Ante la opinión pública generalizada, el mandatario mexicano fue el que salió peor librado. En este sentido, Peña Nieto trató de criticar y atacar al populismo y el mandatario de la nación más poderosa del mundo le contestó de manera sutil que, no sólo el populismo no es malo, sino que él mismo se definía como populista.
Imaginando lo que pasaba por la mente de Peña Nieto, me atrevo a afirmar que vio una oportunidad única y pensó que hablar de demagogia y populismo sería una manera de atacar a los virtuales candidatos opositores a la presidencia de México y Estados Unidos respectivamente: Andrés Manuel López Obrador y Donald Trump.
“Destruyen todo lo que ha costado décadas construir. Son liderazgos que venden respuestas fáciles a los problemas del mundo. Pero nada es así de simple y sencillo: gobernar es complejo y difícil”, afirmó el presidente mexicano.
Peña Nieto hablaba del populismo como generalmente se entiende en América Latina, es decir, una estrategia política indisociable de la demagogia.
Hablaba de ese populismo que consiste en basar éxitos políticos en carisma y personalidades bonachonas y en vender soluciones que parecen atractivas y que entusiasman a las masas, pero que en la práctica son inoperantes y sólo conducen a los terrenos de corrupción, crisis de Estado de Derecho y una notable dependencia gubernamental de los ciudadanos. Hablaba no sólo del populismo que abanderan Trump y AMLO, sino también del de Evo, Maduro, Kirchner, Dilma, Bachelet, Iglesias y Castro.
Peña Nieto tiene razón en algo: gobernar no es sencillo porque no existen soluciones mágicas. Aquellos gobernantes que dicen tener la receta para generar bienestar social, generalmente basan sus propuestas en falacias tanto económicas como políticas, por lo que tienen que recurrir a su carisma, la promesa siempre incumplida de un futuro inmediato mucho más alentador, represión, sistemas de movilización masiva artificial y simulación, para poder mantenerse en el poder.
Sin embargo, la reciente bandera antipopulista de Peña Nieto no termina de cuadrar a los ojos de los ciudadanos, quienes no olvidamos que la campaña mediática que lo catapultó a la presidencia se basó principalmente en su apariencia física, su peinado de moda o su romance con una conocida actriz de telenovelas, así como tampoco podemos ignorar que el partido del que forma parte, el PRI, es históricamente el padre institucional del populismo en México.
Pareciera ser que su cruzada contra el populismo es fruto más de una coyuntura política y parte de una estrategia mediática que realmente de su convicción o creencias socioeconómicas.
Todo parecía indicar que el escenario era perfecto para que Obama secundara las declaraciones del presidente mexicano, sin embargo, para sorpresa de todos, afirmó que no estaba de acuerdo con el uso del término “populismo” que Peña Nieto estaba proponiendo.
“No estoy de acuerdo en que la retórica a la que se refieren sea populista. Las personas siempre me han importado. Quiero que todos en Estados Unidos tengan las mismas oportunidades que yo disfruté. Me preocupo por los pobres que trabajan duro y no tienen oportunidades de progresar. Me preocupo por los trabajadores para que tengan una voz colectiva: de que los niños reciban una buena educación, de que haya un sistema tributario justo y de que los beneficiados por esta sociedad, como yo, paguen más para que otros puedan tener esas oportunidades. Con eso se podría decir que yo soy populista”, afirmó Barack Obama.
Está claro que hay diferencias marcadas entre las dos visiones de populismo. Obama piensa en un populista como una persona que vela por los pobres, que ha dedicado su vida a causas populares, que tiene empatía ante los más desfavorecidos y que busca la manera de mejorar sus condiciones de vida. Sin embargo, cuando habla de posibles soluciones y cuando analizamos sus políticas, nos damos cuenta de que efectivamente Obama entra en el campo del populismo en cualquiera de sus definiciones.
Pretender combatir la pobreza mediante redistribución de riqueza en vez de su creación, proponer impuestos progresivos que eventualmente desincentivarían la inversión y la actividad empresarial, hablar de voces “colectivas” que son objetivamente imposibles y básicamente proponer al Gobierno como solución a la mayoría de los problemas de sus individuos son medidas simplistas y, efectivamente, populistas bajo cualquier óptica.
Por lo tanto, se podría concluir que este intercambio de ideas no fue más que una discusión semántica entre populistas sobre cuál debería ser la connotación que se le debe dar al polémico concepto. La gran diferencia entre Obama y Peña Nieto es que el primero es popular (diferente a populista) mientras que el segundo atraviesa por un momento en el que su imagen está muy dañada y goza de poca aceptación; es por esto que casi automáticamente la mayoría tiende a valorar más la opinión del primero.
Si entendemos el populismo como lo hace Obama, entonces es verdad que necesitamos gente involucrada en política sensible a los problemas de los más pobres, gente que se preocupe por ellos y que busque la forma de generar condiciones de igualdad de oportunidades. El problema surge cuando venimos a la cuestión de las soluciones, allí entonces habría que darle la razón a Peña Nieto, la cuestión no es sencilla ni podemos seguir comprando soluciones mágicas, mucho menos si provienen del Estado, como las que propone Obama.
En estos tiempos debemos tener cuidado con la retórica y el lenguaje que utilizamos. El populismo y la demagogia han tenido resultados desastrosos en las sociedades y economías latinoamericanas y no podemos cerrar los ojos ante esta realidad sólo porque Obama, que es popular, se ostenta de ser un “orgulloso populista”.
Celebrar estas declaraciones en México es empoderar mediáticamente a personajes populistas y altamente peligrosos para nuestro desarrollo y progreso como individuos y como nación.
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