Por Álvaro Vargas Llosa
Colombia está en campaña. Todavía no se
sabe qué día tendrá lugar el plebiscito para refrendar o no los acuerdos
de paz negociados entre el gobierno colombiano y la organización
terrorista Farc, ni se conoce el texto definitivo de lo pactado, pero la
naturaleza sui géneris de este controvertidísimo proceso dicta que las
campañas del “Sí” y el “No” estén ya en marcha.
De un lado están quienes (el gobierno,
las Farc, partidos que van desde los de la Unidad Nacional hasta la
izquierda, la mayoría de medios de comunicación, sectores amplios de la
Iglesia y un abanico de la sociedad civil, bajo la coordinación del ex
Presidente César Gaviria) apuestan por el “Sí”; del otro, en favor del
“No”, están Alvaro Uribe y su Centro Democrático, una parte del Partido
Conservador, la Procuraduría, sectores de la sociedad civil vinculados
al interior del país, algunas Iglesias evangélicas y estamentos que han
sido parte de la guerra contra las Farc. Los sondeos también están
divididos, aunque los más independientes dan hoy una victoria al “No”
con algo más del tercio de los votos y un margen de cuatro puntos o más
sobre el “Sí”.
Los acuerdos de paz son un parteaguas
moral, político y social que en el mejor de los casos acabará con la
lucha armada terrorista y la respuesta violenta del Estado, pero dejará a
la sociedad enconada por mucho tiempo. Ello, porque los detractores de
los acuerdos no aceptan el precio de la paz, o para ser más exacto,
creen que el precio es tan alto que no significa la paz. Y porque los
partidarios del “Sí” están convencidos de que, no habiendo sido el
Estado capaz de derrotar por la vía militar a las Farc, la paz exige
pagar un precio que, hechas las sumas y restas, pesa menos en la balanza
que el fin de la guerra (incluso este término, “la guerra”, es
controvertido: supone, a juicio de los críticos, poner en pie de
igualdad a los terroristas y al Estado legítimo).
El lema del “No” -al menos el más
audible hasta ahora, expresión del propio Uribe- dice: “Nos queda la
opción de decir sí a la paz votando ‘No’ al plebiscito”. Es, pues, una
opción por una vía distinta hacia la paz, que no queda del todo clara,
salvo que pase por la solución militar que no ha existido desde que en
1964 un grupo de ex guerrilleros liberales, supérstites de la guerra
civil contra los conservadores, se alzó en armas. Pero la respuesta del
oficialismo y de los partidarios del “Sí” es un lema que quiere cargar
de fuerza moral y política los acuerdos de paz, deslegitimando los
deseos de paz por vía alternativa de los del “No”: “Quien vote ‘No’ al
plebiscito está votando por la guerra”.
Estamos, quienes observamos desde fuera y
tenemos amigos en ambos “bandos” y respetamos los argumentos
enfrentados, en un dilema atroz. Si nos inclinamos por los acuerdos de
paz, al menos la versión conocida hasta hoy, que es parcial aunque
amplia, estamos optando por aceptar que no hay otra vía hacia la paz que
un alto grado de impunidad para los delitos y crímenes de lesa
humanidad cometidos por el terrorismo y por el Estado que, en respuesta,
violó los derechos humanos. Si nos inclinamos por rechazar que esa sea
la mejor vía hacia la paz, estamos optando no por una solución
alternativa, sino por la reanudación de los enfrentamientos con la
esperanza de que, bajo una fuerte presión del Estado, sea posible
obligar a las Farc a aceptar castigos reales y limitaciones drásticas a
su participación política y civil.
Visto todo esto con la distancia
filosófica, si se me permite la ironía, que da el no estar atrapado en
el pantano moral que significa ser colombiano hoy, quizá lo ideal es lo
que está pasando. Porque si vence el “Sí”, la enorme fuerza movilizadora
de los del “No” y en particular de ese caudillo potente que es Uribe
darán a Colombia cierta garantía de vigilancia y presión para evitar , o
al menos limitar, los peores excesos que se teme que pueda producir la
puesta en práctica de los acuerdos. Y, viceversa, si triunfa el “No”, la
inversión emocional y psicológica que han hecho millones de colombianos
esperanzados en dejar atrás 52 años de muerte y sangre tal vez impida
que todo regrese a la “normalidad”, es decir que vuelva la violencia
como se la conocía hasta el cese el fuego de las Farc y el gobierno, y
fuerce una revisión de los acuerdos de tal forma que, aunque
postergados, acaben dándose con mayor consenso.
Trato de decir que, dada la grieta que
separa a los colombianos, el hecho de que ambos bandos tengan mucha
fuerza acaso sea la mayor garantía de que en el futuro, cualquiera que
sea el resultado, las cosas irán mejor que antes.
Sorprende que los del “Sí” y los del
“No” no alcancen, sumados, ni siquiera el 70% del voto en los sondeos,
dado el alto grado, más de 20%, de respuestas no comprometidas. Salvo
que se trate de personas que no quieren revelar su verdadera intención,
esto sugiere que un sector está indeciso a pesar de que el debate lleva
cuatro años (los cuatro años, o casi, que dura la negociación, primero
en Oslo en secreto, y luego en La Habana) o, lo más probable, que se
siente marginal a la propia discusión porque su grado de desafección o
escepticismo es mayor que su conciencia respecto de lo que está en
juego. Quizá es de esperar que, en estos tiempos de rechazo a la clase
dirigente, especialmente a la vertiente política, en todo el mundo,
también muchos colombianos se sientan ajenos a la vida pública en manos
de los de siempre. Pero no deja de llamar la atención, tratándose de
algo que no es una elección presidencial sino un plebiscito sobre
acuerdos de paz después de medio siglo de violencia terrorista de la
guerrilla marxista y grupos paramilitares de signo contrario.
