Inmigración (XL): visión libertaria y gradualista
Por Francisco Moreno
“La
solución definitiva a los problemas migratorios no surgirá mientras los
presentes estados-naciones no se desmiembren en un número cada vez más
pequeño de unidades políticas y el conjunto de bienes públicos que vaya
quedando en los mismos no sea totalmente privatizado”. Jesús Huerta de
Soto.
“Un
individuo tiene derecho a decidir quién puede vivir, trabajar o comprar
en su propiedad, pero no tiene derecho alguno a decidir quién puede
vivir, trabajar o comprar en su país”. Albert Esplugas y Manuel Lora.
“… si se deja libre a los hombres, consiguen más de lo que la razón humana individual podría jamás proyectar o prever”. Hayek.
La visión libertaria pone en tela de
juicio la legitimidad de los gobiernos en proclamar un derecho para
dejar fuera de su territorio a personas de otra procedencia. Solo bajo
un sistema de libre mercado puro existiría verdadera legitimidad de los
propietarios para excluir a terceros de permanecer en su propiedad en
cualquiera de sus formas. El poder del Estado y de su brazo ejecutor, el
gobierno, al prohibir o limitar excesivamente la inmigración actúa de
facto como si fuese el dueño indirecto de todo el territorio que está
bajo su jurisdicción.
En tanto en cuanto el territorio
nacional ha sido estatizado, parece lógico que el propietario de ese
territorio (el Estado) tenga la obligación de gestionarlo. A partir de
ese momento, el Estado se convierte con toda “naturalidad’, como dice Pascal Salin,
en aquél que define los derechos de exclusión respecto a un territorio
que ha sido previamente estatizado en gran medida. La nación es fruto de
un orden espontáneo pero los colectivistas la identifican
automáticamente con un Estado-nación; la consecuencia lógica de ello y
difícil de evitar es que se estatice su territorio, así como los
servicios desplegados en él como la educación, la sanidad, los servicios
en red o “bienes públicos” y, finalmente, se ponga también la propiedad
de sus propios ciudadanos al servicio y dictado de la moderna
estructura del Leviatán.
El Estado, a fin de cuentas, arrebata a
los individuos el derecho a la discriminación en sus interrelaciones con
los demás. Se arroga competencia exclusiva e indiscutida sobre la
llamada política de inmigración y define quién cae en la categoría de
extranjero o no, de residente legal o no. El Estado posee, así, la
facultad de decidir sobre lo que concierne a las relaciones privadas
entre las personas (por ejemplo, prohibiendo vender, contratar
laboralmente o alquilar un inmueble a los señalados como extranjeros por
el propio Estado según el criterio de nacionalidad o residencia legal).
En estos casos, decide en lugar de los individuos.
Por ello, las restricciones a la
inmigración suponen a la postre restricciones a la libertad de los
nativos y demás residentes ya que en las actuales sociedades
multi-raciales es imposible distinguir entre ambos grupos. Los controles
no se limitan a las fronteras sino que alcanza a toda la actividad de
las personas en el interior de las mismas. Regular la inmigración supone
controlar no solo quiénes llegan sino también dónde residen, dónde
viajan y lo que hacen o dejan de hacer; lo que necesariamente implica
relacionarse con los demás nativos y residentes a los que necesariamente
hay que controlar y monitorizar. Tal y como nos explica
Chandran Kukathas, y pese a lo desagradable que nos resulte su
conclusión, las restricciones a la inmigración erosionan la libertad de
los nativos por los mismos motivos que lo hacía el apartheid de
Sudáfrica pues implican grandes esfuerzos masivos para separar grupos,
muchos de cuyos miembros desean interactuar entre sí.
Es un error dar por sentado que
los vínculos sociales y laborales entre individuos de diferentes
nacionalidades deban ser siempre centralmente racionados y reprimidos
por los gobernantes de cada Estado. Las extremadas barreras a
la inmigración establecidas por meros criterios burocráticos impiden o
dificultan en gran medida dichos vínculos.
La visión libertaria postula que sólo el
derecho de propiedad puede ejercer propia y legítimamente el derecho de
exclusión. Por tanto, en un mundo que estuviera estructurado en
millones de propiedades individuales o plurales, donde las relaciones
humanas tuvieran una base totalmente contractual y, por tanto, hubiera
también una miríada de agencias privadas de viaje y de seguridad que
garantizasen el acceso a cada medio de transporte y una entrada y salida
ordenada de dichas propiedades privadas, el fenómeno de la migración
tendría un sentido completamente diferente al actual.
Se desplegaría en toda su extensión el teorema de Coase:
si los derechos de propiedad son seguros y transferibles y los costes
de transacción son bajos porque las instituciones así lo propician, las
personas (tanto la que piensan que ganarían con la inmigración como la
que pensasen lo contrario) intercambiarían sus propiedades de todo tipo
para alcanzar incontables acuerdos que redujeran los costes de las
externalidades negativas que trajera consigo la inmigración.
