Por Rafael Termes
Comunicación enviada a la Conferencia organizada por Acton Institute y celebrada los días 1 a 3 de junio de 2005 en Orlando, Florida (U.S.A.).
El 14 de enero de 1639, las tres ciudades del río Connecticut
–Windsor, Hartford y Wetherfield- como resultado de los trabajos
realizados para constituirse en un Estado o Commonwealth, bajo un
gobierno común, aprobaron The Fundamental Orders que, en su preámbulo, define los propósitos buscados. Estos son, por un lado, mantener y preservar la libertad y la pureza del evangelio de nuestro Señor Jesús y, por otro lado, ordenar y disponer los asuntos del pueblo, para lo cual, y a fin de asegurar la paz y la unión de tal pueblo, resulta necesario el establecimiento de un ordenado y decente Gobierno.
Esto sentado, el documento, en sus once artículos, establece, entre
otras cosas, las normas para elegir, tanto el Gobernador como los
restantes cargos públicos.
The Fundamental Orders de Connecticut, que es la primera
Constitución escrita conocida, marca el comienzo del liberalismo en
América, 137 años antes de la Declaración de Independencia de las trece
colonias, suscrita en Filadelfia el 4 de julio de 1776. En efecto; el
gobierno de la nueva Colonia, diseñado por algunas de aquellas personas
que, a partir de 1620, emigraron de Inglaterra para huir del absolutismo
político y la intransigencia religiosa de Jacobo I Estuardo, se basa en
cuatro fundamentales aspectos.
Primero, para ser admitidos al sufragio,
los libreshombres o habitantes de la Colonia no están sujetos a ninguna
identificación religiosa. Segundo, los poderes de todos los magistrados
públicos están estrictamente definidos y limitados. Tercero, los
habitantes, si bien no poseen plenos derechos políticos, disfrutan del
derecho legal a elegir diputados para la Corte. Cuarto, el Gobernador
tiene sus poderes fuertemente limitados y tiene prohibido presentarse a
inmediata reelección. Y quinto, no se halla en todo el texto ninguna
referencia a autoridades exteriores a la Colonia; la de Massachusetts de
la que las tres ciudades se habían separado, queda ignorada y lo que es
más importante, se ignora también a Carlos I, monarca reinante en
Inglaterra. Todo ello permite afirmar que el gobierno de Connecticut
constituye la última instancia de una asociación política, de carácter
eminentemente liberal.
Pero, ¿de dónde surgió la genial inspiración que llevó a unos
cuantos colonos, alejados de los centros de pensamiento de la vieja
Europa, a desarrollar una teoría política tan en contraste con la que
imperaba en su época? Está generalmente admitido que el clérigo puritano
Thomas Hooker, uno de los fundadores del Estado de Connecticut, influyó
decisivamente en el contenido de The Fundamental Orders, a
consecuencia del sermón pronunciado en Hartford el 31 de mayo de 1638, a
partir del texto del Deuteronomio (1,13) donde se lee “Elegid de entre
vosotros hombres sabios, conocidos entre vuestras tribus, y yo les
pondré a dirigiros”. Apoyándose en él, Hooker mantuvo que el fundamento
de la autoridad del gobierno radica en el libre consentimiento del
pueblo; que la elección de magistrados públicos corresponde al pueblo
por voluntad del propio Dios; que quien tiene poder para designar a los
magistrados públicos, lo tiene también para establecer los límites
dentro de los cuales los elegidos deben ejercitar el poder conferido. Entre las razones dadas para asentar esta doctrina, Thomas Hooker señala que mediante
una elección libre, los corazones del pueblo estarán más inclinados a
amar a las personas elegidas y más dispuestas a rendirles obediencia. Y concluyó su sermón, lanzando este desafío: Ya que Dios nos ha dado la libertad, tomémosla.
Y ¿de dónde –sería la subsiguiente pregunta- le vino a Hooker la
inspiración, en materia política, para afirmar lo que afirma en el
memorable sermón de las elecciones? Una hipótesis que, si bien no
totalmente contrastada por el cotejo de textos, la identidad de
pensamiento permite sostener, es que la fuente sería la llamada Escuela
de Salamanca y que las cosas pudieron suceder de la siguiente forma.
Francisco Suárez, eminente doctor de dicha Escuela, publicó en 1613 su
famosa Defensio fidei catholicae que, por sus ideas políticas, no
religiosas, fue mandada quemar tanto por el anglicano rey inglés –
Jacobo I- como por el cristianísimo rey francés –Luis XIII- ya que
entonces el absolutismo era la doctrina oficial tanto en Inglaterra como
en Francia. La Defensio fidei de Suárez pudo ser conocida por
Thomas Hooker que antes de emigrar a Holanda para pasar luego a
Massachusetts, estudiaba en Cambridge desde 1611.
Que el pensamiento de Thomas Hooker, en lo tocante a la
organización política, es liberal, es evidente. Tampoco ofrece dudas que
sus ideas coinciden con las que, en relación con la sociedad civil y la
autoridad política, sostiene Francisco Suárez en su Defensio fidei, dirigida a los Serenísimos Reyes y Príncipes, hijos y defensores de la Iglesia Romana y Católica.
Francisco Suárez, en acuerdo con el pensamiento dominante en la Escuela
de Salamanca, afirma que todo poder viene de Dios, reside en el pueblo y
éste, mediante un acto libre de la voluntad, lo transfiere, eligiendo
la persona o las personas que lo han de ejercer. Y ésta es también la
doctrina sostenida por Thomas Hooker no sólo en el sermón que precedió a
la Constitución de Connecticut sino en otros textos suyos conocidos.
