Lecciones del derrumbe populista en América Latina
Por Washington Abdala
Lo difícil y peculiar del presente
latinoamericano es que todos sabemos lo que está mal, pero no siempre
acertamos en recorrer el camino correcto. Es que, en la actividad
gubernamental, nunca es fácil saber cuál es la fórmula que resultará
exitosa, porque depende de variables de diverso calibre y contextos
mutantes. Veamos algunos ejemplos que delatan lo complejo que es
gobernar acertando con las medidas que se toman.
En
algún momento, en Brasil creyeron —casi todos los analistas y los
observadores supuestamente imparciales— que el liderazgo de Lula da
Silva, con sus metodologías gradualistas en materia de reformas, era el
camino acertado para recorrer un tiempo de prosperidad y lograr hasta la
aceptación de los Estados Unidos, que veían en ese accionar un ejemplo
para la región. Claro, hubo que esperar a saber todo para que aquel
ejemplo se transformara en patetismo puro y vergüenza regional. No creo
que nadie imaginara la dimensión de la corrupción. O sea, Brasil pasó de
ser referencia moral a papelón universal. El Partido de los
Trabajadores pagará cara la cleptocracia que incubó en el poder. Por lo
pronto, ya cayó una presidente y siguen firmas. Inimaginable para el
poderoso integrante del BRIC de hace dos años.
Otro
ejemplo. Era muy claro que los zapatistas mexicanos enarbolaban un
relato utópico, con ideas imposibles de concretar. Los métodos que
argumentaban fueron tan naíf como demenciales, por eso resultaron
inaplicables siempre. México fue alienando y la fórmula zapatista, local
y parcial, jamás se universalizó, ni fue tenida en cuenta como
relevante por ningún integrante de las élites de los gobiernos de turno.
Los zapatistas son el pasado y no suministraron pistas para salir de
las crisis actuales. Es más, ni las vieron venir en sus dimensiones
violentas o económicas.
El eje
bolivariano era el otro referente geopolítico que, con Hugo Chávez con
vida y liderazgo activo (y petróleo caro), parecía detonar algunas
supuestas verdades que luego supimos que eran sólo efectos fantasía,
mientras ese país cayó en una decadencia populista, quedó sumido en un
poder militar que todos sabemos que terminará rematadamente mal. Por
eso, el gesto del secretario general de la Organización de los Estados
Americanos (OEA) de quebrar con los protocolos diplomáticos y sacudir
las inercias funge como un llamado de atención ante el mundo, como
diciendo: "Miren que estoy avisando que va a pasar lo peor, yo advertí".
Y por más culebrones con los Estados Unidos, el final siempre será el
mismo.
De la
Argentina kirchnerista mejor ni abusarse, porque ya sería grosero, con
un modelo que tuvo pretensiones progresistas pero que sólo fue
distributivo durante un tiempo, luego únicamente endeudó a la sociedad
en cifras astronómicas que el actual Gobierno ni se anima a contarle aún
a la población para que algunas gentes no infarten. La realidad en
Argentina, además, cada día aporta datos imposibles de imaginar hasta
para el más creativo guionista de cine de ciencia ficción.
Queda
en pie la Bolivia de Evo Morales, que no dejó de reconocer que tuvo
mejorías en relación con los depredatorios regímenes anteriores, pero
que ya comienza a manifestar registros de agotamiento (nunca olvidemos
que es una economía que tiene un sostén externo fruto también de la
droga que vende). Y el Ecuador de Rafael Correa, que ha sido, quizás, de
toda esta barra, el más inteligente, máxime cuando uno repasa los
números de ese país y no puede desconsiderarlo. Distintos de Perú y
Colombia, son indicadores (los ecuatorianos y los bolivianos) que en
economía hablan solos. El capital únicamente invierte donde encuentra
rentabilidad. Si tiene temor, huye (Venezuela). Pero si considera que
habrá spread o plusvalía, se afinca y se expande (Perú).
La
conclusión es una sola pero evidente: las izquierdas, en sus praxis
latinoamericanas, con 387 millones de personas que somos, excepto los 16
millones del Ecuador y los 11 millones de Bolivia, el resto nadie
quiere saber nada con los modelos populistas. O sea, queda claro que no
se puede tener un gasto público insensato. Queda claro que no se puede
tener un déficit que supere en demasía un 3% del PBI. Queda claro que
sin inversión auténtica y real nada es posible. Y queda claro que con
arreglos monetarios sólo se gana tiempo y no salud económica. Todo lo
demás es teoría. Esta es la realidad para no vivir en la inflación y en
el salario devaluado.
Lo
bueno es que es posible y verdadero salir de las crisis. Las dramáticas
posguerras del siglo pasado nos mostraron eso: que los países que
quisieron se remangaron y los sacaron adelante. Claro, hay una
generación que tiene que sudar, remar, empujar y dar más de lo que
correspondería en tiempos de bonanza.
En el
presente —que no estamos en una crisis tipo posguerra, pero tampoco
estamos en una época de prosperidad— solamente cabe que exista algún
tipo de compromiso colectivo dentro de cada nación que entienda que se
están jugando asuntos superiores. Si la ciudadanía no termina por creer
en esto, si los líderes no convencen a la masa de semejante evidencia,
si ellos no se convencen antes, nada será posible. Y aunque se tenga
razón, no se podrá quebrar la lógica negativa del presente.
Hay que tener razón, liderarla y además contagiar a los otros. Si falla alguna de estas tres concausas, estamos liquidados.
El autor es un abogado y escritor. Ex presidente de la Cámara de Diputados de Uruguay.
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