Carlos Alberto Montaner
A principios de la década de los noventa viajé a Moscú en varias
oportunidades. El mundo había sido testigo de dos sucesos asombrosos: la
pacífica desintegración de la URSS y la disolución por decreto del
partido comunista más grande y fuerte del planeta. Ya gobernaba Boris
Yeltsin, con quien, a su paso por Estados Unidos, había compartido una
interesante mañana, en la que pude darme cuenta del increíble nivel de
confusión e improvisación que existía en los altos mandos del Kremlin y
el intenso miedo que este político, nacido en los Urales, en los
confines de Europa, sentía a ser ejecutado por el KGB.
Curiosamente, el entierro de la URSS podía verse como una victoria del
nacionalismo ruso, que juzgaba ese desmembramiento como una suerte de
deseada liberación que libraba a Moscú de un rosario de incosteables
sanguijuelas. Sólo Cuba, en el remoto Caribe, había costado a los rusos
más de cien mil millones de dólares en inútiles subsidios a lo largo de
varias décadas. ¿Qué sentido tenía continuar sosteniendo a la Nicaragua
sandinista, agregar a la lista de satélites la Etiopía de Mengistu y la
Angola revoloucionaria, o insistir en la guerra colonial de Afganistán?
Entonces se repetía una audaz frase que sintetizaba esta pragmática
posición política: “Hay que liberar a Rusia de la URSS”. Al fin y al
cabo, aún podándole las adherencias imperiales, Rusia seguía duplicando
en tamaño a cualquiera de las otras grandes naciones de la tierra:
Estados Unidos, China, Canadá, Brasil o la India. El mundo veía a los
soviéticos como verdugos, mientras los rusos, en cambio, se percibían
como víctimas de una ideología que había hipertrofiado el perímetro de
sus responsabilidades económicas y militares en perjuicio del bienestar
de la propia población eslava.
Pero tal vez más sorprendente aún que la incruenta cancelación del
imperio soviético fue el dócil comportamiento del PCUS: sus veinte
millones de miembros acataron la orden de disolverse sin protestar, y el
país de Lenin, el país de la “gloriosa Revolución de Octubre”, meca y
mito de todas los revolucionarios radicales del siglo XX, a una
sorprendente velocidad enterró los dogmas y doctrinas
marxistas-leninistas con un universal gesto de fatiga.
En ese viaje a Moscú, tras entrevistarme con el canciller Andrei
Kozirev y el vicecenciller Georgi Mamedov para hablar de los inevitables
asuntos cubanos, por medio del escritor Yuri Kariakin, un gran
especialista en Dostoievski y en Goya, concerté un encuentro con
Alexander Yakovlev, un personaje que ya estaba fuera del gobierno, ex
embajador de la URSS en Canadá y tal vez el principal consejero e
ideólogo de Mijail Gorbachov. Quería escuchar en su propia voz una
explicación coherente sobre el proceso que había liquidado el sistema
comunista en la nación que por primera vez lo puso en práctica.
En ese momento Yakovlev era el funcionario clave de una fundación
creada por Gorbachov, e irónicamente nos recibió en el enorme despacho
que había ocupado Mijail Suslov hasta su muerte, ocurrida en 1982.
Suslov había sido el implacable defensor de la ortodoxia comunista, el
Torquemada de mano dura contra cualquier desviación de la obediencia al
Kremlin, ya fuera el trotskismo, el titoísmo o la revuelta húngara de
1956. Si existía un símbolo del drástico cambio ocurrido en la URSS era
que Yakolev estuviera sentado exactamente en el lugar que, en su
momento, ocupara el temido Suslov.
I. Un sistema contrario a la naturaleza humana
La historia que me contó Yakovlev merece ser repetida. Este héroe de la
Segunda Guerra Mundial, miembro prominente del Partido, a principios de
la década de los setenta se atrevió a escribir que el comunismo
soviético arrastraba un perverso componente de la historia zarista que
lo llevaba a ejercer la violencia indiscriminada contra la sociedad, lo
que, a su vez, impedía el desarrollo de la URSS en todo su enorme
potencial.
Tal vez para impedir que ese peligroso juicio se contagiara a otros camaradas, el entonces premier
Leonid Breznev, quien poco antes, tras la invasión a Checoslovaquia de
1968, había formulado la doctrina imperial que le concedía al PCUS el
derecho a decidir dónde y cuándo desplegar los tanques para preservar el
comunismo en el planeta, que era tanto como asignarle a la URSS el
derecho al uso indiscriminado de la violencia a escala internacional,
procuró a Yakovlev un exilio dorado, nombrándolo embajador en Canadá,
lejos de las intrigantes camarillas del Kremlin.
Pero el destino, como en el reino de Serendip, a veces desemboca
en el lugar exactamente contrario al procurado. Sucedió que un día
llegó a Canadá en viaje oficial un joven técnico en desarrollo agrario,
prometedora estrella del Partido Comunista, el señor Mijail Gorbachov, y
se reunió con su embajador Alexander Yakovlev, y estuvieron conversando
durante varios días, tal vez porque la misión de Gorchachov se prolongó
más de lo previsto o tal vez porque el avión de Aeroflot, la línea aérea soviética, se averió más de lo acostumbrado.
Es muy aleccionador pensar que aquellas pláticas amables pero
apasionadas entre dos personas inteligentes, que podemos imaginar
humedecidas por un buen vodka ruso, sin que nadie lo supiera, y sin que
los interlocutores lo sospecharan, cambiaron el rumbo de la humanidad.
Anécdota que nos recuerda la fragilidad de esa futurología mecanicista
basada en el acopio de información económica o en las predicciones de
los expertos.
Fue allí y entonces, aparentemente, donde Gorbachov se convenció de que
el comunismo era reformable si se eliminaba ese doloroso componente de
violencia que impedía el libre examen de los problemas. Fue allí y
entonces donde dos comunistas patriotas se persuadieron de que sabían
exactamente qué hacer para que el país más grande del mundo se
convirtiera, además, en el más rico, feliz y desarrollado.
Era necesaria la reforma, la luego tan mentada perestroika. Pero para que la reforma diera sus frutos había que quitar las cadenas al juicio crítico: eso era la glasnost,
la transparencia sin consecuencias ni represalias, la recuperación de
la verdad como instrumento de análisis y corrección de los males. Si a
la planificación colectivista y a la búsqueda de la justicia
distributiva inherentes al marxismo se agregaba la libertad, el
comunismo –concluyeron Yakovlev y Gorbachov– se convertiría en un modelo
imbatible para lograr la felicidad de los pueblos.