Los hechos objetivos -si tal cosa
existe- demuestran que la sociedad colombiana, volcada con la
negociación de la paz hace cuatro años, se ha ido deslizando hacia el
escepticismo o el temor. Que no más de 30 y pico por ciento apoyen al
“Sí” en las mejores encuestas en este momento y que la Corte
Constitucional haya tenido que bajar el umbral de la victoria en el
plebiscito a 13% del censo electoral, da una idea de lo cuesta arriba
que lo tienen el gobierno de Juan Manuel Santos y los partidarios del
“Sí”. ¿Qué ha sucedido para que los colombianos se llenen de temores?
Fundamentalmente, dos cosas: la campaña exitosa de Uribe y compañía para
concentrar la atención de los ciudadanos en el costo de los acuerdos de
paz, que son muy altos, como lo son siempre en estos procesos, y la
ausencia de una comunicación inteligente por parte del gobierno a lo
largo de todos estos años, en parte por ineptitud y en parte porque,
para evitar que Uribe explotara la información parcial que se diera
desde el equipo negociador encabezado por el ex vicepresidente Humberto
la Calle o el propio gobierno, optó por un celo extremo en la
divulgación oficial de los avances de la negociación. La ausencia de
comunicación sistemática y de una estrategia de “venta” política en
simultáneo con los avances de la negociación en La Habana supuso una
ventaja para el uribismo y sus aliados.
No es este el lugar para desmenuzar los
complejos detalles de lo acordado. Basta con decir que en lo esencial
los acuerdos de paz suponen que las Farc dejarán las armas y gozarán de
una significativa impunidad además de derechos políticos, con una
participación garantizada aun si no tienen en este momento respaldo
popular. Habrá un uso amplio y generoso de los instrumentos de la
amnistía y el indulto para los que hayan participado en la violencia (de
cualquiera de las partes, incluyendo al Estado, por supuesto). En el
caso de altos mandos y jefes, se establecerá una responsabilidad
criminal con sanciones muy leves, que no incluyen la cárcel para quienes
hayan aceptado su participación en hechos de violencia, colaborado en
las reparaciones para las víctimas y renunciado a repetir sus actos
ilegales. Sólo quienes hayan cometidos crímenes mayores y no hayan
aceptado su responsabilidad tendrán cárcel efectiva, aunque muy corta,
siendo reservadas las condenas mayores, de entre 15 y 20 años, sólo para
quienes hayan cometido los más graves actos de violencia y pierdan el
juicio.
Junto con la participación política de
las Farc, garantizada para la casi totalidad de los victimarios y que
pasará por la creación de circunscripciones especiales y probablemente
designaciones para el Senado sin urnas de por medio, el tribunal
especial que se ocupará de lo anterior -bajo el paraguas de la
Jurisdicción Especial para la Paz- es el más controvertido. Lo que no
quiere decir que no haya otros que susciten mucha indignación. Los hay,
como las zonas donde se ubicarán los miembros de las Farc una vez que
empiece la puesta en práctica de lo sustancial y la entrega de las
armas, proceso que durará 180 días.
Que unos 15 mil militares estén hoy en
la cárcel sentenciados a la espera de un juicio mientras el secretariado
de las Farc, liderado por “Timochenko”, disfruta de un estatus
internacional (toda clase de gobiernos y la propia ONU, que participará
en la parte final, los ven como parte legítima en una negociación de
igual a igual con el Estado) subleva a muchos colombianos. Uribe, el
Centro Democrático y muchos grupos críticos de esta negociación han
sabido apelar a esa sensibilidad en nombre de los más de siete millones
de víctimas (contando desde muertos hasta desplazados por la violencia)
para cargar de censura moral los acuerdos tal y como se los conocen.
Pero esto no habría bastado para que el
“No” se situara en ventaja frente al “Sí”. Ha sido necesario, además,
que el gobierno de Santos perdiera popularidad por su gestión en general
(que suscita el rechazo de 76% de la población), y que ello coincidiera
con el fuerte bajón económico debido al ciclo del petróleo y los
minerales, para que los partidarios del “No” pudieran hacer una
operación asociativa eficaz. Consiste en que el “No” equivalga a un
rechazo no sólo a las acuerdos negociados en La Habana sino a la gestión
del gobierno e incluso a fallas de la institucionalidad colombiana.
De allí que Santos haya pedido,
inteligentemente, a Gaviria ser el coordinador de la campaña del “Sí” y
que muchos grupos partidarios de los acuerdos, como el Verde y el Polo
Democrático, situados en la izquierda, no pierdan ocasión de
distanciarse del gobierno al mismo tiempo que piden en todo el país el
voto afirmativo.
El plebiscito lo ganará, por tanto, el
“No” si logra que un número bastante de colombianos asocie los acuerdos
con Santos en tanto que administrador del Estado, y lo ganará el “Sí” si
los partidarios del mandatario logran disociar ambas cosas en el
imaginario de los votantes. En esto se concentrarán ambas campañas, con
lo cual el resultado es una monumental ironía: se trata de un plebiscito
sobre Santos -tanto si se vota sobre él como si no se vota sobre él-
más que sobre los acordado en La Habana.
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