Esta coincidencia avalaría la tesis del papel germinal del pensamiento
católico español de los siglos XVI y XVII, tanto en política como en
economía. La Universidad de Salamanca no sólo habría sido la primera en
defender, dos siglos antes de Adam Smith, el liberalismo económico, sino
también la fuente nutricia del liberalismo político, ochenta años antes
de Locke.
La escolástica medieval
Esta afirmación me obliga ahora a retener su atención para
referirme a los antecedentes, génesis y desarrollo de esta hoy famosa
Escuela de Salamanca. Se dice, no con cierta imprecisión, que la Edad
Media es el tiempo de la filosofía cristiana. Es, por lo menos, cierto
que durante esta época existió una verdadera especulación filosófica
cristiana, aunque no lo es menos que hombres que tuvieron una misma fe
sin quebrantos y sin merma del acuerdo fundamental, discreparon y en
algunos casos no poco, en sus ideas filosóficas. A este respecto quiero
citar tan sólo, por un lado, a Juan de Fidenza, más conocido por
Buenaventura (1221-1274) y, por otro lado, a Tomás de Aquino
(1224-1274). La doctrina del Aquinatense está llena de equilibrio y en
ella se conjugan armónicamente lo natural y lo sobrenatural, el orden
social, el bien común y el bien privado. En cambio, San Buenaventura es
el primer gran maestro de una dirección teológica, filosófica y social
muy distinta, por no decir contrapuesta, a la tomasiana. Frente al
naturalismo personalista y trascendente de Aquino, la postura
acusadamente teocéntrica de Buenaventura puede inducir a una
infravaloración de todas las realidades naturales humanas, en cuanto no
son sobrenaturales. Así puede explicarse que en los escritos del gran
Maestro franciscano apenas se preste atención a los aspectos sociales y
económicos, aunque también cabe sostener, evidentemente, que tal
silencio es debido a que su preocupación era exclusivamente teológica.
Sea de ello lo que fuere, la verdad es que, grosso modo, a
partir de ambos magisterios, el pensamiento escolástico se escinde en
dos grandes corrientes, la tomista, adoptada sobre todo por los
dominicos, de orientación aristotélica, y la franciscana, de orientación
platónica; aunque convenga, en primer lugar, insistir en que se trata
de una interpretación de carácter general que admite notables
excepciones – cual es, por ejemplo, la de San Bernardino de Siena que,
siendo franciscano, en materias económicas mantiene posturas totalmente
tomasianas- y advertir, en segundo lugar, que las respectivas
orientaciones de partida se desdibujarán al impulso de las
transformaciones filosóficas y socio-económicas que tendrán lugar en los
siglos XIV y XV.
Pido perdón por detenerme, aunque sea en forma tan superficial y
breve, en estos aspectos de la primera escolástica, bien conocidos de
todos ustedes, pero me parecía imprescindible para llegar a lo que
pretendo y es que, mientras tenía lugar la evolución del pensamiento
escolástico en la línea aristotélica-tomista, desde principios del siglo
XIV se desarrollaba la corriente místico-especulativa, cuya principal
figura fue el Maestro Eckhart (1260-1327) y en la que están los orígenes
del idealismo hegeliano. Este movimiento aparece en un momento en que
frente a la unidad imperial comienzan a surgir las nuevas
nacionalidades, coincidiendo con la ruptura entre el poder civil y el
papal, puesta de manifiesto en las enconadas luchas entre Felipe el Hermoso y Bonifacio VIII y entre Luis de Baviera y Juan XXII.
Especialmente perjudicial para la corriente liberal, que lícitamente
encuentra su apoyo en el último Santo Tomás, a quien Lord Acton, a falta
del término liberal que alumbrarían los españoles de 1812, llamaba el
primer whig de la historia, especialmente perjudicial, digo, fue la
actuación de Felipe IV el Hermoso. Rey de Francia entre 1314 y 1385, su
reinado marca un cambio en la concepción de la monarquía que, en contra
de las tradiciones feudales, multiplica su acción directa y
omnipresente. “El rey es emperador en su reino”, dicen sus Consejeros,
los “legistas”, defensores de las prerrogativas reales. Prerrogativas
que se ponen de manifiesto tanto en la lucha contra el Papado, como en
la destrucción de la Orden del Temple para confiscar sus riquezas
para el tesoro real, como en las disposiciones en contra de los
mercaderes, como en la introducción de levas e impuestos regulares, en
contra de los usos medievales que limitaban el poder de exacción real
gracias al respeto a la santidad de la propiedad privada.
En estas circunstancias, la crisis religiosa, con los movimientos
pietistas – beginas y begardos- y la reacción contra la especulación
teológica imperante, excesivamente abstracta y desligada de la realidad,
conducen a la eclosión, tanto en la Universidad de París como en
Oxford, de la filosofía nominalista que tuvo su principal sistematizador
en la persona de Guillermo de Ockham (1290-1349), quien extrapoló las
conclusiones de Duns Scoto (1266-1308), primer sucesor de Buenaventura,
hasta llegar a un relativismo escéptico, de marcado tinte pesimista.
Scoto pensaba que el fundamento de la ética es la voluntad divina; para
Tomás de Aquino, en cambio, la ética no queda a merced de una voluntad
divina aleatoria o cambiante, sino que está gobernada por la ley eterna,
inmutable, que expresa la esencia divina bajo la perspectiva
intelectual. Según Scoto, toda la ley moral, en lo que no se refiere a
Dios mismo, depende del puro querer de Dios, el cual sólo está limitado
por el principio de no contradicción. Ockham fue más lejos y afirmó que
la voluntad divina no está condicionada ni siquiera por el principio de
no contradicción y que, por lo tanto, los actos humanos no son
intrínsecamente buenos o malos; Dios no manda hacer lo intrínsecamente
bueno y evitar lo intrínsecamente malo, sino simplemente ser obedecido,
pudiendo mandar, por ejemplo, odiarle y hacer que esto sea bueno.
