La “Justicia Social” como antítesis de la justicia
Uno de los peores abusos del término “social”, que aniquila totalmente el significado del sustantivo a que se aplica, estriba en el casi universal empleo de la expresión “justicia social”.
F. A. von Hayek, premio Nobel en Economía - La fatal arrogancia, 1988, p. 188.
El eje del debate de los temas económico-sociales necesariamente hace referencia a los ingresos y salarios en términos reales. En este sentido, en primer término debe resultar claro que las remuneraciones no provienen de la sensibilidad social de los empleadores para con los empleados, ni de la organización sindical, ni de la capacidad para decretar huelgas más o menos generalizadas ni de la sensibilidad social de los gobernantes para decretar aumentos masivos por decreto.
La causa de ingresos y salarios en términos reales es la inversión per capita, es decir, tasas de capitalización que hacen de apoyo logístico al trabajo para aumentar su rendimiento. Maquinarias, equipos, herramientas e instalaciones en el contexto de un adecuado conocimiento son la razón de los aumentos de salarios e ingresos en términos reales. Si miramos el mapa del mundo y recorremos distintas ciudades y regiones observaremos el estrecho correlato entre las antes mencionadas tasas de capitalización y los ingresos y salarios en términos reales que percibe la gente del lugar.
Sabemos que un país llamado “subdesarrollado” no lo es debido a faltante de recursos naturales ni tampoco debido a cuestiones genéticas. Los países relativamente pobres lo son como consecuencia de marcos institucionales que no otorgan seguridad y justicia y la consiguiente asignación y respeto a los derechos de propiedad. Recordemos que Japón es un cascote cuya parte habitable es apenas el veinte por ciento, mientras que la India es uno de los países más extensos y ricos en recursos naturales del planeta.
Habitualmente se caricaturiza al empleador como una persona vestida con galera y zapatos de charol, con un enorme abdomen el cual está adornado por una pesada cadena de oro y frente a él aparece una persona mal vestida, eventualmente descalza, que no tiene para llegar a fin de mes o, eventualmente, a fin del día.
Frente a este cuadro de situación se piensa que se necesita intervención del estado para “equilibrar el poder de contratación”. Pero esta caricatura pasa por alto el hecho de que son las tasas de capitalización las que determinan ingresos y salarios en términos reales y no las más o menos abultadas cuentas corrientes de los empleadores. Si un millonario llega a un lugar y averigua cuáles son los salarios para pintar su casa y, una vez informado, decide pagar la mitad debido a su engrosado patrimonio neto, la consecuencia será que no pintará su casa puesto que, por definición, el salario de mercado es el que resulta de la inversión per capita.
Cuando se alude a negociaciones individuales o colectivas en materia salarial, en última instancia lo que se está verificando en un proceso de prueba y error es la información respecto de aquellos salarios de mercado, pero en ningún caso se trata de una pulseada en la que el que tiene mayor músculo logra imponer sus caprichos.
Desde luego que resulta indispensable que los mercados laborales sean libres a los efectos de que a través de los arreglos contractuales se emplee todo el trabajo disponible.
Los recursos son escasos y las necesidades son ilimitadas. Siempre hay cosas por hacer.
Siempre hay necesidades a satisfacer. Si un conjunto de náufragos llegara a una isla deshabitada, seguramente esas personas no concluirán que no tienen trabajo que realizar puesto que no “fuentes de trabajo” en la isla. No les resultarán suficientes las horas del día y de la noche para trabajar. Desde luego que los salarios, ya sean referidos en términos monetarios o en términos no monetarios, serán reducidos si la capacidad de ahorro y las consecuentes tasas de capitalización son reducidas.
Los espectáculos lamentables de desempleo que se observan son consecuencia de “conquistas sociales” que en verdad significan aparatos de explotación que perjudican especialmente a los más necesitados. Este es el caso del salario mínimo que saca del mercado a aquellos que más necesitan trabajar debido a que se pretende establecer salarios superiores a los del mercado. Las jubilaciones estatales obligatorias y las obras sociales del mismo carácter han constituido y constituyen groseras estafas para la gente más débil desde el punto de vista económico.
