Por Álvaro Vargas Llosa
El año pasado, la comunidad
internacional (así le llaman) esperaba una suspensión de pagos en
Venezuela que no se dio en los términos temidos por las mil y una
maniobras financieras que hizo Caracas para evitarla. Nouriel Roubini,
entre otros gurús, provocó polémicas pronosticando eso mismo.
Pues bien: esta vez es harto difícil, en
una Venezuela cuyas finanzas están asfixiadas, que no caiga en
“default”. Este año debe pagar US$ 10.000 millones, que es la mitad de
todo el ingreso petrolero del Estado si los precios no suben
significativamente de su nivel actual. Es más: dada la pobre calidad del
petróleo venezolano, el barril está siempre por debajo del precio
internacional que se cita cotidianamente: alrededor de US$ 21 el barril
en días recientes.
Lo que el mundo piensa de
Venezuela se resume en el hecho de que sus bonos cotizan a la tercera
parte de su valor nominal y el costo de asegurarlos se ha triplicado.
Nadie espera otra cosa que la suspensión de pagos de parte de un país
cuya inflación este año, según el Financial Times, superaría 700%.
Esto es lo que explica que Nicolás
Maduro haya pretendido con un “decretazo” arrogarse poderes en materia
económica que en verdad son de naturaleza política, pues le permitirían
intervenir en (contra) todo tipo de empresas y hacer uso de los fondos
presupuestarios y no presupuestarios a discreción, sin rendir cuentas.
La huida hacia adelante es la única respuesta del gobierno ante una
Asamblea Nacional que ya no controla y que parece, a su vez, dispuesta a
plantarle cara.
El cúmulo de elementos que apuntan a un
agravamiento de la crisis y por tanto a la evaporación del apoyo popular
que le queda, obligan a Maduro a tratar de ajustar las clavijas
políticas del sistema autoritario. Se supo esta semana que Caracas ha
superado a San Pedro Sula como la ciudad con mayor tasa de criminalidad
en el mundo (casi 120 homicidios por cada 100.000 habitantes el año
pasado). Aunque ninguna estadística ha tumbado a gobierno alguno, esta
refleja una realidad social hecha de inseguridad, miedo y zozobra,
elementos que, junto con la hecatombe económica, conspiran contra toda
posibilidad de que Maduro recupere terreno en el campo de las simpatías
populares. De allí su “decretazo” tremebundo.
El tiempo juega, por tanto, a
favor de la oposición. Excepto que, en ambientes tan espeluznantes como
el que vive Venezuela, es fácil que la gente acabe desilusionándose de
la oposición si, una vez que le confiere cierto poder, no produce
resultados. El hecho de que, desde la Asamblea presidida por Henry
Ramos, sea muy limitada la capacidad de la oposición de dar un viraje al
modelo, es un dato sofisticado que el público ansioso podría no tener
en cuenta. Le dio votos a la oposición para desmontar el sistema desde
la Asamblea y si no lo hace, puede surgir el desencanto.
Esto parece intuirlo la propia
oposición, de allí la contundencia con la que está respondiendo, dentro
de la legalidad, al gobierno. Una actitud más pasiva podría socavar su
base popular, que es a lo que Maduro y compañía apuestan. Mientras
mantenga la presión y no pierda la iniciativa -obligando al gobierno a
rechazar las propuestas opositoras-, logrará resistir y evitar que se la
culpe por la falta de cambios notorios. De lo contrario, la victoria
esperanzadora de diciembre podría acabar siendo un regalo envenenado.
Venezuela está quebrada pero los
países siempre pueden quebrar un poco más. En ese clima, sólo un cambio
de gobierno sería capaz de dar un vuelco a las cosas.
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