Andando el tiempo, de un modo casi mágico las cartas fueron cayendo
ordenadamente sobre la mesa: tras la muerte de Breznev el poder quedó en
manos de Yuri Andropov, un reformista moderado y prudente, ex jefe del
KGB y amigo de Gorbachov, quien de la mano de su poderoso protector
ascendió unos peldaños dentro de la burocracia soviética. Pero en 1984
murió Andropov y, en lo que parecía ser un retroceso, fue elegido
Konstantin Chernenko, un “duro” de la época de Breznev –fue su jefe de
gabinete–, mas llegó al poder a los 74 años, ya enfermo de muerte.
Apenas un año más tarde, en efecto, Chernenko murió, y es muy probable que ese hecho haya convencido a la nomenklatura
soviética de la necesidad de estabilizar la autoridad eligiendo a un
líder razonablemente joven y saludable capaz de dirigir el país durante
un largo periodo. Fue en ese punto en el que Mijail Gorbachov entró en
la historia por la puerta grande. Sólo tenía 53 años y proyectaba una
imagen vigorosa. Con él traería de la mano a Yakovlev, y lo colocaría al
frente del aparato de propaganda para defender el novomyshlenie, o nuevo pensamiento.
Los hechos que siguieron son más o menos conocidos. Gorbachov comenzó
por continuar las reformas emprendidas por Andropov, entre ellas la de
racionar el alcohol o aumentarlo significativamente de precio, dado que
este vicio supuestamente debilitaba la capacidad productiva del país
–una campaña en la que ya había fracasado el bueno de Nicolás II, último
zar de Rusia–, pero lo verdaderamente decisivo fue la tolerancia con
espacios de libertad crítica, que fueron aumentando de manera imparable
en círculos cada vez más amplios.
Poco a poco, los comentarios negativos dejaron de limitarse a los
problemas concretos de la economía y se empezó a cuestionar la esencia
del sistema soviético y los dogmas marxistas-leninistas. Todo ello
llegaba acompañado de una aguda crisis de producción y abastecimiento,
pero Gorbachov, lejos de amilanarse, extendió su voluntad de reformas al
campo de los satélites europeos. Finalmente, en octubre de 1989 cayó el
Muro de Berlín, y una tras otra casi todas las naciones de Europa
Central fueron abandonando el comunismo y el campo soviético.
¿Por qué Gorbachov –pregunté a Yakovlev y a Kariakin, ambos conocedores
íntimos del personaje–, pese a su temperamento enérgico, no intentó
frenar la descomposición de la URSS y del llamado “campo socialista”? La
respuesta que entonces me dieron me sigue pareciendo convincente:
porque en la psicología profunda de Gorbachov, o en eso a lo que
llamamos “carácter”, había un elemento genuino de aborrecimiento de la
violencia.
Gorbachov no ignoraba que se estaba desintegrando el mundo parido por
Lenin a partir de 1917, pero sabía que para mantenerlo sujeto era
indispensable sacar el Ejército Rojo a las calles y matar varios
millones de personas. Seguramente es lo que hubieran hecho Stalin,
Kruschov o Breznev, pero él era demasiado compasivo para ordenar una
carnicería de esa magnitud.
Tras la descripción histórica de los hechos, que consumió casi toda la
entrevista, le hice a Yakovlev una pregunta final: ¿en definitiva, por
qué fracasó el comunismo? Se quedó pensando unos segundos y me dio una
respuesta probablemente correcta, pero que hay que abordar con cuidado y
en extenso: “Porque –me dijo– no se adaptaba a la naturaleza humana”.
Las reflexiones que siguen van encaminadas a explorar esa premisa,
aunque se hace necesario cierto rodeo previo.
II. El marxismo y sus fracasos
En realidad, hay un primer elemento de bulto, extraído del método
científico, que indica que, en efecto, hay algo en el sistema comunista
que invariablemente conduce al fracaso. Cuando llevamos a cabo un
experimento en un laboratorio, y luego podemos repetirlo en las mismas
condiciones y los resultados son similares, de esta experiencia
extraemos reglas y conclusiones. Por la otra punta, cuando intentamos
obtener unos resultados previstos y realizamos el mismo experimento,
pero variando las circunstancias, y en ningún caso logramos esos
resultados la conclusión obvia debería ser que la premisa científica
estaba equivocada.
Test, por cierto que el propio Marx recomendaba vivamente, como se puede leer en su conocido ensayo Tesis sobre Feuerbach,
firmado junto a Engels, en el que el pensador alemán afirmaba: “El
problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad
objetiva no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la
práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la
realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio
sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la
práctica es un problema puramente escolástico”.
Apliquemos, pues, ese criterio de Marx a la experiencia comunista. La
premisa marxista establecía que al eliminar la propiedad privada y
planificar la producción se produciría una mejoría intensa del modo de
vida físico y espiritual de las personas, hasta alcanzar una sociedad
justa, equitativa, feliz, en la que no estuviera presente la violencia
coactiva del Estado porque éste habría desaparecido. Se llegaría a una
sociedad en la que ni siquiera serían necesarios los jueces y las leyes,
porque la convivencia entre los seres humanos estaría basada en una
forma de espontáneo altruismo capaz de armonizar fraternalmente las
necesidades e intereses de todas las personas.
Esta premisa se sustentaba en los supuestamente providenciales
hallazgos de Karl Marx en el terreno histórico, filosófico y económico,
que Engels sintetizó hábilmente en la oración fúnebre que le dedicara en
1883, en el momento de su muerte, y que cito textualmente:
“Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza
orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el
hecho, tan sencillo, pero oculto bajo la maleza ideológica, de que el
hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y
vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc.;
que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos,
materiales y, por consiguiente, la correspondiente fase económica de
desarrollo de un pueblo o una época es la base a partir de la cual se
han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones
jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los
hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al
revés, como hasta entonces se había venido haciendo.
Pero no es esto sólo. Marx descubrió también la ley específica que
mueve el actual modo de producción capitalista y la sociedad burguesa
creada por él. El descubrimiento de la plusvalía iluminó de pronto estos
problemas, mientras que todas las investigaciones anteriores, tanto las
de los economistas burgueses como las de los críticos socialistas,
habían vagado en las tinieblas”.