Sin duda que cualquier persona noble quedará consternada cuando sabe que hay gente que no tiene alimentación adecuada, que tiene frío en invierno, que no puede atender su salud y no puede educarse. Pero la solución no estriba simplemente en una declaración de deseos sino en acumulación de ahorros que permiten aumentos crecientes en las remuneraciones. Las tasas de capitalización producen externalidades positivas. Nuestras remuneraciones se deben en gran medida a las tasas de capitalización que acumulan otros en el país donde operamos. Y esas externalidades se producen en la medida en que haya marcos institucionales que den suficiente seguridad y justicia. Debemos recordar que la condición natural del hombre lamentablemente es la pobreza más extrema. Para pasar a una menor pobreza o una mayor riqueza se requiere trabajo, ahorro e inversión.
Los procesos de mercado permiten, a través del sistema de precios, asignar los factores productivos allí donde los rendimientos son mayores. A través del cuadro de resultados, los empresarios que no dan en la tecla con los gustos y preferencias del consumidor incurren en quebranto y aquellos que satisfacen a la demanda obtienen ganancias. Este sistema de premios y castigos permite la mejor utilización y aprovechamiento de los factores productivos al efecto de maximizar las tasas de capitalización con los resultados antes apuntados.
Resulta esencial comprender que cada desperdicio de capital, cada malasignación de los siempre escasos factores productivos se traduce inexorablemente en menores ingresos y salarios en términos reales. Toda la comunidad se perjudica con tales políticas pero los efectos negativos recaen muy especialmente sobre los relativamente más pobres.
Resulta en verdad un espectáculo bochornoso el observar en muchas sociedades cómo aumenta el gasto público, como aumenta el endeudamiento estatal, como se incrementan permanentemente los impuestos al tiempo que se otorgan privilegios de todo tipo a grupos de pseudo empresarios que se alían con el poder para obtener mercados cautivos.
En este mismo contexto se vulneran principios republicanos esenciales como son los de la división de poderes y la independencia de la justicia.
En no pocos casos existe una alarmante impunidad para los amigos del poder. En este cuadro de situación resulta absolutamente inaceptable que se sostenga que los resultados de tales políticas provienen de “la competencia, los mercados libres y el capitalismo”. Por esto es que cuando se insiste en llamadas “reformas de la primera generación” con la intención de pasar eventualmente a una “segunda generación de reformas”, debemos hacer un alto en el camino y observar con detenimiento en qué consistieron las reformas y así podemos ver que, en la mayoría de los casos, sería más apropiado hablar de reformas de “primera degeneración”.
Lamentablemente las situaciones de gran desorden fiscal y corrupción generalizada son apoyadas por instituciones como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial que reclaman mayores ajustes a la garganta del contribuyente para poder atender las demandas de los acreedores internacionales. Los privilegios, monopolios y corrupciones antes referidas se traducen en una injusta distribución del ingreso. Lo curioso es que en algunas ocasiones esa injusticia se la atribuye al mercado, desfigurando por completo el significado de ese proceso. Los economistas aludimos a veces al mercado como un antropomorfismo cuando en realidad a lo que estamos aludiendo son a específicos arreglos libres y voluntarios entre específicas personas. Si una persona produce un lápiz y lo vende a un dólar, en ese mismo acto observamos que simultáneamente ocurre el proceso de producción y distribución: el que produjo el lápiz obtuvo como retribución la distribución del ingreso que le entregó el comprador del lápiz, y este último aumentó su patrimonio neto puesto que valora más el lápiz que el dólar que entregó a cambio.
Es por esto que la riqueza debe ser vista como un proceso dinámico de suma positiva. Por el contrario, habitualmente se lo analiza como un proceso de suma cero, analizando la riqueza como si fuera un paquete estático que pasa de unas manos a otras. Si esto fuera el caso no habría más riqueza en el planeta que la existente en la época de las cavernas.
Los procesos de creación de riqueza están en estrecha relación con los incentivos para producirla. Producción y distribución constituyen la cara y la contracara del mismo proceso. No es escindible. Y cuando se lo pretende separar a través de procesos “de redistribución” queda afectada la productividad y, como consecuencia las tasas de capitalización y los ingresos y salarios en términos reales.
