La secta más criminal de la historia
Por Horacio Vázquez-Rial
Se ha puesto sobre el tapete la cuestión del comunismo como secta y como responsable de crímenes.
¿Constituyen los comunistas una secta? Para la Real Academia, secta
es 1) el "conjunto de seguidores de una parcialidad religiosa o
ideológica", o 2) una "doctrina religiosa o ideológica que se
independiza de otra", o 3) el "conjunto de creyentes en una doctrina
particular o de fieles a una religión que el hablante considera falsa".
Atendiendo a la primera acepción, todos los individuos pensantes que
toman partido pertenecen a una secta, lo cual es una estupidez.
Atendiendo a la segunda, el protestantismo –en todas sus variantes– es
una secta, en la medida en que se ha independizado de la Iglesia
católica, al igual que las Iglesias griega o rusa, o que el cristianismo
copto, lo cual es otra estupidez. En cuanto a la tercera, en ella todo
depende de quién se exprese, lo cual es el colmo de la majadería
multiculturalista: si yo considero falso el islam, denomino secta –y no religión– a 1.200 millones de personas.
De modo que el DRAE elude la condición
minoritaria de las sectas. Lo que hace que el islam y el catolicismo y
el judaísmo y el anglicanismo no sean sectas es su condición mayoritaria
u oficial en distintas partes del mundo. Las sectas son hijas de las
disidencias, que dejan de ser tales tan pronto como se
institucionalizan.
El comunismo, si alguna vez fue secta,
dejó de serlo en 1917, con la revolución soviética, que lo convirtió en
política de Estado. Tal vez aun antes, al fundarse la Primera
Internacional. Se me puede oponer el dato de que, al separar su destino
del de la URSS, Trotski, de acuerdo con la segunda acepción del
diccionario, creó una secta; pero él no se apartó del comunismo, sino de
Stalin. En todo caso, la creación por los trotskistas de la Cuarta
Internacional concreta una disidencia pública y extendida del comunismo
soviético, pero en modo alguno dejan sus miembros de ser comunistas.
Lutero, que no se enfrentó a un Papa en particular –como Trotski a
Stalin–, sino al Papado, dejó de ser católico, pero no dejó de ser
cristiano. Y al crear una forma del cristianismo que pronto fue
mayoritaria en lo que aún no era Alemania pero lo sería, en gran medida
gracias a ella, fundó una iglesia, no una secta.
Tenemos un gran vacío historiográfico en
este ámbito –proyecto para jóvenes ambiciosos–. Stanley Payne nos
enseñó a hablar de los fascismos, en plural, superando la concepción
precedente del fascismo o el nazifascismo, producto de la propaganda
stalinista, como fenómeno generalizado en Italia, Alemania, España y
hasta la América española. ¿Por qué no hemos aprendido aún a hablar de
los cristianismos, en plural, ya que no es lo mismo el catolicismo
romano que el cristianismo de las iglesias etíope, griega, rusa,
luterana, anabaptista, etc.? En parte porque percibimos que Europa es
cristiana en diversas formas sin dejar de ser Europa. No obstante, no
son pocos los que, pese a entender este dato, siguen siendo renuentes a
emplear el término judeocristiano, cuando en su origen el
cristianismo fue una secta judía, en la segunda acepción del término:
una rama disidente. También deberíamos historiar los comunismos. Que,
por cierto, al igual que los fascismos, fueron hijos de las
socialdemocracias nacionales europeas.
Los comunismos, por definición, no
fueron una secta, ni siquiera un grupo de sectas, sino corrientes dentro
de un tejido ideológico de amplio alcance que, por una cuestión de
justicia, deberíamos denominar marxiano antes que marxista.
Como Lenin no quería dejar de ser marxista, adaptó los datos de la
realidad a la doctrina y convirtió a Rusia, sobre el papel, en un país
capitalista desarrollado, cosa que no era, para que su revolución
cuadrara en la profecía canónica. Profecía que, de hecho, no se cumplió
en nación central alguna. Ni siquiera, y frente a lo que pretenden
algunos historiadores, estuvo a punto de hacerse realidad en el caldero
alemán de 1918-1919: para impedirlo estaban ahí los socialdemócratas,
que también se consideraban marxistas, y los sindicatos: el dúo guiado
por Ebert que abrió el camino para la revolución nazi de finales de la
década de 1930.
Ya en 1920 el marxismo, en tanto que
instrumento de análisis político y herramienta para la toma del poder,
había fracasado. Lo que no impidió que, a lo largo de todo el siglo XX,
se fuera constituyendo en ideología e impregnando el conjunto de las
sociedades occidentales. Hasta Hitler tuvo que llamar socialista
a su partido para darle carácter. La finada clase obrera, en nombre de
la cual hablan aún unos cuantos, no formó parte de ninguna revolución
comunista conocida, y sirvió a unos y a otros para barridos y fregados
diversos. En general –Rusia, China, Cuba, Vietnam...–, el papel
protagónico correspondió al campesinado, que se proletarizó en un
proceso de construcción industrial que no era en su inicio capitalista,
puesto que el eje de la producción de esos países no fue el mercado
hasta pasados muchos años. También el campesinado fue central en la
revolución atrasista de Camboya.