Engels pudo agregar que Marx también trató de explicar la crisis final
del capitalismo como resultado de una superproducción creciente,
producto de la falta de planificación, dado que cada codicioso
empresario ocultaba sus planes particulares a la competencia, acumulando
stocks invendibles que generarían grandes masas de desempleados o de
asalariados remunerados con sueldos decrecientes, provocando con ello
una catástrofe económica que sumiría a los trabajadores en una espiral
de progresiva miseria que no podía tener otro fin ni otro destino que la
revolución mundial para terminar con ese criminal modo de explotación.
Llegado ese punto, los obreros y campesinos –pero especialmente los
obreros, que eran los sujetos históricos que habrían adquirido
“conciencia de clase”- destruirían los Estados burgueses y los
sustituirían por “dictaduras del proletariado” provisionales, hasta
alcanzar el fabuloso mundo prometido por los marxistas.
Provistos de estas fantásticas ideas, que a ellos les parecían
“científicas”, aunque sólo eran hipótesis dudosas que casi
inmediatamente comenzaron a ser desmontadas por otros pensadores –como
Eugen von Böhm-Bawerk, quien ya en 1896 pulverizó la teoría del valor de
Marx y sus postulados sobre la plusvalía–, en diversas partes del
planeta numerosos reformadores sociales, llenos de buenas intenciones,
sin esperar a la crisis final del capitalismo, encontraron una
justificación para recurrir a la violencia, dada la santidad de los
fines que se perseguían.
Así las cosas, desde finales del siglo XIX y a lo largo del XX
surgieron figuras como Lenin, Trotski, Stalin, Kruschev, Tito, Enver
Hoxha, Todor Zhivkov, Fidel Castro, Che Guevara, Georgi Dimitrov,
Nicolás Ceaucesu, Mao, Tito, Walter Ulbricht, Kim Il Sung, Pol Pot y
otras varias docenas de líderes que compartían un prominente rasgo
biográfico: todos ellos se entregaron abnegadamente a una causa política
por la que padecieron persecuciones y sufrimientos, y por la que
arriesgaron la vida en numerosas oportunidades.
Sin embargo, ese no era el único elemento que los unificaba: todos
ellos, cuando ejercieron el poder dentro del sistema comunista, lo
hicieron cruelmente, asesinando y encarcelando a millones de personas,
acusándolas de traición, de rebelión o de simple desobediencia, cuando
en la infinita mayoría de los casos se trataba de personas simplemente
desafectas que sostenían puntos de vista diferentes o eran ex camaradas
desengañados con las ideas marxistas.
La represión brutal, pues, no parecía una aberración del sistema, sino
la consecuencia natural de tratar de implantar un tipo de sociedad
extraña a los valores y expectativas de las personas. Los
revolucionarios rusos llegaron al poder en 1917, y un año más tarde
Lenin ya daba la orden de crear “colonias penales” y de utilizar una
feroz represión contra mencheviques, kadetes o cualquier fuerza acusada
de simpatizar con los reformistas de Kerenski, tarea en la que Trotski
colaboró con criminal energía, como recuerdan los historiadores que se
han ocupado de la matanza de los marinos de Kronstadt.
Pero las instrucciones de Lenin iban más allá todavía: era importante
castigar indiscriminadamente, incluso a inocentes, para que nadie se
sintiera seguro y todos obedecieran. Era el principio del Gulag, que
luego Stalin continuaría con entusiasmo vesánico hasta dejar varios
millones de muertos en las cunetas y calabozos, baño de sangre al que
añadiría los juicios públicos a comunistas acusados de colaborar con el
enemigo, farsas que solían culminar con la autoconfesión de crímenes
nunca cometidos, gritos de militancia revolucionaria y la posterior
descarga de los fusiles y el tiro en la nuca.
Naturalmente, no hay nada desconocido en esta rápida descripción del
terror comunista en las primeras tres décadas de su implantación en la
URSS, pero a donde quiero llegar es a la siguiente observación:
exactamente eso, o algo muy parecido, ocurrió luego en Bulgaria y en
Rumanía, en Checoslovaquia y en Hungría, en China y en Corea del Norte,
en Cuba y en Etiopía. Donde quiera que se implantaba el totalitarismo
comunista aparecían el paredón de fusilamientos, las innumerables
cárceles, las torturas, los juicios públicos, los siempre vigilantes
cuerpos de delatores, la paranoica policía política, permanentemente
dedicada a la búsqueda de traidores contactos con el exterior, los
pogromos, los atropellos sin límite, las persecuciones a las minorías
ideológicas, sexuales y, a veces, étnicas, y el control total de la vida
de las personas, que ya ni siquiera podían emigrar, porque el deseo de
marcharse resultaba ser una prueba clara de deslealtad a la patria.
Daba exactamente igual que el proceso lo dirigiera un abogado cubano
como Fidel Castro, educado por los jesuitas, un ex seminarista cristiano
como Stalin, un maestro como Mao, un militar como Tito o un afrancesado
y tímido burgués como Pol Pot. No era una cuestión de personas, sino de
ideas y de métodos: todos no podían ser psicópatas malignos. No había
diferencia en que se tratara de regímenes impuestos por el ejército
soviético, como ocurrió en varios países de Europa Central, o que fueran
el resultado de revoluciones, guerras civiles o golpes autóctonos, como
en Albania, Cuba, China o Etiopía: el resultado -admitidas algunas
diferencias de grado más que de fondo- acababa por ser muy parecido,
como si la implantación del comunismo inevitablemente trajera aparejada
una sanguinaria manera de maltratar a los seres humanos.
¿Por qué esa cruel fatalidad? ¿Cómo personas bien intencionadas,
altruistas, que creen dedicar sus vidas a la redención de sus
conciudadanos, incurren en esas monstruosidades? Seguramente, porque
sacrificaban cualquier juicio moral con relación a los medios que
utilizaban con tal de alcanzar los fines que se habían propuesto.