Fácilmente se comprende que una ética de esta naturaleza, trasladada al
espíritu laico, que nace y se expansiona al fin de la Edad Media, debía
culminar en el subjetivismo moral que, sin duda, influiría en
determinadas concepciones socio-económicas de la modernidad.
Que el nominalismo, derivado del fideísmo franciscano, jugó un
importante papel en el advenimiento del absolutismo político, rompiendo
el orden medieval europeo, en el que el estado se obligaba a los
dictados de la ley natural, se ve en el pensamiento precursor de
Marsilio de Padua (1275-1343). Marsilio, que llegó a ser rector de la
Universidad de París, en su famosa obra “Defensor Pacis”, por un lado,
en la misma línea que su coetáneo Guillermo de Ockham, sostiene que los
mandamientos de Dios son puramente arbitrarios y misteriosos,
incomprensibles en términos racionales y éticos. Y, por otra parte,
afirma que el Estado es supremo y debe ser obedecido en todo lo que
mande. De esta forma, quedaba destruida toda la doctrina de Tomás de
Aquino sobre la capacidad de la razón humana para conocer la ley natural
como norma de conducta, por encima de cualquier edicto del Estado, y
quedaba abierto el paso al absolutismo estatal del Renacimiento.
La Escuela de Salamanca
Pero, afortunadamente, la filosofía realista, aristotélico-tomista,
temporalmente eclipsada, como acabamos de ver, por el auge que
experimentó el nominalismo-ockhamista, resurge, a partir del primer
cuarto del siglo XVI, gracias al magisterio de los doctores
eclesiásticos españoles –dominicos, franciscanos, jesuitas o agustinos-
que enseñaron principalmente en Salamanca, Alcalá de Henares y Lisboa.
La doctrina de estos escritores, que constituyen el núcleo de lo que se
conoce como la segunda escolástica o escolástica tardía,
es de singular importancia para establecer las relaciones entre economía
y moral en el mundo moderno, progresivamente secularizado. La
preocupación principal de todos ellos es ética, es decir, se sienten en
la necesidad de juzgar la actuación de los negociantes –la clase
burguesa que empuja con brío- a la luz de la teología moral. Pero, para
hacerlo con fundamento, se dedicaron, más que ninguno de sus
antecesores,a desentrañar el sentido económico de dicha actuación y, a
decir verdad, lo hicieron con tal competencia y buen sentido que sus
opiniones y sentencias son altamente útiles para enjuiciar las
actuaciones, desde el punto de vista ético, incluso en el contexto de
una economía que, desde entonces, ha experimentado un gran desarrollo.
Son muchos los maestros salmantinos que merecerían ser citados,
pero, en aras a la brevedad, bastará señalar, en primer lugar, a Francisco de Vitoria (1483-1546), el fundador de la escuela, Domingo de Soto (1494-1570), Martín de Azpilcueta (1493-1586), Tomás de Mercado (1500-1575), Domingo Bañez (1528-1604), Luis de Molina (1535-1601), Juan de Mariana (1536-1624) y Francisco Suárez
(1548-1617) que es, sin duda, la última gran figura de esta escuela y
al que he apelado para introducir el tema de esta ponencia.
No voy a entrar ahora en un detallado análisis del hecho, hoy
plenamente aceptado, de las aportaciones a la ciencia económica de los
autores que acabo de citar. Ellos –especialmente Martín de Azpilcueta,
el doctor navarro- establecieron la teoría cuantitativa del dinero doce años antes que el francés Jean Bodin
(1530-1596). Ellos, especialmente Tomás de Mercado, descubrieron la
teoría del tipo de cambio basada en la paridad del poder de compra.
Ellos, sin excepción, perfeccionaron la teoría del valor basada en la
utilidad, que llamaban generalmente deseabilidad –complacibilitas- anticipándose tres siglos a las aportaciones de Jevons, Menger y Walras.
Ellos enumeraron los factores determinantes del precio de las cosas
venales, dejando implícitamente establecidos todos los elementos
necesarios para la formulación de la teoría de la oferta y la demanda.
Es evidente que tales datos bastan para otorgar a esta escuela de
teólogos y juristas un lugar destacado en la historia del análisis
económico.
Propiedad privada y precio justo
Sin embargo, con ser muy importante la aportación salmantina a la
ciencia económica, lo que a nosotros nos interesa es el juicio moral que
aquellos doctores emitieron sobre la organización y la actividad
económica. Y a este respecto hay que decir que todos, siguiendo la
argumentación de Santo Tomás, estuvieron por el derecho natural a la
propiedad privada. Diversos textos de Vitoria en De iustitia y de Molina en De iustitia et iure así lo prueban.
Todos estos maestros se pronunciaron también por la libertad
económica y declararon que el precio moralmente justo es el formado de
acuerdo con la oferta y la demanda, con exclusión de violencia, engaño o
dolo, y siempre que haya suficiente número de compradores y vendedores,
es decir, en ausencia de situaciones de monopolio público que estos
doctores tenían por un crimen. Vale la pena citar a este propósito, por
su frescura y conocimiento de la realidad, los textos en que Tomás de
Mercado dice que el precio justo es el que corre de contado
públicamente y se usa esta semana y esta hora, como dicen en la plaza,
no habiendo en ello fuerza ni engaño, aunque es más variable, según la
experiencia enseña, que el viento. Y que si uno trajo mercería de
Flandes y cuando llegó a Sevilla vale de balde, por la gran copia y
abundancia que ha, bien podrá guardarla. Mas, si la vende, no ha de
tener cuenta con lo que a él le costó, o costeó por el camino, sino con
lo que ahora se aprecia en la ciudad, porque a esta variedad y ventura
está sujeta el arte del mercader. Ahora debe perder; otro día el tiempo
tendrá cuidado de ofrecerle oportunidad y ocasión de ganar.
