Reflexiones sobre los jóvenes
Por Alberto Benegas Lynch (h)
Es por cierto extraña la cuarta
dimensión, el tiempo del reloj no es igual al tiempo interior. Lo que se
considera son hazañas en realidad no son más que mojones
insignificantes en un universo que excede la capacidad de asombro. En mi
caso, no parece cierto estar escribiendo sobre la juventud desde otra
posición cuando da la impresión que no hace mucho fui elegido como uno
de los Diez Jóvenes Sobresalientes en la selección de la Cámara Junior
de Buenos Aires o que fui el más joven de todas las incorporaciones a
la Academia Nacional de Ciencias hasta ese momento, que en la primera
promoción a mi cargo los alumnos eran mayores que yo en la universidad y
era habitual que me dijeran que era el joven del grupo al encaramarme a
una tribuna. Mi primer artículo se publicó cuando tenía dieciocho años
en “Programa” del Movimiento Universitario de Centro de la Universidad
de Buenos Aires…ahora hacen casi seis décadas de eso (no recomiendo su
lectura por la pobreza de la pluma, aunque para los curiosos consigno
que encabeza una colección en mí Contra la corriente de Editorial El Ateneo).
Sensaciones que seguramente no son
originales para nadie en cuanto al paso del tiempo, pero así son. Y no
es que quisiera regresar al pasado, esto es lo último que haría si
estuviera en mi facultad simplemente porque en todo he tenido mucha
suerte que no podría repetir y si la repitiera no me gustaría pasar por
etapas de incertidumbre respecto a los desenlaces que ahora se como
fueron (en gran medida “a mi manera” como diría Frank Sinatra) y, por
último, mi vida ha sido y es muy intensa por lo que es suficiente
vivirla una vez. Por otra parte no puede jugarse con el contrafáctico.
Tampoco es cuestión de adelantar el
final, queda mucho por hacer y cumplido un proyecto es indispensable
reemplazarlo por otro para sacarle el jugo a la vida en la que nunca se
llegará a un término en el que uno pueda decir que cumplió con todas las
metas porque eso es imposible dada nuestra infinita ignorancia.
Entonces, manos a la obra con los
jóvenes de hoy. Me refiero a las personas entre dieciséis y veintiséis
años de edad. Tomo convencionalmente diez años de vida. En esta franja
puede decirse que hay tres tipos de juventudes: los jóvenes viejos, los
jóvenes bebes y los jóvenes en sentido estricto.
El primer tipo -los jóvenes viejos- está
compuesto por los que no solo no tienen el necesario fuego interior
como empuje para sus vidas sino que tienen muy pocas brasas con un fuego
extinguido a puro rigor de apatía. Son los conformistas, los que nunca
se alinean con lo nuevo, con los desafíos, con el cambio en la buena
dirección (ni en la mala) son los que se sienten a disgusto con los que
critican para mejorar, son especímenes del status quo, sin vida
interior ni exterior y miran la vida con lentes de dinosaurios, son
amargos que carecen de ese capital tan indispensable para vivir que es
el sentido del humor.
Por su parte, los jóvenes en sentido
estricto son los de la fuerza de sus ideales, son los que no se dejan
estar, son los que tienen ansia de mejora y superación en cualquier
campo en el que se desempeñen. Son los que saben que quieren pero
capaces de rectificarse cuando son refutados. Son curiosos y no se
quedan con la primera respuesta a los problemas. Son la luz en las
aulas, se destacan por sus interrogatorios inteligentes y en los
trabajos son los que llevan la voz cantante. Son la esperanza del
futuro.
Ahora vienen los jóvenes bebes, los que
han crecido anatómicamente pero se han quedado en la niñez y la
inmadurez mental. Hablan entrecortado como Tarzán en su peor época y
escriben con llamativas abreviaturas y con monosílabas inconexas. Son
los que quieren pasar desapercibidos en el aula y en el trabajo, solo lo
indispensable para pasar a gatas un examen y cobrar su sueldo en su
excursión laboral. Son los atrapados por los teléfonos celulares, por
los selfies, por Internet, los auriculares y Facebook que rehúyen lo muy
bueno de estos adelantos tecnológicos para escaparse de la verdadera
comunicación con otros, para atenuar y anestesiar su vida interior y
para renunciar a su intimidad, para no mirar su interior y eludir el
espejo. Perdieron el sentido de la concentración por lo que no pueden
sostener una conversación ni de largo ni de corto aliento. Murmuran y en
el intento de explicarse se limitan a mover los brazos “en ademán
natatorio” como dice Ortega en otro contexto.
Por razones de especio vamos a
concentrarnos solamente en Facebook en relación a los jóvenes bebes.
Desde que en 2004 irrumpió en escena esta herramienta a raíz del
descubrimiento de un estudiante (completado por otras contribuciones
posteriores), se convirtió en un sistema con múltiples aplicaciones y
que ha crecido de modo exponencial: actualmente hay más de ochocientos
millones de participantes.
Los jóvenes bebes muestran muchas
facetas pero aquí nos limitamos a su obsesión por entregar la propia
privacidad al público, lo cual sucede aunque los destinatarios sean
pretendidamente limitados (los predadores suelen darle otros destinos a
lo teóricamente publicado para un grupo). De todos modos, lo que llama
la atención es la tendencia a la pérdida de ámbitos privados y la
necesidad de publicitar lo que se hace en territorios íntimos, no
necesariamente sexuales sino, como decimos, lo que se dice y hace
dirigidas a determinadas personas o también actitudes supuestamente
solitarias pero que deben registrarse en Facebook para que el grupo esté
informado de lo que sucede con el titular.