Eso se ve con toda claridad en un párrafo clave del Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental –un cónclave planetario de guerrilleros, terroristas y radicales comunistas de medio mundo congregado en La Habana en 1966– enviado
por el Che Guevara, quien entonces preparaba su aventura boliviana, en
el que el médico argentino reivindicaba “el odio como factor de lucha,
el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las
limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva,
violenta y selectiva máquina de matar”. Odiar y matar a los enemigos era
exactamente lo que debía hacer el revolucionario en nombre del amor a
la humanidad, y por ello no debía sentir la menor vacilación o pena.
Esta fanática certeza en las creencias comunistas, que ha convertido a
Stalin, al Che, a Pol Pot y a tantos revolucionarios en criminales
políticos, tiene, además, dos consecuencias nefastas. Por una parte, los
lleva a crear un lenguaje compatible con el odio, inevitablemente
precursor de la agresión. Los adversarios ideológicos son siempre
“gusanos”, “apátridas”, “vendepatrias”, “lamebotas del imperialismo”, es
decir, una gentuza infrahumana que se puede suprimir sin
contemplaciones con un balazo en la cabeza o se puede internar para
siempre entre rejas, como se hace en los zoológicos con los animales
peligrosos.
La segunda consecuencia de esta actitud dogmática es el autismo moral.
En general, quienes permanecen fieles a las creencias comunistas se
cierran totalmente a otros estímulos intelectuales críticos o a
proposiciones más razonables, enterrando la cabeza en la arena, como
afirman que hacen los avestruces cuando se sienten en peligro.
¿Cómo seguir creyendo en el análisis económico marxista tras la
refutación impecable de Bohm-Bawerk y otros miembros destacados de la
Escuela austriaca? ¿Cómo insistir en las bondades de la planificación
centralizada cuando Ludwig von Mises, ya en 1922, en su obra Socialismo
demostró la imposibilidad del cálculo económico en sociedades
complejas, el valor de los precios como un sistema de señales y el
mercado como la manera menos ineficiente de asignar recursos,
prediciendo, de paso, el inevitable fracaso del entonces incipiente
experimento soviético? ¿Cómo sostener el materialismo dialéctico y la
superstición de que la historia se comporta de acuerdo con las leyes
supuestamente descubiertas por Marx tras ponderar las reflexiones de
Karl Popper sobre el historicismo? ¿Cómo insistir en la culpabilización
de Occidente si se ha leído con detenimiento El opio de los intelectuales de
Raymond Aron o los seminales ensayos de Isaiah Berlin? ¿Cómo no
coincidir con Hayek cuando advierte que el camino socialista conduce a
la servidumbre, o con Hanna Arendt cuando explica los tortuosos
mecanismos que destruyen el equilibrio emocional en los regímenes
totalitarios y generan ese odioso sentimiento de indefensión con que ese
tipo de omnipresente dictadura castra y marca a los ciudadanos?
Los marxistas, prisioneros de una injustificada arrogancia intelectual,
para poder insistir cómodamente en sus errores descalificaban las
observaciones de sus adversarios sin necesidad de conocerlas, o
recurrían a una obscena aspereza en el lenguaje, siempre encaminada a
tratar de destruir a los autores, no a sus ideas, y muy especialmente
cuando se referían a personas de izquierda o ex comunistas que habían
escapado de la secta y contaban sus valiosas experiencias, como Arthur
Koestler, André Malraux, Albert Camus, George Orwell, John Dos Passos,
Octavio Paz, Joaquín Maurín, Eudocio Ravines, Mario Vargas Llosa, Plinio
Apuleyo Mendoza, Jorge Semprún y otras varias docenas o quizás centenas
de valiosos intelectuales y pensadores desencantados con la praxis
marxista-leninista, invariablemente calificados de agentes de la CIA,
de asalariados de Wall Street o, más genéricamente, de “lacayos al
servicio del imperialismo”.
Otras circunstancias, los mismos resultados
¿Sería acaso un problema cultural? ¿Habría tal vez culturas más
proclives a ejercer la violencia o a aceptar la tiranía y otras en las
que el comunismo podía arraigar de manera más suave y natural? No
parece. El comunismo se intentó en el enorme imperio ruso, en el que
coincidían cien pueblos distintos; en la Alemania del Este, corazón de
Europa, desarrollada y culta; en Checoslovaquia y Hungría, dos
fragmentos gloriosos del viejo Imperio Austrohúngaro; en el mosaico
yugoslavo; en la Albania culturalmente desovada por Turquía; en China,
en Vietnam, en Camboya, en Corea del Norte; en Cuba y Nicaragua; en el
África negra de Angola y Etiopía. Y en todos fue un desastre.
Se intentó en pueblos de raíz greco-cristiana, como Rusia, Bulgaria y
Rumanía; en pueblos católicos, como Hungría, Cuba o Nicaragua; en
pueblos cristiano-protestantes, como Alemania o Checoslovaquia; en
pueblos islamizados, como Albania, ciertas porciones de Yugoslavia y
algunas repúblicas del Turquestán soviético; en otros de tradición
confuciana, budista y taoísta, como China, Camboya, Vietnam y Corea del
Norte. Y en todos fracasó.
Lo ensayaron sociedades de origen eslavo, germánico, chino,
subsahariano, latino, hispanoamericano, escandinavo y turcomano, y todas
concluyeron en el desastre, el abuso, la pobreza y la mediocridad. Un
fracaso del que sólo conseguían salvarse abandonando el sistema, o del
que todavía hoy intentan huir mixtificándolo con medidas carácterísticas
de las sociedades occidentales tomadas de la economía de mercado.
Pero, ¿cómo y por qué podemos afirmar que se trata de experimentos
fracasados? ¿No habla la propaganda comunista de sociedades dotadas de
extendidos sistemas de salud y educación, en las que no existe el
desempleo y todas las personas disfrutan de unos bienes mínimos,
suficientes para sostener una vida feliz? Naturalmente, éxito y fracaso
son siempre juicios relativos, pero, como en los laboratorios, contamos
con experimentos de control y contraste que nos permiten calificar de
total desastre la experiencia comunista: tras la Segunda Guerra Mundial
varios países y sociedades homogéneas se dividieron en los dos sistemas
antagónicos que durante medio siglo disputaron la Guerra Fría. Hubo dos
Alemanias, dos Coreas, y dos o varias Chinas: la continental, Taiwán,
Hong Kong, incluso Singapur. Hubo una Austria neutral en la que se
instauró la democracia y se insistió en la economía de mercado, mientras
Hungría y Checoslovaquia –los otros dos grandes fragmentos del viejo
Imperio Austrohúngaro– quedaban tras el Telón de Acero.