Hasta aquí la teoría; pero como hemos visto en otro comentario anterior, no hace falta llegar a este desiderátum para dejar de hacer lo correcto en el mundo real de nuestros días o para proponer medidas innovadoras
sin necesidad de abrir completamente las fronteras a los inmigrantes.
Es pertinente tomar en consideración la advertencia de Anthony de Jasay
de que en tanto en cuanto haya extensas parcelas apropiadas por el
Estado (infraestructuras, servicios públicos, terreno o áreas públicas,
etc.) es absurdo considerarlas como tierra de nadie y permitir
alocadamente la irrestricta entrada y ocupación libre de las mismas por
parte de los inmigrantes provenientes del exterior pese a que no invadan
propiedad privada. Una cosa es abogar por flexibilizar las
restricciones actuales a la inmigración y otra muy distinta es proponer
la apertura total de fronteras sin tener en cuenta la situación híbrida
(pública-privada) de la propiedad tal y como se da en nuestros días y,
su corolario, la creciente presión y esfuerzo fiscales que recaen en el
contribuyente para mantener y conservar el actual estado de cosas.
El liberalismo no podrá nunca hermanarse
por completo con el conservadurismo, pues a este último le aterra el
cambio o adentrarse en territorio desconocido.
Hay, sin embargo, objetores liberales a
una inmigración más abierta o porosa a la actual aduciendo que, mientras
no tengamos un libre mercado auténtico y mientras exista un generoso o
dispendioso Estado de “bienestar”, dicha liberación de la movilidad de
las personas en el mundo sería contraproducente. Pienso que es un error
de enfoque porque las barreras habría que ponerlas en otro sitio
(es decir, en el acceso a las prestaciones sociales). Otros liberales,
por su parte, abogan por una mayor inversión y ayuda hacia los países en
desarrollo o el desmantelamiento, incluso, de las barreras al comercio
con la falsa impresión de que el desarrollo reducirá los flujos
migratorios. Los que emigran son los que están por encima del nivel de
pobreza absoluta. un mayor desarrollo incrementaría la inmigración, no la reduciría.
Incurren en contradicción aquellos que
defienden el mercado libre y la propiedad privada y, al mismo tiempo,
abogan por fuertes barreras a la inmigración. Conceden a los
representantes del Estado una legitimidad absoluta en la gestión de la
propiedad no solo de los aeropuertos, puertos, carreteras, plazas y
calles sino de facto también en la de todo el territorio de la nación,
prevaleciendo su poder y su criterio sobre el de los demás propietarios
de haciendas, inmuebles y negocios particulares allí radicados. La
disponibilidad del individuo sobre la propiedad que le corresponda está
mediatizada por la expansión creciente de las funciones del Estado.
Éste, ente otras muchas injerencias, la expropia parcialmente mediante
la limitación en su propiedad o negocio a que pueda contratar, alquilar o
pactar con extranjeros no autorizados.
La única manera de alcanzar una sociedad
plenamente respetuosa con los derechos individuales es trabajar y
persuadir para lograr avances incrementales y simultáneos en todas y
cada una de las áreas en donde alguna liberación sea posible. A saber:
suprimir aranceles y demás barreras a la importación de productos
extranjeros, reducir impuestos y simplificar la normativa fiscal a
empresas y particulares, alejar las pensiones de las decisiones
políticas y capitalizar las cotizaciones, abrir por completo al sector
privado la prestación de servicios en el área de la enseñanza y de la
salud, abogar por la supresión de los privilegios sindicales y
bancarios, defender una moneda sólida (“libertad acuñada” según la
definía Dostoyevski), evitar unos tipos de interés permanentemente
manipulados, un inflacionismo monetario y una represión financiera
promovidos por los monopolios estatales de los bancos centrales,
eliminar subvenciones y gasto público superfluo, mejorar el entorno
legal para ofrecer mayor seguridad jurídica, exigir rendimiento de
cuentas y mayor transparencia a los gobernantes, permitir un más amplio
ejercicio del derecho a la autodefensa de los ciudadanos, derribar
rigideces en la contratación laboral, revocar leyes antitrust que
protegen empresas ineficientes, reducir la creciente intervención del
Estado sobre la economía, exigir regulaciones más neutras y favorables a
la actividad empresarial en general, dar la bienvenida a toda
innovación disruptiva pese a que pueda ocasionar problemas a los ya
establecidos… y promover una política más abierta y menos hostil hacia
la inmigración.
Ninguna de estas medidas podrá
alcanzarse probablemente nunca en su plenitud, pero no por ello se ha de
cejar en el empeño de lograr una sociedad más libre y dinámica en su
conjunto, no por parcelas estancas, y evitar el engrandecimiento
continuo -hipertrofia ya- de los poderes del Estado. Esto también atañe a
una mayor libertad en la movilidad laboral internacional, sin las
tantísimas trabas ni cortapisas actuales.
Solo así podremos acoger lo imprevisto y abrazar el cambio con alguna garantía de éxito.
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