El otro asunto es el de la condición
criminal de los comunismos. Por supuesto que han sido criminales. Pero
ése es un terreno en el que los comunismos se disputan el primer lugar
con muchos otros partidos y movimientos a lo largo de la historia. El
rey de los belgas Leopoldo II, que era un individuo y no una secta,
entre 1900 y 1909 redujo a la mitad la población del Congo, que pasó de
veinte millones a diez. Esto es el equivalente a la mitad de las muertes
soviéticas a lo largo de setenta años, es decir, descontados los 20
millones de personas que perdieron la vida en la Segunda Guerra Mundial
(cien mil sólo en la toma de Berlín, y en Stalingrado un millón de
militares y otro de civiles). Lo más grave del caso congolés es que en
esos nueve años de expolio no se construyó absolutamente nada: está
claro que el monarca no asumió la "carga del hombre blanco".
El periodo soviético significó, sumando
las víctimas del régimen y los muertos en guerra, militares –enviados al
frente con criterios muy generosos de administración de la carne de
cañón– y civiles, 40 millones en una población que en 1991 era de algo
más de 290 millones y que debía de ser mucho menor en 1940. ¿Un doce por
ciento, tal vez?
El comunismo atrasista de Pol Pot y los
jemeres rojos ocasionó millón y medio de desaparecidos, lo que hizo
descender la población de más de siete millones a menos de seis, es
decir, en alrededor del 20 por ciento, en tres años.
El nazismo asesinó a 11 millones de
personas, de las cuales 6 eran judías, en campos de concentración y
exterminio. La pérdida demográfica de Alemania fue de entre 6 y 10
millones, sumados civiles y militares, al margen de los campos –en los
que perecieron muchos más–. El total de pérdidas humanas de la Segunda
Guerra Mundial, que desató la Alemania nazi, fue de 65 millones.
El comunismo está activo desde, al
menos, 1848, y hay países comunistas hoy mismo –Cuba, Corea del Norte–,
lo que representa una trayectoria histórica de 162 años hasta la fecha y
con esperanzas de supervivencia. El nazismo duró veinte años y estuvo
sólo doce en el poder, entre 1933 y 1945. Proporcionalmente, las
consecuencias del nazismo fueron mucho peores. Lo cual no impide
establecer comparaciones entre las respectivas patologías de Hitler y
Stalin. Claro que uno de los aspectos más repugnantes del nazismo, el
antisemitismo, al que Stalin no era precisamente ajeno, campa por sus
respetos en las izquierdas actuales, en el islamismo y en parte de las
derechas. Y de los comunismos quedan en Occidente, excepción hecha del
museo cubano, flecos de un léxico –en su mayor parte derivado del
positivista Engels, tan amante de los términos militares: impuso vanguardia,
por ejemplo– y retales mal cosidos a una visión del mundo que hubiera
merecido el rechazo tanto de Stalin como de Hitler, nada partidarios, a
juzgar por sus hechos, del movimiento gay ni del feminismo.
Todas las revoluciones, empezando por la
paradigmática, la francesa de 1789, han sido criminales. Resulta cuando
menos curioso que haya sido el comunista avant la lettre Gracus Babeuf, partícipe activo del movimiento, quien primero denunciara los crímenes de aquella revolución (véase El sistema de despoblación de Babeuf,
con el magnífico estudio introductorio de María Teresa González Cortés:
De la Torre, Madrid, 2008); en concreto el que se podría considerar el
primer genocidio de la modernidad, el de los católicos de la Vendée. Es
bueno saberlo, aunque también haya que saber que las revoluciones y sus
crímenes son tan inevitables como la lluvia o el mar.
Y no vale la pena plantear quién es más
criminal, que es lo que le encanta al gobierno de la memoria histórica.
Porque si se plantea caemos sin remedio en el asunto de la Guerra Civil y
cada uno alzará sus propios números, necesariamente fuera de contexto.
La revolución que los marxianos de todo pelaje pretendían hacer en el
marco de la guerra costó a la República un número indeterminado de
bajas, decisivo para su derrota, dados los enfrentamientos entre
prosoviéticos, trotskistas, cenetistas y faieros –tal vez el
calificativo de secta fuese adecuado para la FAI–. El fuego
amigo fue una constante republicana. A la Inquisición le preocupaban
menos los judíos y los musulmanes que los probables falsos conversos, es
decir, los católicos de fe dudosa. A los revolucionarios también. Pero
ese es tema de otro artículo.
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