La comparación de los resultados no ha podido ser más humillante para
el sistema comunista. Alemania Occidental, Austria, Corea del Sur, las
Chinas capitalistas se desarrollaron mucho más eficaz y humanamente,
desplazándose hacia formas de convivencia cada vez más democráticas y
respetuosas de los derechos civiles, como sucediera en Taiwán y en Corea
del Sur, convirtiéndose en un poderoso polo de atracción para quienes
tuvieron la desgracia de quedar al otro lado de los barrotes.
Las sociedades capitalistas no eran perfectas, por supuesto, y no
estaban exentas de graves problemas, pero el flujo migratorio indicaba
la clara preferencia de los pueblos. Nadie saltaba el muro en dirección
al Este. Los chinos que lograban huir pedían asilo en Taiwán o en Hong
Kong, nunca en el paraíso de Mao. La mayor parte de los prisioneros
norcoreanos cautivos en Corea del Sur, terminada la guerra en 1953,
imploraron no ser devueltos al país del que provenían. Cuba, tras ser un
importante refugio de inmigrantes a lo largo del siglo XX, a partir de
la revolución se convirtió en un pertinaz exportador de balseros y
emigrantes.
Los Estados comunistas, como observara la profesora y diplomática
norteamericana Jeanne Kirkpatrick, eran las primeras entidades políticas
de la historia que construían murallas no para evitar las invasiones,
sino para impedir las evasiones de sus desesperados súbditos, y no hay
un juicio más certero para medir la calidad de una sociedad que la
dirección en que se desplazan los migrantes.
¿Sería, acaso, un problema de recursos materiales? Tampoco: resultaba
evidente que el comunismo fracasaba en todas las circunstancias
materiales posibles, aun cuando tuviera enormes posibilidades de
triunfar. La URSS contaba con inmensos recursos naturales, mayores que
los de cualquier otro país. Ucrania había sido el granero de Europa
hasta la Primera Guerra Mundial. Bulgaria y Rumanía tenían una buena
experiencia en el terreno agrícola. Alemania del Este, Checoslovaquia y
Hungría poseían una antigua tradición industrial y científica, y podían
exhibir un copioso capital humano formado en notables universidades.
Todos esos países crearon un mercado común articulado en torno al
Comecon –la respuesta soviética al Plan Marshall y a la Comunidad
Económica Europea– y coordinaban sus esfuerzos económicos, financieros e
investigativos.
Sin embargo, todos esos factores positivos no eran suficientes para
generar riqueza, tecnología o avances científicos en la cuantía en que
Occidente lo lograba, y, visto ya con cierta perspectiva, resulta casi
inexplicable que, con ese inmenso potencial a su servicio, el bloque
comunista no haya sido capaz de originar siquiera una sola de las
grandes revoluciones tecnológicas del siglo XX: la televisión, la
energía nuclear, los antibióticos, la biotecnología, los vuelos
supersónicos, los transistores o la computación. Sólo en un aspecto, el
de carrera espacial, los soviéticos tomaron la delantera, por un corto
periodo, tras el sputnik lanzado en 1957, pero ese episodio más
bien parecía un subproducto de la cohetería militar, una industria
favorecida por el Kremlin, donde también habría que inscribir la
impresionante actividad espacial posteriormente desplegada por Moscú.
No obstante, todavía existía una coartada final para no admitir que el
marxismo partía de una serie de errores intelectuales originales que
conducían al fracaso a todos los líderes, en todas las culturas y hasta
en las más prometedoras circunstancias materiales. Ese pretexto era la
idea de que existía un “socialismo real” que fracasaba por errores
humanos en su torpe implementación y no por el carácter equivocado de
los planteamientos originales. Se negaban a aceptar, entre otras
evidencias, la melancólica observación de Yakovlev: el comunismo,
sencillamente, no se adapta a la naturaleza humana. Exploremos ahora las
razones de esta esencial incompatibilidad.
III. La naturaleza humana
Durante buena parte de los siglos XIX y XX psicólogos, sociólogos,
filósofos y biólogos discutieron apasionadamente sobre la esencia de la
naturaleza humana. El núcleo del debate era muy escueto: unos opinaban
que, fundamentalmente, el hombre era el resultado de la influencia
externa, mientras los otros se decantaban por explicarlo como
consecuencia de factores genéticos. Por un tiempo, un sector tal vez
mayoritario del mundo académico, seguramente horrorizado por la
experiencia del nazismo, negó con vehemencia que los seres humanos
tuvieran instintos o tendencias innatas, y hasta se consideró
“reaccionario” y “racista” suponer que la herencia y la biología jugaban
un papel preponderante en la conducta de las personas.
No obstante, en la segunda mitad del siglo XX, con la concesión del
Premio Nobel en 1973 al etólogo austro-alemán Konrad Lorenz por las
investigaciones y reflexiones volcadas en su libro On Agression,
en medio de un agrio debate académico que dura hasta nuestros días, se
fortaleció una especie de neodarwinismo que tuvo otro hito fundamental
en los postulados de los sociobiólogos, capitaneados por Edward O.
Wilson desde la publicación de sus libros Sociobiology (1975) y On human nature (1978).
A partir de ese momento fue creciendo exponencialmente el número y la
importancia de quienes pensaban que los seres humanos, como todas las
criaturas, estaban sujetos a las fuerzas de la evolución, lo que
permitía explicar la conducta, los sentimientos y las actitudes como
formas de adaptación a esa misteriosa urgencia de perpetuación de las
especies que gobierna a todos los seres vivos. A esa visión
neodarwiniana, en general contrapuesta a la postura de los científicos
sociales más cercanos al marxismo, también se le llamó “funcionalismo”:
la existencia de instituciones como el matrimonio y la familia, de
creencias religiosas o de comportamientos agresivos frente a los
extraños podían explicarse como estrategias innatas de supervivencia de
nuestra especie, involuntariamente aprendidas y aprehendidas durante
cientos de miles de años de constante evolución.