Parecería que no hay prácticamente
espacio para la preservación de las autonomías individuales, las
relaciones con contertulios específicos quedan anuladas si se sale al
balcón a contar lo que se ha dicho o hecho. Con los Facebooks y compañía
no parece que se desee preservar la privacidad, al contrario hay una
aparente necesidad de colectivizar lo que se hace. No hay el goce de
preservar lo íntimo en el sentido antes referido. Parecería que estamos
frente a un problema psicológico de envergadura: la obsesión por
exhibirse y que hay un vacío existencial si otros no se anotician de
todo lo que hace el vecino. Es como una puesta en escena, como una
teatralización de la vida donde los actores no tienen sentido si no
cuentan con público.
Una cosa es lo que está destinado a los
demás, por ejemplo, una conferencia, la publicación de artículos, una
obra de arte y similares y otra bien diferente es el seguimiento de lo
que se hace privadamente durante prácticamente todo el día (y,
frecuentemente, de la noche). Una vida así vivida no es individual sino
colectiva puesto que la persona se disuelve en el grupo.
Ya dijimos que hay muchas ventajas en la
utilización de este instrumento por el que se trasmiten también buenos
pensamientos, humor y similares, pero nos parece que lo dicho
anteriormente, aun sin quererlo, tiene alguna similitud con lo que en
otro plano ejecuta el Gran Hermano orwelliano, o más bien, lo que
propone Huxley en su antiutopía más horrenda aun.
Es perfectamente comprensible que
quienes utilizan Facebook sostengan que publican lo que les viene en
gana y lo que desean preservar no lo exhiben, pero lo que llama la
atención es precisamente el volumen de lo que publican como si eso les
diera vida, como si lo privado estuviera fuera de la existencia.
Según el diccionario etimológico “privado” proviene del latín privatus
que significa en primer término “apartado, personal, particular, no
público”. El ser humano consolida su personalidad en la medida en que
desarrolla sus potencialidades y la abandona en la medida en que se
funde y confunde en los otros, esto es, se despersonaliza. La dignidad
de la persona deriva de su libre albedrío, es decir, de su autonomía
para regir su destino.
La privacidad o intimidad es lo
exclusivo, lo propio, lo suyo, la vida humana es inseparable de lo
privado o privativo de uno. Milan Kundera en La insoportable levedad del ser
anota que “La persona que pierde su intimidad lo pierde todo”. La
primera vez que el tema se trató en profundidad, fue en 1890 en un
ensayo publicado por Samuel D. Warren y Luis Brandeis en la Harvard Law Review titulado “El derecho a la intimidad”. En nuestro días, Santos Cifuentes publicó El derecho a la vida privada
donde explica que “La intimidad es uno de los bienes principales de los
que caracterizan a la persona” y que el “desenvolvimiento de la
personalidad psicofísica solo es posible si el ser humano puede
conservar un conjunto de aspectos, circunstancias y situaciones que se
preservan y se destinan por propia iniciativa a no ser comunicados al
mundo exterior” puesto que “va de suyo que perdida esa autodeterminación
de mantener reservados tales asuntos, se degrada un aspecto central de
la dignidad y se coloca al ser humano en un estado de dependencia y de
indefensión”.
Los instrumentos modernos de gran
sofisticación permiten invadir la privacidad sea a través de rayos
infrarrojos, captación de ondas sonoras a larga distancia, cámaras
ocultas para filmar, fotografías de alta precisión, espionaje de correos
electrónicos y demás parafernalia pueden anular la vida propiamente
humana, es decir, la que se sustrae al escrutinio público.
Sin duda que en una sociedad abierta se
trata de proteger a quienes efectivamente desean preservar su intimidad
de la mirada ajena, lo cual no ocurre cuando la persona se expone al
público. No es lo mismo la conversación en el seno del propio domicilio
que pasearse desnudo por el jardín. No es lo mismo ser sorprendido por
una cámara oculta que ingresar a un lugar donde abiertamente se pone
como condición la presencia de ese adminículo.
Pero es sorprendente que hoy haya
entregadores voluntarios de su privacidad. Los jóvenes bebes arrojan al
viento partes sustanciales de sus identidades sin contemplar que de la
intimidad nace la diferenciación y unicidad que, como escribe Julián
Marías en Persona, es “mucho más que lo que aparece en el
espejo”, lo cual parecería que de tanto publicar privacidades desde muy
diversos ángulos queda expuesta la persona en Facebook (además de que en
ámbitos donde prevalece la inseguridad ese instrumento puede tener
ribetes de peligrosidad).
Demás está decir que este tema no debe ser bajo ningún concepto
materia de legislación, la cual infringiría una tremenda estocada a la
libertad de expresión que constituye la quintaesencia de la sociedad
abierta.
Para cerrar esta nota, es de interés reproducir un dictum
anónimo, especialmente en relación a la juventud: “Cuide sus
pensamientos, se convierten en palabras. Cuide sus palabras, se
convierten en acciones. Cuide sus acciones, se convierten en hábitos.
Cuide sus hábitos, se convierten en su carácter. Cuide su carácter, se
convierte en su destino.”
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