Por Carlos Alberto Montaner
Santiago de Chile. - He llegado al país
en medio de una algarabía, afortunadamente pacífica y civilizada. Es
domingo y decenas de miles de personas protestan contra las AFP.
Se quejan de las “Administradoras de
Fondos de Pensiones”, un sistema de jubilación fundado en cuentas
individuales de capitalización, más o menos como las 401(k) y las IRA
norteamericanas. Uno cotiza una parte de su salario en una cuenta que le
pertenece y, por lo tanto, después de cierta edad puede disponer de
esos recursos y transmitírselos a sus herederos cuando muere. El dinero
es suyo. No proviene de la acción benevolente de otros trabajadores.
Las AFP son empresas financieras
privadas que invierten el dinero que les confían los trabajadores en
instrumentos razonablemente seguros, de manera que los riesgos sean
mínimos. Cobran una media de 1.5% por manejar estos recursos. Hay unas
cuantas para que exista competencia en el precio y la calidad de los
servicios prestados.
Desde que el economista José Piñera creó
las AFP, a principios de la década de los años ochenta del siglo
pasado, la rentabilidad promedio anual ha sido del 8.4%. El gobierno se
limita a establecer reglas muy estrictas y a vigilar cuidadosamente a
las entidades financieras. Hasta hoy, en 35 años, no ha habido ningún
descalabro o escándalo.
La masa de ahorros hasta ahora generada
por las AFP es de aproximadamente 167 000 millones de dólares. Eso es
muy conveniente para la estabilidad del país. Un tercio de esos fondos
proviene de los depósitos directos de los trabajadores. Los dos tercios
restantes son los intereses producidos por estas imposiciones. Sin duda,
ha sido un magnífico negocio para los presuntos jubilados.
Hasta la creación de las AFP prevalecía
en Chile, como ocurre en casi todo el mundo, el modelo de fondos de
reparto. La cotización del trabajador iba a una caja general que se
ocupaba de pagar las pensiones de los jubilados o servía para financiar
los gastos fijos de la creciente empleomanía pública. En numerosos
países, con frecuencia, la plata de las personas retiradas de la tercera
edad termina en los bolsillos de algunos políticos y funcionarios
tramposos, o se dedica a otros menesteres.
Como sucede en Europa y en Estados
Unidos, la relación entre el número de trabajadores y el de jubilados
cada año que pasa es más problemática. Nacen menos personas,
especialmente en los países desarrollados o en vías de desarrollo, y
éstas viven muchos más años.
De ahí que los sistemas de jubilación
basados en el modelo de reparto están en crisis o se encuentran abocados
a ella. Fracasan por lo mismo que siempre terminan mal las “pirámides
Ponzi”, así llamadas por Charles Ponzi, un creativo estafador que pagaba
buenos dividendos a los inversionistas … mientras hubiera recién
llegados para hacerles frente a los compromisos.
Cuando comenzó el sistema de
capitalización, en Chile había 7 trabajadores por cada jubilado. Hoy hay
menos de 5. A mediados del siglo XXI serán 2. El sistema de
capitalización individual, más que una maniática predilección de los
liberales dictada por convicciones ideológicas, es el único modelo
posible de jubilación a medio plazo. Es mucho más seguro que el
trabajador tenga el control de sus ahorros que dejar esa delicada tarea a
la solidaridad intergeneracional o a las decisiones de los políticos.
¿Qué ha pasado en Chile? ¿Por qué se
quejan? La mitad de los trabajadores chilenos, especialmente las
mujeres, no cotizan habitualmente, o no lo han hecho por un tiempo
prolongado, y, como no han ahorrado lo suficiente, las pensiones que
reciben, en consecuencia, son pequeñas, y no les alcanza para
sobrevivir. Por eso protestan y desean que el Estado asuma las
responsabilidades de su ancianidad y les abone una pensión “digna”, sin
detenerse a pensar que ese supuesto derecho que están solicitando
airadamente consiste en una obligación para otros: quienes trabajen
deberán transferirle una parte de su riqueza.
Simultáneamente, los estudiantes
solicitan con gran ímpetu la gratuidad de los estudios universitarios,
mientras numerosos chilenos exigen la vivienda “digna” prometida por los
políticos en zafarrancho electoral, a lo que se agregan los servicios
médicos modernos y eficientes, igualmente “gratis”, propios de un país
de clases medias como es el Chile actual. No se entiende bien, por el
mismo razonamiento, por qué no solicitan alimentos, agua, vestido
electricidad y teléfonos gratis, elementos todos de primordial
necesidad.
Es una pena. Hace pocos años parecía que
Chile, tras un siglo XX de populismo de derecha y de izquierda, con una
población dominada por un Estado incompetente y voraz que la había
empantanado en el subdesarrollo y la pobreza, finalmente había
descubierto el camino correcto de la responsabilidad individual, el
mercado, la apertura y el empoderamiento de la sociedad civil como gran
actor empresarial y único creador de riquezas.
Se llegó a hablar, con gran ilusión, del
“modelo chileno” como el camino latinoamericano para alcanzar al Primer
Mundo. Con US$ 23 500 dólares de PIB per cápita (medido en poder
adquisitivo), Chile se ha puesto a la cabeza de Iberoamérica y exhibe un
bajo nivel de criminalidad, honradez administrativa y respeto por las
instituciones. No tardaría en alcanzar ese umbral del desarrollo que los
economistas sitúan en torno a los 28 o 30 mil dólares de PIB per
cápita.
Tal vez eso no suceda nunca. Una
reciente encuesta demuestra la creciente irresponsabilidad de muchos
chilenos convencidos de que la sociedad tiene obligatoriamente que
transferirles los recursos que ellos demandan del Estado, es decir, de
los otros chilenos.
Es una pena. Una parte sustancial de la
población ha regresado a las andadas populistas caracterizadas por
esgrimir derechos y evadir responsabilidades. Si Chile vuelve a hundirse
en la tembladera populista todos los latinoamericanos perderemos mucho.
Ellos, la prosperidad y quién sace si hasta la libertad. Nosotros nos
habremos quedado sin modelo, sin norte, y, en algún sentido, sin
destino.
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