El propio Francisco de Vitoria, entre otros textos que podríamos aportar, dice: donde
quiera que se halla alguna cosa venal de modo que existen muchos
compradores y vendedores de ella, no se debe tener en cuenta la
naturaleza de la cosa, ni el precio al que fue comprada, es decir, lo
caro que costó y con cuántos trabajos y peligro, v.gr., Pedro vende
trigo; al comprarlo no se deben considerar los gastos hechos por Pedro y
los trabajos, sino la común estimación, el modio de trigo vale cuatro
piezas de plata y alguien lo comprara por tres, ocasionaría una injuria
al que vende, porque la común estimación del modio de trigo es que vale
cuatro monedas de plata. Y así, si el mismo vendedor vendiera más caro
el trigo, teniendo en cuenta los gastos y trabajos, vendería
injustamente porque solo debe venderlo según la común estimación en la
plaza, a como vale en la plaza. Y su sucesor, Domingo de Soto, defiende el precio de mercado diciendo que una cosa vale aquello por lo que puede ser vendida, excluida la violencia, el fraude y el dolo;
es decir, el precio libremente debatido en un mercado en competencia,
palabra que concretamente usa Luis de Molina, cuando dice que la
competencia –concurrentium- entre muchos compradores, más unas veces que
otras, y su mayor avidez, hará subir los precios; en cambio, la rareza
de compradores los hará descender.
Por esto, todos los doctores de la Escuela de Salamanca miraban la
regulación del precio por parte del Estado con la mayor desaprobación. A
este respecto es incluso llamativa la postura de Martín de Azpilcueta,
quien tajantemente se opone a la regulación del precio, porque era innecesaria cuando había abundancia e inefectiva o dañina cuando había escasez.
Es más, Juan de Medina, ferviente defensor de la tesis según la
cual los que se meten en negocios han de asumir las pérdidas de la misma
manera que tienen derecho a los beneficios, dice que el único caso en
que el negociante debe estar protegido de pérdidas, mediante subsidio
estatal, es cuando tiene que vender a precio fijado por los gobernantes.
Con lo cual aporta un nuevo argumento contra el precio legal, ya que,
dice, los subsidios a las empresas perjudican a la sociedad por entero. Y
Juan de Mariana coincide con esta opinión precisando que aquellos que
temiendo por la quiebra de sus negocios recurren a la autoridad, como un
náufrago a la roca, intentando aliviar así sus dificultades a costa de
la sociedad, son los más perniciosos de los hombres. Todo ellos,
concluye, deben ser rechazados y evitados con el mayor cuidado.
Justificación del interés
En relación con el interés, la aportación de los teólogos españoles
es muy importante porque demuestra la evolución del pensamiento
escolástico a la par del desarrollo económico. Tomás de Aquino, en el
siglo XIII, fiel todavía a la concepción del dinero como bien en sí
mismo estéril, había aceptado el interés cuando el dinero no se prestaba
a un particular, sin finalidad específica, sino que se facilitaba a un
negociante para realización de operaciones provechosas; y, además, había
reconocido el derecho a resarcirse del daño emergente al que se priva de su dinero por prestarlo. Pero no aceptaba la justificación del interés por el lucro cesante.
Los escolásticos españoles del XVI, que contemplaban el auge del
comercio y la nueva estructura capitalista de la sociedad, pudieron
entender el valor del dinero en función del tiempo y, aunque en cierto
modo seguían condenando el interés en sí, acabaron por reconocer los
tres títulos extrínsecos –damnum emergens, lucrum cessans y poena conventionalis- que, en caso de que se den, justifican, con ciertas limitaciones, la percepción de un interés.
Tal vez la defensa más abierta del interés se debe a un autor menos conocido y hasta ahora no nombrado: fray Felipe de la Cruz, traído a colación por Alejandro Chafuen en su libro Raíces cristianas de la economía de libre mercado.
De la Cruz, en “Tratado único de intereses”, publicado en 1637, tras
desarrollar con ingeniosos argumentos que el valor del dinero de
presente es mayor que el de futuro, lo cual entraña la aparición del
interés, y demostrar cómo al desprenderse uno de sus haberes se priva de
todo lo que podría hacerse con él, dice con gran sentido de la realidad
que si es sentencia común de los doctores que los que están en extrema
necesidad pueden tomar de lo ajeno para sobrevivir, con más razón el que
tiene dinero y no puede trabajar puede prestarlo a interés para ganar para comer honestamente.
Los salarios
El tema de los salarios fue abordado por los autores salmantinos como un tema más de justicia conmutativa. Frecuentemente se incluía como un capítulo dentro de los libros que analizaban los alquileres y arrendamientos (de locatione).
Todo lo que era venta de un factor de producción se analizaba en el
mismo capítulo y, por tal motivo, era muy coherente tratar allí el tema
del salario. Esta tradición de tratar los salarios como un tema de
justicia conmutativa puede remontarse, al menos, hasta Santo Tomás de
Aquino cuando señalaba que los salarios eran “la remuneración natural
del trabajo como si fuera el precio del mismo”, postura que también
adoptaron San Bernardino de Siena y San Antonino de Florencia, quienes
tratan los salarios como los demás bienes.