Si aceptamos esta premisa teórica, y si convenimos en que la clave del
éxito en cualquier sociedad es el capital humano de que se dispone, sus
virtudes cívicas, la disposición que se muestre para el trabajo y la
coherencia y adecuación entre el sistema de convivencia y los rasgos
psicológicos de quienes deben habitarlo, ¿qué elementos de los
planteamientos marxistas y del modelo de organización comunista del
Estado contradecían la naturaleza humana y afectaban negativamente a la
sociedad y, por ende, al proceso de creación de riquezas? A mi juicio,
varios, todos ellos vinculados a la psicología profunda de la especie, y
para facilitar su comprensión creo que vale la pena consignar diez de
los más importantes, aunque sea de manera esquemática:
1. El colectivismo y la represión al ego
El más evidente de esos elementos contrarios a la naturaleza humana era
la imposición violenta de diversas expresiones del colectivismo que
negaban o reprimían la pulsión egoísta radicada en la psiquis de las
personas sanas. El totalitarismo convertía el reclamo de prestigio y
distinción personal -uno de los grandes motores de la acción humana- en
una suerte de conducta antisocial castigada por las leyes y
estigmatizada por la moral oficial, olvidando que las personas necesitan
fortalecer su autoestima mediante el reconocimiento social basado en
la singularidad de sus logros.
Naturalmente, esa represión al egoísmo y a la búsqueda de
reconocimientos iba acompañada por grotescas formas sustitutas del
éxito, como las distinciones oficiales a los “héroes del trabajo” dentro
de la tradición stajanovista, pero la artificialidad de este
sistema de premios, generalmente entregados en ceremonias ridículas,
inevitablemente vinculados a la docilidad bovina de los elegidos,
acababa por perder cualquier tipo de prestigio social, vaciándolo
totalmente de contenido emocional.
2. El altruismo universal abstracto contra el altruismo selectivo espontáneo
El colectivismo exhibía, además, otra faceta inmensamente negativa:
decretaba la obligatoriedad de una especie de altruismo universal
abstracto -los obreros, la humanidad, el campo socialista- mientras
combatía el altruismo selectivo espontáneo, dirigido al círculo de las
relaciones más íntimas, que es, realmente, el que moviliza los esfuerzos
de los seres humanos: al desaparecer la propiedad privada ya no era
posible dotar a los hijos de elementos materiales que garantizaran su
bienestar. Ese fuerte instinto de protección que lleva a padres y madres
-especialmente a las madres- a sacrificarse por sus descendientes y a
posponer las gratificaciones personales en aras de sus seres queridos
quedaba prácticamente anulado por la imposibilidad material de
transmitirles bienes.
Era, pues, un sistema que inhibía y penalizaba dos de las actitudes y
comportamientos que más influyen en la voluntad de trabajar y en la
consecuente creación de riquezas: la búsqueda del triunfo personal y la
protección y el mejoramiento de la familia. ¿Cómo asombrarse, pues, de
los raquíticos resultados materiales del totalitarismo comunista, cuando
el sistema, generalmente impuesto por la violencia, suprimía las
motivaciones más enérgicas que tienen las personas para trabajar con
ahínco?
3. La desaparición de los estímulos materiales como recompensa a los esfuerzos
Pero ni siquiera ahí terminaban los refuerzos negativos que debilitaban
la voluntad de trabajar en las personas comunes y corrientes: el
marxismo proponía como meta la lejana obtención de un paraíso siempre
situado en la inalcanzable línea del horizonte. El sistema exigía el
sacrificio constante en beneficio de generaciones futuras, privando a
los trabajadores de una recompensa efectiva e inmediata conseguida como
resultado de sus desvelos, ignorando que, si algo se sabe con toda
certeza en el terreno de las motivaciones, es que existe una relación
directa entre el nivel de esfuerzo y la inmediatez de la recompensa
obtenida: mientras mayor sea y más próxima se encuentre la recompensa,
más intenso será el esfuerzo por obtenerla.
¿Cuánto tiempo y cuántas generaciones de trabajadores podían realmente
defender con entusiasmo un sistema que les negaba o aplazaba sine die una legítima compensación por sus desvelos?
4. La falsa solidaridad colectiva y el debilitamiento del “bien común”
Como consecuencia del colectivismo y de la desaparición de estímulos
materiales asociados al esfuerzo personal, en todos los Estados
comunistas se producía, además, un paradójico fenómeno que Marx no supo
prever: la solidaridad colectiva, lejos de fortalecerse con el
comunismo, fue desvaneciéndose hasta hacerse imperceptible. Nadie
cuidaba los bienes públicos. La verdad oficial era que todo era de
todos. La verdad real era que nada era de nadie, y, en consecuencia, a
nadie le importaba robar al Estado, dilapidar las instalaciones
colectivas o abusar sin contemplaciones de los servicios ofrecidos,
actitud que generaba una letal combinación entre el despilfarro y la
escasez propia del sistema.
En los Estados comunistas la obsolescencia de los equipos era
asombrosa: los tractores, los vehículos de transporte o cualquier
maquinaria que se entregaba a los trabajadores tenía una vida útil
asombrosamente breve, acortada aún más por la permanente falta de piezas
de repuesto, típica de las economías centralmente planificadas. Nadie
cuidaba nada porque las personas no conseguían asumir mentalmente la
idea del “bien común”. Lo que era del Estado -un ente opresor remoto e
incómodo- no les pertenecía a ellas, y no había razón para protegerlo.
Esto se veía con claridad en el entorno urbano característico de las
ciudades regidas por el socialismo, siempre sucio, despintado, mal
iluminado, con edificios en ruinas. A un país como Alemania del Este, la
más próspera de las naciones comunistas, las cuatro décadas que duró el
comunismo no le alcanzaron siquiera para recoger todos los escombros de
la Segunda Guerra mundial. En La Habana, destruida por la incuria sin
límite del castrismo, mientras los automóviles oficiales al servicio de
la nomenklatura apenas duraban dos o tres años, los viejos coches
de los años cuarenta y cincuenta, todavía en manos de particulares, se
mantenían circulando heroicamente. La diferencia entre el destino de
unos y otros era una forma silenciosa, pero efectiva, de demostrar la
ineficiencia sin paliativos del socialismo y el inmenso costo material
que esa característica le imponía a la sociedad.
