Iván Alonso señala que en la vida real la justicia no puede ser totalmente predecible, pero si es deseable que esta no sea arbitraria.
Pongámonos en un extremo. Si la justicia fuera absolutamente predecible, si las partes en conflicto pudieran anticipar con total certeza el contenido de una sentencia, no habría necesidad de recurrir al juez. Sus propios abogados podrían decirles quién tiene la razón, quién debe compensar a quién y cómo. ¿Para qué litigar si ya se sabe cuál va a ser el resultado?
En ese mundo ideal, las disputas comerciales acabarían con un entendimiento más o menos amigable. Nadie perdería tiempo demandando o defendiéndose. Sería una garantía para la inversión. Los derechos de los inversionistas estarían protegidos; protegidos aún sin tener que llegar nunca a un tribunal.
Pero sucede que los hechos en disputa rara vez son meridianamente claros. ¿Se cumplió o no se cumplió una obligación? Una parte alega que el incumplimiento fue tardío; la otra, que la tardanza no causó un daño a su contraparte o que se debió a algo que esta última hizo o dejó de hacer. ¿Cuál fue el detonante del problema? ¿Cuál era exactamente la obligación? ¿Qué consecuencias tuvo el presunto incumplimiento? ¿Qué expectativas se vieron frustradas?
Los jueces tienen no solamente que establecer los hechos relevantes, sino interpretar el acuerdo entre las partes. Pero los contratos tienen ambigüedades, vacíos y contradicciones. ¿Qué cláusula debe prevalecer y cómo hay que entenderla?
Las leyes tampoco están libres de ambigüedades, vacíos y contradicciones. Una fábrica de caramelos se instala junto a un consultorio. La vibración de las máquinas no deja al doctor auscultar a sus pacientes. ¿Quién tiene el derecho de paralizar las actividades ajenas para continuar con las propias? ¿Sería diferente si la fábrica hubiera estado ahí antes que el doctor?
La complejidad del mundo en que vivimos no quiere decir, sin embargo, que hablar de la predictibilidad de la justicia sea un sinsentido. En el extremo opuesto de la certeza absoluta no está la incertidumbre, sino la arbitrariedad.
Lo que se espera de los jueces, en primer lugar, es la capacidad de separar la paja del trigo. Cada parte tiene una historia que contar, y en cada historia hay cosas importantes y cosas accesorias. No es predecible la justicia si los jueces se dejan confundir. Una sentencia justa tiene que versar sobre la materia en disputa, nada más y nada menos.
Se espera además que juzguen en función de lo que fue el acuerdo entre las partes (si acaso hubo alguno). Una justicia predecible no debe introducir elementos ajenos a lo que era la común intención. Los jueces no pueden reescribir un contrato, que es, en efecto, lo que hacen cuando imponen obligaciones adicionales a una de las partes o limitan sus derechos en nombre de algún ideal político o por un sentido de solidaridad o conmiseración con la otra.
Las reformas procesales pueden hacer más predecible la justicia, ciertamente; pero mucho más depende del criterio —y éste, a su vez, de la formación— de los jueces.
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