En esta línea, Luis de Molina remarca que el salario se determina
al igual que los demás precios, y el más tardío Henrique de Villalobos,
muerto en 1637, piensa que en materia de salarios tenemos que juzgar de
la misma manera en que juzgamos el precio de los demás bienes. Por esto,
para nuestros escolásticos, la teoría del salario justo descansa en la
voluntariedad, el libre consentimiento, excluyendo todo tipo de
fraude o engaño. La necesidad del trabajador no determina el salario,
así como la necesidad del propietario no determina el precio del
alquiler o del arrendamiento. El salario justo es el que resulta de la
libre negociación entre las dos partes. De aquí que resulte interesante
la declaración de Francisco de Vitoria cuando dice que está obligado a
la restitución el patrono que impone un cierto salario al sirviente o
criado, aunque éste no lo acepte; y lo explica diciendo que el acuerdo no
fue voluntario simpliciter, sino que tuvo algo mezclado de involuntario
al margen, es decir, la necesidad, obligado por la cual fue a servirle,
porque no pudo más, por ver que se moría de hambre y no hallaba donde
ir. Y el propio Lus de Molina reconoce la obligación de restitución a
cargo de los dueños cuando se determine un salario menor que el ínfimo
acostumbrado, bien por ignorancia, coacción o necesidad del criado. Leonardo Lessio,
en el último período de la segunda escolástica, también recurría a la
oferta y la demanda como patrón del salario justo e, incluyendo el caso
de aquellos que querían trabajar para adquirir experiencia y aprender un
arte, piensa que es justo que estos aprendices reciban salarios por debajo del mínimo comúnmente aceptable.
La preferencia de los escolásticos de Salamanca por los menos
dotados es clara, como lo prueba el interés que demostraron, a veces
desde bandos opuestos, por las leyes de pobres, que en su siglo
empezaban a promulgarse, como no es menos evidente la permanente
preocupación de los autores que estamos siguiendo por el bienestar de
los trabajadores y de los consumidores. Sus condenas a los monopolios,
los fraudes, la coerción y los altos impuestos estaban todas dirigidas a
proteger y beneficiar a los trabajadores. Sin embargo, nunca
propusieron que se estableciera un salario mínimo, convencidos de
que un salario por encima del de estimación común produciría
injusticias y desempleo. En cualquier caso, los escolásticos
salmantinos, empezando por Domingo de Soto, nunca consideraron a los
salarios como materia de justicia distributiva, sino conmutativa. Por
esto pensaban que no corresponde a la autoridad determinar cuáles deben
ser los ingresos de los trabajadores.
Tamaño del Estado, gasto público e inflación
En cuanto al papel del Estado, la mayoría de los salmantinos que
analizaron las estructuras políticas, consideraron que lo más importante
no era tanto el sistema político sino más bien los derechos y las
condiciones disfrutadas por los ciudadanos. Para estos escolásticos, la
sociedad es anterior al poder gubernamental como, por ejemplo, afirma
Juan de Mariana quien dice: sólo después de constituida la sociedad
podía surgir entre los hombres el pensamiento de crear un poder, hecho
que por sí solo bastaría a probar que los gobernantes son para los
pueblos, y no los pueblos para los gobernantes, cuando no sintiéramos
para confirmarlo y ponerlo fuera de toda duda el grito de nuestra
libertad individual, herida desde el punto en que un hombre ha extendido
sobre otro el cetro de la ley o la espada de la fuerza.
La existencia de gobierno, por sí misma, significa un límite a la
libertad. Para Mariana este límite era necesario, pero para ser válido
debía estar fundamentado en la voluntad popular: si para nuestro propio
bienestar necesitamos que alguien nos gobierne, nosotros somos los que
debemos darle el imperio, no él quien debe imponérnoslo con la punta de
la espada. Como la necesidad de adoptar medidas para preservar la paz es
una de las principales razones para justificar la existencia de
gobiernos, parece apropiado concluir que una de las principales
funciones de un gobierno legítimo es la de proteger los derechos de
propiedad. Mariana era un crítico acérrimo de notorios gobernantes, que
no respetaron los derechos personales como es debido.
Ya en el siglo XVII, Pedro Fernández de Navarrete criticaba el elevado número de personas que vivían del Estado chupando como harpías el patrimonio real, mientras que el miserable labrador está sustentándose de limitado pan de centeno, y algunas pobres yerbas, y dice que gran parte del gasto público emana de la excesiva cantidad de cortesanos
(los burócratas de los siglos XVI y XVII) y por eso es bien descargalla de mucha parte della. No basta con prohibir y estorbar que la corte se hinche de más gente, sino con limpiarla y purgarla de la mucha que el día de hoy tiene. Y aunque se juzgue que esta proposición tiene mucho de rigor, por ser las cortes patria común, es inexcusable el usar deste remedio, aviendo llegado el daño a ser tan grande y tan evidente. No resulta difícil trasladar estas atinadas, aunque duras, reflexiones a la actual situación europea caracterizada, a mi juicio, por una hipertrofia del Estado.
(los burócratas de los siglos XVI y XVII) y por eso es bien descargalla de mucha parte della. No basta con prohibir y estorbar que la corte se hinche de más gente, sino con limpiarla y purgarla de la mucha que el día de hoy tiene. Y aunque se juzgue que esta proposición tiene mucho de rigor, por ser las cortes patria común, es inexcusable el usar deste remedio, aviendo llegado el daño a ser tan grande y tan evidente. No resulta difícil trasladar estas atinadas, aunque duras, reflexiones a la actual situación europea caracterizada, a mi juicio, por una hipertrofia del Estado.