5. La ruptura de los lazos familiares
Por otra parte, el colectivismo y la imposibilidad de colaborar con el
bienestar de la familia no parecían ser un producto fortuito de la
desaparición de la propiedad privada, sino una consecuencia
conscientemente buscada por la dictadura totalitaria en su afán por
romper los lazos familiares, con el objetivo de forjar hombres y mujeres
que no estuvieran sujetos a la moral tradicional. De ahí las comunas
chinas, las escuelas en el campo cubanas o el rechazo brutal camboyano a
la vida urbana durante la tiranía de Pol Pot: se trataba de romper
bruscamente los vínculos de sangre para crear una hermandad fundada en
la ideología, donde la fuente única para la transmisión de los valores
fuera el omnisapiente Partido. Por eso en todos los gobiernos comunistas
se cantaban las glorias de los niños que vencían los prejuicios de la
lealtad burguesa y eran capaces de delatar a la policía política a sus
padres o hermanos cuando éstos violaban las normas de la doctrina.
Ni siquiera se podía amar a quien no exhibiera las señas de identidad
comunistas o, más genéricamente, “revolucionarias”. En Cuba, por
ejemplo, desde los años sesenta el castrismo decretó el fin de cualquier
contacto con familiares “desafectos” o exiliados, y centenares de miles
de familias interrumpieron sus vínculos tajantemente. Hijos, padres y
hermanos, divididos por la militancia política por órdenes implacables
del Estado, dejaron de hablarse o escribirse. En los expedientes
policíacos, en las planillas de admisión a los centros de estudio y en
las empresas se inscribía el dato peligroso: “El acusado mantiene
relaciones con familiares que viven en el exterior”. Otras veces la
advertencia giraba en torno al círculo de amigos: “El acusado mantiene
relaciones con contrarrevolucionarios conocidos”.
Mas esa brutal manipulación de las zonas afectivas de las personas
tenía un alto costo emocional: las personas, obligadas por el miedo,
obedecían al Estado y renunciaban a los lazos familiares o amistosos
comprometedores, pero secretamente se distanciaban aún más del Estado
que las obligaba a esa abyecta mutilación de sus querencias.
6. Las instituciones estabularias
Consecuentemente, el totalitarismo negaba y reprimía cualquier forma de
organización que no estuviera sujeta al control y escrutinio de la
cúpula gobernante. La sociedad no podía espontáneamente generar
instituciones para defender ideales o intereses legítimos. La
participación estaba limitada a los pocos cauces creados por la cúpula:
el Partido, las organizaciones de masas, los parlamentos unánimes, los
sindicatos amaestrados, y en ninguna de esas instituciones oficiales las
personas se veían realmente representadas.
De forma contraria a la tradición histórica, el comunismo era un
sistema conscientemente dedicado a desatar lazos y a disgregar las
estructuras espontáneas y naturales de vinculación generadas por la
sociedad, sustituyéndolas por correas de transmisión de una autoridad
arbitraria y represiva disfrazadas de cauces artificiales de
participación, aun cuando eran, en realidad, verdaderos establos en los
que “encerraban” a los ciudadanos para lograr su obediencia.
¿Resultado de esa cruel estabulación de las personas? Un creciente
sentimiento de enajenación en el conjunto de la población, incapaz de
sentirse representada y mucho menos defendida por un sector público
percibido como extraño y ajeno.
7. Del ciudadano indefenso al ciudadano parásito
Sin embargo, el pecado comunista de someter a la obediencia a los
ciudadanos mediante la coacción, y de cortarles las alas para que no
pudieran pensar, organizarse ni crear riquezas por cuenta propia, traía
implícita su propia penitencia: convertía a las personas en unos
improductivos parásitos que esperaban del Estado los bienes y servicios
que éste no podía proporcionarles, precisamente por las limitaciones que
había impuesto a la sociedad.
Ese ciudadano indefenso se convertía entonces en un consumidor
permanentemente insatisfecho, constantemente obligado a violar las
injustas reglas a que era sometido mediante el robo y el mercado negro,
debilitando con ello las normas éticas que deben presidir cualquier
organización social justa y razonable.
8. El miedo como elemento de coacción y la mentira como su consecuencia
En todo caso, ¿cómo lograban los comunistas ese grado de control
social? Lo conseguían por medio de una desagradable sensación física
omnipresente en las sociedades dominadas por el totalitarismo: mediante
el miedo. Miedo a la represión. Miedo a los castigos físicos y morales.
Miedo a ser expulsado de la universidad o del centro de trabajo. Miedo a
ser despojado de la vivienda. Miedo a la cárcel. Miedo a los
aterrorizantes pogromos. Miedo a las golpizas. Miedo a los paredones de
fusilamiento. Sólo que el miedo, como todo refuerzo negativo -afirmación
en la que no se equivocan los psicólogos conductistas-, es un estímulo
precario que genera reacciones contraproducentes.
Entre ellas, tal vez las más graves son el fingimiento, la simulación y
la ocultación. Mentir es la especialidad de las sociedades regidas por
el comunismo. Miente el Partido cuando defiende planteamientos que sabe
falsos o inalcanzables. Mienten los funcionarios cuando informan sobre
los resultados de la gestión a ellos encomendada, generalmente mal
ejecutada por falta de medios. Mienten los jerarcas cuando presentan
resultados deliberadamente distorsionados. Mienten los militantes o los
indiferentes cuando deben opinar sobre los logros supuestamente
obtenidos.
Pero, lo que es aún más grave, todos, tirios y troyanos, enseñan a sus
hijos a mentir, porque en el sistema comunista, al revés de lo que
asegura la Biblia, la verdad no nos hace libres, sino nos lleva
directamente a la cárcel. Sólo que esa atmósfera de falsedades -que en
Cuba llaman de “doble moral”, o de “moral de la yagruma”, una hoja que
tiene dos caras de distintos colores- se transforma en una fuente del
cinismo más descarnado y destructor, terrible medio para la creación de
riquezas, como revela una frase que se oía en todas las sociedades
regidas por el comunismo: “Ellos (el Estado) simulan pagarnos; nosotros,
a cambio, simulamos trabajar”.
9. La desaparición de la tensión competitiva
De forma tal vez previsible, un modelo de organización como el
comunismo, que introduce en la sociedad unas artificiales tensiones
psicológicas basadas en el miedo y en la permanente incoherencia entre
lo que se cree, lo que se dice y lo que se hace, simultáneamente
destruye una tensión natural que contribuye a la mejora de la especie:
la urgencia por competir.
