panadero, sino de su interés personal”
(por otra parte, en las primeras líneas de su Teoría de los sentimientos morales,
ya había dicho que “Por muy egoísta que se suponga sea una persona, hay
evidentemente ciertos principios en su naturaleza que lo interesan en
la suerte de otros y le procuran felicidad, a pesar de que no deriva
ninguna ventaja de ello como no sea el placer de observarla”). La
segunda cita tan difundida es la que apunta a que “El productor o
comerciante […] solamente busca su propio beneficio, y en esto como en
muchos otros casos, está dirigido por una mano invisible que promueve un
fin que no era su intención atender”(la mano invisible es una metáfora
para aludir al orden natural). Y es a esto a lo que precisamente alude
Adam Ferguson en su Historia de la sociedad civil al destacar
que lo que ocurre en las relaciones sociales “es consecuencia de
acciones humanas, más no del designio humano” y que “debemos recibir con
cautela las historia tradicionales sobre legisladores de la antigüedad y
fundadores de Estados […] Esta es la forma más rudimentaria en la que
podemos considerar el establecimiento de las naciones: atribuimos al
diseño aquello que ningún ser humano puede prever y que en la
concurrencia del estado anímico y sin la disposición de su época ninguna
autoridad puede hacer que un individuo ejecute”.
En esta mismísima línea argumental se despacha Tolstoi en el segundo apéndice de La guerra y la paz:
“Nuestra falsa concepción en cuanto a que un suceso es causado por una
orden que la precede se debe al hecho de que cuando el suceso ocurre
debido a miles de otras decisiones que eran consistentes con ese evento,
nos olvidamos de esas otras” y así la historia se describe malamente
“tenemos historias de monarcas […] pero no la historia de la vida de la
gente”.
Michael Polanyi en The Logic of Liberty explica
que “Cuando el orden se logra entre seres humanos a través de
permitirles que interactúen entre cada uno sobre la base de sus propias
iniciativas -sujetas solamente a las leyes que se aplican uniformemente a
todos ellos- tenemos un sistema de orden espontáneo en la sociedad.
Podemos entonces decir que los esfuerzos de estos individuos se
coordinan a través del ejercicio de las iniciativas individuales y esta
auto-coordinación justifica sus libertades en el terreno público […] El
ejemplo más extendido del orden espontáneo en la sociedad -el prototipo
del orden establecido por una `mano invisible`- estriba en la vida
económica basada en el conjunto de individuos en competencia”.
Por su parte, Hayek comienza The Fatal Conceit. The Errors of Socialism
diciendo que “Este libro argumenta que nuestra civilización depende, no
solo respecto a sus orígenes sino en su preservación, de lo que puede
describirse con precisión como un orden extendido de la cooperación
social, un orden comúnmente conocido, aunque de algún modo engañoso,
como capitalista. Para comprender nuestra civilización uno debe apreciar
que el orden extendido no resulta del designo humano ni de su
intención, sino espontáneamente”. Como una nota al pie decimos que, en
1983, Hayek, en el trabajo sobre los premios Nobel en economía editado
por Armen Alchain, escribió que hasta su presentación en el Economics
Club de Londres de 1936 (publicada al año siguiente) suscribía las
posiciones convencionales, después de lo cual “hice un descubrimiento y
dos invenciones” (lo primero referido al conocimiento disperso y la
respectiva coordinación, y los segundos referidos a la privatización del
dinero y la “demarquía”).
La visión hayekiana da en la tecla del
asunto que consideramos: la arrogancia y la presunción de conocimiento
de los planificadores estatales, se oponen a las planificaciones
individuales que construyen un orden que no estaba en sus planes crear
pero que sus pequeñas contribuciones y cooperaciones sociales libres y
voluntarias, en sus reducidos y específicos ámbitos, producen y permiten
que se disfrute ese orden resultante que denominamos civilización. En
resumen, cuando no se deja que opere “la mano invisible” de la
cooperación entre las personas, irrumpe la “garra visible” del Leviatán.
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