De hecho, el tan citado Padre Mariana no dejó de advertir que el
excesivo gasto público, tanto entonces como hoy, es la causa esencial de
la depreciación de la moneda, es decir, de la inflación,
que es el impuesto más injusto, porque no es aprobado por ningún
Parlamento y porque afecta principalmente a los menos pudientes. Por
otra parte, es bien conocido el proceso inquisitorial que sufrió por
criticar en su De monetae mutatione las manipulaciones del duque de Lerma, bajo Felipe III, para salir de la quiebra del Estado.
Capitalismo y protestantismo
El breve repaso que hemos hecho del pensamiento económico de los
maestros salmantinos, al margen de su interés para evaluar la moralidad
de la economía de mercado, aporta una refutación empírica a la teoría de
Max Weber en cuanto al papel del protestantismo en la génesis del
capitalismo. Es evidente, por lo que acabamos de ver, que los
escolásticos de Salamanca, todos ellos ortodoxos doctores católicos, en
lo tocante a la propiedad privada, al precio de mercado, a la libertad
de iniciativa y al papel del Estado, defienden posturas que claramente
se insertan en el espíritu del capitalismo. Este hecho justifica que,
entre otros, H.M. Robertson haya podido escribir que no es difícil juzgar que la religión que favoreció el espíritu del capitalismo fue la jesuita y no la calvinista,
aunque esta frase sea incorrecta en su formulación, ya que no existe
una religión jesuita, y sea sesgada en su apreciación, ya que los
escolásticos españoles del siglo XVI no pertenecían ni exclusiva ni
mayoritariamente a la Compañía de Jesús.
Absolutismo y mercantilismo
Mientras, a lo largo del siglo XVII, se expandía en Europa el
pensamiento escolástico español, de raíz iusnaturalista, defensor de la
libertad personal y contrario a la intervención del Estado en aquellos
campos en los que la iniciativa individual se basta, otra corriente,
radicada en el nominalismo voluntarista, iba socavando, desde el siglo
XVI, el sistema de libre mercado para imponer un sistema
político-económico al servicio del Estado absoluto que, desplazando las
instituciones vigentes hasta entonces, constituye lo que hoy conocemos
con el nombre de “mercantilismo”.
Propiamente hablando, el mercantilismo no es un sistema de
organización económica, sino más bien un expediente para el
sostenimiento del Estado absoluto que necesitaba grandes cantidades de
dinero para su política de engrandecimiento de la nación, frecuentemente
a través de guerras. Al final de la Edad Media, comenzó a aparecer la
figura del “burgués”, que no pertenecía ni al estamento aristocrático ni
al eclesiástico, pero tampoco era campesino. La actividad de la
burguesía era negociar, dedicándose especialmente al comercio, que le
proporcionaba abundantes medios pecuniarios. Apoyándose en ellos, se
dedicó a buscar el ennoblecimiento. El problema fiscal de los estados de
la Edad Moderna le brindó la oportunidad. Mientras el estado absoluto
iba asumiendo las atribuciones que antes tenían los estamentos, los
cargos públicos se vendían por dinero y el dinero lo tenían los
mercaderes burgueses. De este modo, al convertirse los mercaderes en
agentes económicos del estado, mediante un pacto entre ambos, nació el
mercantilismo: el dinero del burgués y sus negocios, a cambio de
reconocimiento social y político.
El mercantilismo, al que podría llamarse capitalismo monopolístico
de estado, que se basaba en la fuerte imposición tributaria, la
prohibición de importaciones y el subsidio a las exportaciones, era
proclive a la creación de privilegios especiales que implicaban la
creación de monopolios por merced o venta, concediendo el derecho
exclusivo, otorgado por la Corona, de producir o vender ciertos
productos o de operar en determinados ámbitos. Estas patentes se
concedían a los aliados de la Corona o a aquellos grupos de mercaderes
dispuestos a ayudar al Rey en la recaudación de impuestos. El resultado
de estas prácticas, amén de la privación de las libertades políticas y
económicas de los súbditos, no podía ser otro que el déficit fiscal, la
quiebra del crédito público, la inflación y, con ella, la pobreza de los
pueblos.
El mercantilismo en Francia
El país donde el absolutismo se implantó más profundamente y
alcanzó su culmen fue Francia, aunque Inglaterra no se quedara rezagada.
El absolutismo francés se inicia en 1589, con el tránsito de la
dinastía de los Valois a la casa de Borbón, con Enrique de Navarra,
quien, al subir al trono de Francia, como Enrique IV (1589-1610), se
esforzó por recortar el poder de la nobleza y de las instituciones del
antiguo régimen, afianzando el poder real. El absolutismo del primer
Borbón, continuó tanto durante la regencia de María de Médicis
(1610-1614) que se dedicó a comprar con dinero la adhesión de la
nobleza, como durante el reinado de Luis XIII (1614-1643) y el de Luis
XIV, quien, tras la regencia de su madre Ana de Austria (1643-1661),
ocupó efectivamente el trono desde 1661 hasta 1715.
El hombre que sentó las bases del absolutismo francés fue Jean Bodin
(1530-1596), pero el gran artífice del mercantilismo fue Jean Baptiste Colbert (1619-1683), quien en 1661, al morir el Cardenal Mazarino, se convirtió en la máxima autoridad financiera de Luis XIV, el rey Sol, encarnación del apogeo del absolutismo francés.
(1530-1596), pero el gran artífice del mercantilismo fue Jean Baptiste Colbert (1619-1683), quien en 1661, al morir el Cardenal Mazarino, se convirtió en la máxima autoridad financiera de Luis XIV, el rey Sol, encarnación del apogeo del absolutismo francés.