En efecto, los seres humanos tienden a competir en prácticamente todos
los ámbitos de la convivencia. Desde el simple intercambio de criterios
entre varias personas, muy estudiado por la dinámica de grupos, en donde
inconscientemente todos procuran establecer y colocarse dentro de una
cierta jerarquía, hasta las competiciones deportivas, en las que resulta
obvia la búsqueda del triunfo, las mujeres y los hombres luchan por
destacarse y escalar posiciones de avanzada.
Desgraciadamente, dentro del sistema comunista, donde las únicas
instituciones que existen son las diseñadas artificialmente por el
Partido y donde las iniciativas que se permiten son sólo las que emanan
de la cúpula dirigente, los individuos creativos son casi siempre
marginados y no encuentran campo para desarrollar sus sueños y
proyectos. Los “héroes” y “capitanes de industria”, como les llamaba
Thomas Carlyle, impelidos por la naturaleza para llevar a cabo
impetuosas hazañas sociales, están prohibidos, son perseguidos o se les
extirpa cruelmente de la vida pública si consiguen hacerse
peligrosamente visibles.
Es muy probable que en países como la URSS o Checoslovaquia, donde
había un alto nivel educativo, existieran personas como William
Schockley, uno de los creadores del transistor, o jóvenes inquietos como
Steven Jobs, padre del computador personal Apple, pero ¿cómo las buenas
ideas se transforman en acciones concretas en sistemas sociales
cerrados, guiados por dogmas infalibles y administrados por burocracias
políticas, ciegas y sordas ante cualquier iniciativa novedosa?
El éxito aplastante de sociedades como la norteamericana, comparadas
con las comunistas, se debe, en gran medida, a las inmensas
posibilidades de actuación que tienen los individuos creativos donde
existen libertades individuales e instituciones que favorecen el talento
excepcional. Es muy notable que un genio como Thomas Alva Edison haya
patentado más de mil inventos, entre ellos la bombilla de luz eléctrica,
o que un estudiante llamado Bill Gates haya creado un software
ingenioso para ser utilizado como sistema operativo en las computadoras,
pero tan admirable como la obra de estas personas es que vivían en
sociedades que potenciaban el paso vertiginoso de la idea al artefacto y
del artefacto a la empresa.
Edison no sólo inventó la bombilla: además creó la empresa para
distribuir la electricidad y cobrar por el servicio. Gates no sólo
perfeccionó el lenguaje Basic y le dio un destino concreto como
pieza clave de las computadoras personales: también, en un humilde
garaje y ayudado por cuatro amigos, creó una empresa, Microsoft,
que en veinte años estaría entre las mayores del planeta. De haber
nacido ambos en el mundo comunista, lo probable es que la creatividad y
energía que los impulsaba a trabajar, competir y triunfar se hubiera
disuelto lentamente bajo el peso letal de un sistema concebido para
destruir casi cualquier iniciativa espontáneamente surgida en su seno.
10. La necesidad de libertad
A esta represión del espíritu de competencia hay que agregar la fatal
supresión de las libertades implícita en toda forma de organización
social montada sobre la existencia de dogmas inapelables, como sucede
con la escolástica marxista.
¿Por qué recurrir a la expresión “escolástica marxista”? Porque en el
marxismo, como en el método escolástico medieval, las verdades ya son
conocidas, y aparecen consignadas en los libros sagrados de la secta
escritos por las autoridades. En el marxismo lo único que les es dable a
las personas, especialmente si ocupan puestos destacados, es confirmar
la sagacidad de las autoridades con ridículos ditirambos como “Gran
timonel”, “Máximo líder”, “Querido líder”, “Padre de la patria”,
muestras todas de las formas más degradadas de culto a la personalidad.
Pero sucede que la libertad para informarse, examinar la realidad y
proponer cursos de acción no es un lujo espiritual prescindible, sino
una de las causas de la prosperidad en las sociedades modernas. Si hay
una definición bastante exacta del hombre es la de “ser que se informa
constantemente”. No es una casualidad que el saludo más extendido en la
especie humana sea: “¿Qué hay de nuevo?”. ¿Por qué? Porque el rasgo
característico de la especie es la permanente transformación del medio
en el que vive, y eso significa un cambio constante en los peligros que
acechan y en las oportunidades que surgen.
Tenían razón, pues, Yakovlev y Gorbachov cuando pensaban que la libertad para intercambiar información sin miedo -la glasnost-
era el camino para aliviar los enormes problemas de la URSS, pero se
equivocaron al creer que el sistema comunista era reformable. No lo era,
como finalmente me admitió Yakovlev, porque contrariaba la naturaleza
humana. Eso lo condenaba al fracaso.
IV. Epílogo
Sólo que la evidencia no es suficiente para convencer a cierta gente de
la inviabilidad del comunismo. Un profesor y amigo me contaba que había
acudido a un país latinoamericano para dictar una conferencia sobre el
fin del marxismo; a las puertas de la universidad lo esperaba una
elocuente pancarta: “Marx ha muerto: ¡viva Trotski!”.
Y así es: decenas de fracasos en otros tantos países y en diversas
circunstancias, contemplados a lo largo de muchas décadas, no han
bastado para convencer a algunas personas indiferentes a la realidad.
¿Por qué? Tal vez porque el marxismo, aunque falso, aporta un
diagnóstico sencillo, elemental y comprensible de los males sociales; un
diagnóstico al alcance de cualquier persona, por limitada que sea su
educación o por escasa que resulte su capacidad de análisis. Tal vez,
porque la disparatada terapia que propone posee esas mismas
características. También, porque las utopías, causantes de las mayores
catástrofes de la historia, son siempre seductoras para un porcentaje de
la sociedad que prefiere delirar a observar y reflexionar.
Sin embargo, el hecho de que algunas personas insistan en un error no
es una forma indirecta de validarlo. Es, simplemente, una muestra de
terquedad irracional, de la que hay otros miles de ejemplos en la
historia.
En todo caso, no olvido una triste observación que me hizo Yuri
Kariakin, marxista en sus años mozos y demócrata en su vejez, mientras
esperábamos a Yakovlev: “¡Qué raro y desproporcionado es el marxismo!
Durante nuestra juventud -me dijo-, en pocos días nos llenamos la cabeza
de porquerías e insensateces ideológicas, pero luego nos toma muchos
años sacarlas del cerebro”.
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