En
el ámbito de la ética no hay característica más ampliamente condenada
que el egoísmo. Prácticamente nadie cuestiona la premisa que nos han
enseñado a todos desde la infancia: actuar para beneficio propio es
moralmente malo, sacrificarse a otros es la esencia de la virtud moral.
Es considerado incuestionable y evidente que el egoísmo es malo.
Pero, ¿lo es?
El egoísmo es vilipendiado porque se le
asocia con el comportamiento amoral y depredador de un Bernie Madoff o
de Atila, rey de los Hunos. El egoísmo queda supuestamente personificado
en alguien que miente, roba y mata con el fin de satisfacer sus propios
deseos.
Si examinamos seriamente el significado
de lo que es egoísmo, sin embargo, surge una evaluación muy distinta.
Ser egoísta es preocuparse por los intereses propios de uno. Si es así,
¿qué pasa con quienes persiguen sus propias metas y se centran en sus
propios intereses sin victimizar a otros? ¿Qué pasa con el
estudiante ambicioso que decide pasar tiempo estudiando en vez de ceder a
las súplicas de sus hermanos de fraternidad para que se vaya con ellos
de fiesta? ¿Qué pasa con el empresario que, haciendo caso omiso de las
personas que le instan a ir a por “dinero fácil”, lucha y sufre durante
años para poder desarrollar un producto superior? ¿Qué pasa con el
artista dedicado que se niega a ceder y en vez de eso crea una obra que
responde plenamente a sus criterios independientes? Todas ellas son personas que están actuando en beneficio propio – que están actuando egoístamente
– pero cuya ganancia no la consiguen por medio de la pérdida de otro.
¿Por qué, entonces, se asocia el preocuparse por la propia vida con
victimizar a otros? ¿Por qué no son quienes no victimizan – o
sea, las personas que optan por mejorar sus vidas por su propio esfuerzo
– los representantes correctos del egoísmo?
Piensa en qué significa preocuparte por
tu propio interés. No implica hacer lo que te venga en gana; ese es el
camino de la auto-destrucción. El primer requisito del interés personal
es un compromiso con la razón – un compromiso por descubrir y aceptar
los hechos de la realidad, el compromiso de dejarse guiar por la mente
en vez de por caprichos aleatorios. El individuo verdaderamente egoísta
enfoca la vida a largo plazo y en base a principios morales. Por
ejemplo, él abraza el valor de la honestidad porque entiende que
falsificar la realidad, de cualquier forma que lo haga, a la larga le
causará perjuicios. Él abraza el valor de la justicia porque entiende
que juzgar a las personas por lo que son en realidad, en vez de fingir
que son otra cosa, es en su propio interés. Él abraza el valor de la
integridad porque entiende que se beneficia siendo leal a sus propias
convicciones – las cuales él deriva de los hechos de la realidad – en
vez de rendirlas a la conveniencia del momento. (Para una elaboración
más detallada sobre egoísmo y principios morales, ver el capítulo 4 de
mi libro En defensa del egoísmo.)
En el trato con la gente, por lo tanto,
la persona egoísta rechaza la antítesis de la razón: la fuerza. Esa
persona respeta el principio de los derechos individuales porque se da
cuenta de que su propio interés depende de ello. En consecuencia – y
contrariamente a los Atilas y a los Madoff – él trata con otros a través
de persuasión y comercio, no a través de coerción y engaño.
El individuo auténticamente egoísta
disfruta de una vida productiva y que se respeta a sí misma. Él rechaza
lo inmerecido. Él no chupa la sangre de otros, como hace una
sanguijuela. Él vive, no quitándoles sus bienes a otros, sino ganándose
lo que quiere. Se relaciona con la gente ofreciendo valor por valor,
para beneficio mutuo. Él no se sacrifica por otros ni sacrifica a otros
por él.
Los depredadores del mundo se contradicen en sus verdaderos intereses a largo plazo. Al evadir las exigencias de la vida humana,
al tratar de existir con la ley de la jungla, están perjudicándose a sí
mismos. Su maldad no radica en el deseo de lograr su propio bienestar,
sino en su creencia irracional de que la forma de lograrlo es
alimentándose parasitariamente de otros.
Pero los que marcan el tono intelectual
de nuestra cultura quieren hacernos creer que el egoísmo requiere la
destrucción de otros. Ellos difuminan la distinción obvia entre un
productor y un depredador, entre alguien que hace dinero y alguien que lo roba.
Ellos fusionan a los dos en un nebuloso “paquete único”, haciéndole
creer a la gente que, igual que un depredador está cometiendo un crimen
moral, también lo hace cualquier persona que persiga su verdadero
interés personal.
De esa forma, nos han dejado con la
falsa alternativa de o ser altruista sacrificándonos por otros, o ser
“egoísta” sacrificando a otros a nosotros. Y ¿qué pasa con la verdadera
alternativa? ¿Qué pasa con el grupo de individuos auto-responsables y
auto-suficientes que diligentemente persiguen sus propios intereses sin
sacrificarse ellos mismos ni sacrificar a los demás? No existe tal
categoría, nos dicen.
Pero sí existe, de hecho, esa categoría,
y representa el egoísmo verdadero y racional, así que, ¿qué justifica
las exigencias del altruismo? ¿Qué razón terrenal hay para que tengas
que subordinarte a los demás? ¿Por qué tienes el deber de sufrir para
que otra persona pueda beneficiarse?
Puede ser perfectamente apropiado, por
simple generosidad, ayudarle a una víctima inocente que ha tenido una
desgracia. Pero eso no es lo que el código del altruismo requiere de ti.
La generosidad es un regalo por el cual el destinatario debe estar
agradecido. El altruismo, sin embargo, exige el pago de una deuda:
una deuda moral no elegida que le debes a cualquier persona que carezca
de lo que tú tienes. Si se necesita dinero para la matrícula
universitaria de alguien, o para pagar su seguro de salud o su hipoteca –
o para ayudarle a los extranjeros de Bangladesh – estás ordenado a
proporcionarlo, según la doctrina del altruismo.
La pregunta es: ¿Por qué? ¿Por qué el hecho de que alguien necesite tu dinero le genera un derecho a tenerlo, mientras el hecho de que tú lo hayas ganado, no?
Tienes una vida, y debería ser preciosa.
Debe ser un fin en sí misma, no simplemente un medio para los fines de
otros. No debes estar obligado a sacrificarte por los deseos y las
necesidades de otros. Tu vida es tuya, y debes tener el derecho moral a
vivirla.
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Por Peter Schwartz,
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