Colbert, a quien Adam Smith convierte en el blanco de sus
críticas contra el mercantilismo, pudo realizar su labor gracias al
apoyo de Luis XIV que, al igual que su ministro o todavía más, pensaba
que su propio interés como monarca se identificaba con el interés de
Francia, como lo prueba la famosa frase a él atribuida: “el Estado soy
yo”. Pero esta situación pudo mantenerse a lo largo de casi dos siglos
porque los distintos estamentos del país no sólo la aceptaron sino que
la aplaudieron y apoyaron. Un botón de muestra de esta apología del
absolutismo lo hallamos en la postura del mundo eclesiástico, cuyo
exponente puede muy bien ser la oratoria del famoso Jacques Benigne
Bossuet (1627-1704), obispo de Meaux y teólogo de la corte de Luis XIV,
para quien todo el Estado se halla en la persona del príncipe y en él
está la voluntad de todo el pueblo. En consecuencia, Bossuet pensaba que
el absolutismo era un bien y que no debían existir más límites al poder
del soberano que los que él mismo estableciera. De esta forma Bossuet
llegaba casi a divinizar al rey absoluto. Si comparamos esta doctrina
con la que, alrededor de 1600, sostuvieron los escolásticos salmantinos,
en relación con la política, es evidente que el pensamiento
eclesiástico se había degradado notablemente, en menos de un siglo.
El mercantilismo en España
En España, el mercantilismo se inauguró durante el reinado de
Felipe II (1556-1598), dos años después de su llegada al trono. Cuando
ya había tenido que hacer frente a su primera bancarrota, el Contador
del Reino, Luis Ortiz, dirigió al rey un Memorial en el que se hacía un
balance muy negativo de la economía española y se proponían remedios
para mejorarla. Estos remedios consistían, en síntesis, en proteger las
manufacturas españolas, mediante dos clases de prohibiciones: una
encaminada a evitar que las materias primas salieran del país, y otra, a
impedir que las mercancías extranjeras entraran en el nuestro. Estas
medidas, en la línea de lo que se ha venido teniendo como típicamente
mercantilista, explican que Luis Ortiz sea comúnmente considerado como
el primer mercantilista español, abriendo un período que se extendería
prácticamente hasta las Cortes de Cádiz de 1812, el portillo por el que
el liberalismo económico, o si se quiere la economía clásica, entró en
nuestro país.
Sin embargo, en estos dos siglos y medio, en España, en un primer
tiempo, como hemos visto, el mercantilismo convivió con la escolástica,
situación que duró hasta mediado el siglo XVII. Al final del período
dicho, es decir, a partir de mediados del siglo XVIII, el mercantilismo
español convivió con la ilustración.
Entre los mercantilistas de la primera época, que coincide con la
depresión económica, después de Luis Ortiz, es de justicia citar a
Martín González de Cellorigo (1600), Sancho Moncada (1619), Pedro
Fernández de Navarrete (1626), y Francisco Martínez de Mata (1650),
quienes insistieron en la recomendación de las mismas recetas. El
agotamiento económico de España se puso especialmente de manifiesto a lo
largo del reinado de Carlos II, último monarca de la Casa de Austria.
Durante los 35 años en los que permaneció en el trono, el pensamiento
económico, de clara inspiración colbertista, se manifestó en la
producción literaria de algunos economistas en línea mercantilista con
ribetes de un cierto colectivismo, como se comprueba en los memoriales
que Alvarez Osorio dirigió al rey entre 1686 y 1691. En 1700 fallecido
sin sucesión Carlos II, la corona recayó, por disposición testamentaria,
en Felipe de Anjou, hijo del Delfín Luis y María Ana de Baviera, nieto,
por lo tanto, de María Teresa, hermana de Carlos II. Asentada en el
trono de España la dinastía borbónica –en la persona del que pasó a ser
Felipe V (1700-1746), no sin dificultades solventadas por las armas con
el apoyo de Francia-, el pensamiento económico, centrado en la búsqueda
de las condiciones adecuadas para asegurar un ciclo que se esperaba de
recuperación, siguió, sin embargo, en la línea mercantilista, con las
destacadas figuras de Jerónimo Uztariz (1620-1732) y de Bernardo de
Ulloa, quien en 1740 publica el Restablecimiento de las fábricas y comercio español, considerado como el último gran texto del mercantilismo español.
La Ilustración
La aparición de Bernardo Ward, economista irlandés afincado en
España, que desempeñó diversos cargos públicos relevantes, al servicio
de Fernando VI (1746-1759), podría significar la transición del
mercantilismo, sin dejar de ser tal, hacia el pensamiento ilustrado. La
obra más importante de Bernardo Ward es el Proyecto económico,
concluido en 1762 y publicado en 1779. Pedro Rodríguez de Campomanes
(1723-1803), el economista de Carlos III (1759-1788), declarándose
discípulo del mercantilista Uztariz, propone, sin embargo, volver a la
libertad de comercio que existía antes de 1543 y que tan favorables
resultados produjo. Campomanes publicó anónimamente y a través de cauces
oficiales sus más divulgadas obras económicas en las que su
mercantilismo le condujo al planteamiento absolutista y regalista que,
pasado el tiempo, se ha calificado con la expresión “despotismo
ilustrado”, característica del reinado del tercer monarca Borbón.
En la línea abierta por Campomanes se sitúa el cultivador de la
nueva agronomía, aunque no fisiócrata, Pablo de Olavide (1725-1802), el
intendente de Sevilla en cuya tertulia y biblioteca Melchor Gaspar de
Jovellanos (1744-1811), durante su estancia en la capital andaluza, vio
despertar su interés por la economía. Jovellanos, arquetipo del
ilustrado español, puede calificarse a juicio de muchos autores, como el
mejor economista de su tiempo. Su extensa obra escrita y en especial el
Informe de la Sociedad Económica de esta Corte Real y Supremo Consejo de Castilla en el expediente de Ley Agraria,
así lo demuestra. Según el estudio de John H. Polt, citado por el
Profesor Fuentes Quintana, el núcleo de los conocimientos de economía en
los escritos de Jovellanos está integrado por tres principios básicos e
interrelacionados: el principio del propio interés, el reconocimiento
de los derechos de propiedad privada y la afirmación de las libertades
económicas. Esta coincidencia con las ideas del sistema smithiano,
permiten afirmar, dice Polt, que Jovellanos avanzó más allá del
liberalismo mercantilista de Campomanes y, especialmente, después de descubrir “La riqueza de las naciones” (que leyó varias veces) se movió más y más en la dirección del liberalismo clásico.
Con la muerte de Carlos III en 1788, acaba la época que pretendía
combinar el despotismo con la Ilustración y la vía abierta por
Jovellanos da paso a la última generación de los economistas lustrados,
más proclives al constitucionalismo, tales como Valentín de Foronda
(1751-1821), Francisco de Cabarrús (1752-1810), Vicente Alcalá Galiano
(1758-
1810) y José Alonso Ortiz (1755-1815). Ninguno de estos autores, salvo el último, a pesar de conocer las nuevas corrientes del pensamiento económico europeo, se esforzó, como había hecho Jovellanos, en recomendar las reformas que, de acuerdo con el pensamiento de Adam Smith (1723-1790), padre de lo que llamamos economía clásica, convenían a España. Bien es verdad que la difusión del pensamiento smithiano en España se enfrentó con numerosos obstáculos ya que las autoridades de la Inquisición no fueron capaces de entender el interés propio racional –que no es egoísmo- en que el profesor de filosofía moral de Glasgow basa, esencialmente, la riqueza de las naciones y el bienestar de los ciudadanos. Prueba de ello es que el recién citado José Alonso Ortiz que, en su afán de impulsar la libertad económica tradujo al castellano La riqueza de las naciones, vio esta traducción censurada por el Santo Oficio y la Real Academia de la Historia.
1810) y José Alonso Ortiz (1755-1815). Ninguno de estos autores, salvo el último, a pesar de conocer las nuevas corrientes del pensamiento económico europeo, se esforzó, como había hecho Jovellanos, en recomendar las reformas que, de acuerdo con el pensamiento de Adam Smith (1723-1790), padre de lo que llamamos economía clásica, convenían a España. Bien es verdad que la difusión del pensamiento smithiano en España se enfrentó con numerosos obstáculos ya que las autoridades de la Inquisición no fueron capaces de entender el interés propio racional –que no es egoísmo- en que el profesor de filosofía moral de Glasgow basa, esencialmente, la riqueza de las naciones y el bienestar de los ciudadanos. Prueba de ello es que el recién citado José Alonso Ortiz que, en su afán de impulsar la libertad económica tradujo al castellano La riqueza de las naciones, vio esta traducción censurada por el Santo Oficio y la Real Academia de la Historia.
El liberalismo español
El advenimiento de Carlos IV, a la muerte de Carlos III, coincide
con la Revolución Francesa (1789) y sus repercusiones ideológicas que,
tras el motín de Aranjuez (1808), provocaron la abdicación del incapaz
Carlos IV y el advenimiento del azaroso reinado de Fernando VII, que fue
una continua pugna entre los principios constitucionales que el rey
aceptaba cuando no tenía más remedio y la reacción absolutista cuando
podía imponerla. En el fragor de la guerra de la Independencia, empezada
en 1808 contra la invasión de Napoléon Bonaparte, en 1810 se reunieron
las Cortes de Cádiz, expresión de la revolución liberal española, cuyos
principios fueron recogidos en la Constitución de 1812, una de las más
complejas proclamaciones teóricas del liberalismo europeo. Pero esta
Constitución, por utópica realmente inaplicable, se derrumbó al regreso
de Fernando VII en 1814, de forma que el pensamiento liberal español,
con el paréntesis del trienio constitucional (1820-1823) tuvo que
esperar a la muerte del monarca en 1833 para, dentro de las disputas
internas entre liberales, imponerse por espacio de un siglo, con sus más
y sus menos en cuanto al nivel de intervencionismo estatal.
No voy a extenderme ahora en la enumeración de los economistas que
aportaron su contribución a la política practicada a partir del reinado
de Isabel II, porque a pesar de que entre ellos ha habido ejemplos
preclaros del pensamiento liberal, la verdad es que, incluso en los
momentos en que las libertades triunfaban en el orden político, este
triunfo no aportaba una verdadera libertad económica. Baste decir que la
verdadera tradición liberal española, de raíz iusnaturalista,
representada, como hemos visto, por la Escuela de Salamanca, imperante
durante nuestro Siglo de Oro en el apogeo político de España, se esfumó
coincidiendo con la postración económica y política del país. Perdida la
esencia del pensamiento salmantino, los partidos que se llamaban
liberales o progresistas eran, sobre todo, anticatólicos, se enfrentaron
con la Iglesia y, mediante procedimientos llamados de desamortización,
se apoderaron de los bienes eclesiásticos, tanto para atender a las
necesidades financieras de los gobiernos, metidos en guerra con los
carlistas que no aceptaron la proclamación de Isabel II como reina de
España, como para enriquecer a los que querían atraer al progresismo;
todo lo cual es más propio del mercantilismo que del liberalismo.
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