La desigualdad de rentas y patrimonios cumple un rol social de fundamental importancia.
Implica las eficiencias relativas para administrar los escasos recursos disponibles. De lo que se trata en una sociedad abierta es que todos puedan mejorar, pero de ningún modo que tiendan a un igualitarismo que es siempre pernicioso. Supongamos que se pretenda igualar patrimonios en el nivel de 5.000. Esto producirá dos resultados. En primer término, aquellos cuya productividad es superior a 5.000 pero saben a ciencia cierta que serán expoliados por la diferencia no producirán el excedente y, los que están debajo de esa marca esperarán que se lo redistribuya por la diferencia, redistribución que nunca les llegará puesto que, como decimos, no habrá producción más allá de la marca establecida.
Se podrá decir que la idea no es lograr un igualitarismo sino el disminuir las desigualdades. Pero con este razonamiento se producen idénticos efectos a los señalados más arriba: en la medida en que se tienda a limar las desigualdades producidas por distintas eficiencias se tenderán a producir los efectos que hemos señalado.
Sin duda que las políticas redistribucionistas están en la mayor parte de los casos inspiradas en la mejor de las intenciones, pero en economía, las intenciones son irrelevantes, lo importante son los resultados. Cada vez que hay una redistribución, es decir una distribución en un sentido distinto del que asigna el mercado de acuerdo a la eficiencia para asignarlo en otras direcciones, se está comprometiendo severamente los ingresos y salarios en términos reales de la comunidad.
Es común que se intente la redistribución a través de mecanismos fiscales, por ejemplo, los impuestos progresivos. Estos impuestos son especialmente dañinos puesto que constituyen un castigo creciente a la productividad. Alteran las posiciones patrimoniales relativas, es decir, a través de alícuotas crecientes se contraría las preferencias del consumidor en el mercado, distorsionándose sus preferencias.
También el impuesto progresivo significa un privilegio para los más ricos puesto que los que vienen ascendiendo la pirámide patrimonial trabajosamente son amputados en forma creciente por la referida progresividad. De este modo se “protege” a quienes están ubicados en el vértice, aunque la pirámide eventualmente pueda achicarse o achatarse. Por último, y tal vez lo más importante, los impuestos progresivos son regresivos, puesto que al succionar el ahorro en forma creciente se afecta la capitalización con lo cual se bloquea la posibilidad de aumentos de salarios e ingresos en términos reales a los más pobres.
En un libro titulado En defensa de los más necesitados, del que soy coautor, exponemos detenidamente los casos de Inglaterra, Estados Unidos y la Argentina antes de la aparición de aquella contradicción en términos llamada “Estado benefactor” (dado que la beneficencia, por definición, se realiza con recursos propios y de modo voluntario). En los tres casos es notable la cantidad enorme de cofradías, montepíos, asociaciones de inmigrantes, obras filantrópicas, sociedades de socorros mutuos y fundaciones antes de la irrupción del aparato de la fuerza simulando caridad. En el referido libro (p. 290) se citan palabras pronunciadas por el diputado David Crockett en el recinto del Parlamento estadounidense que ilustran nuestro argumento. El diputado dijo lo siguiente con motivo de la discusión de una ley en la que se proponía asignar un monto a la viuda de un distinguido oficial de marina:
Tengo un gran respeto por la memoria de los muertos y una gran simpatía por los sufrimientos de los que viven, como el que más en este recinto, pero no podemos permitir que nuestro respeto por los muertos y nuestra simpatía por los que quedan nos arrastren a un acto de injusticia. No necesito entrar en el argumento para probar que el Congreso no tiene poder para apropiarse del dinero como si fuera un acto de caridad. Todos los miembros de este parlamento lo conocen. Tenemos todo el derecho como individuos de dar todos los recursos que consideremos pertinentes de nuestro propio peculio para hacer caridad; pero como miembros del Congreso no tenemos derecho de apropiarnos de un dólar de los dineros públicos para estos propósitos [...] Sé que soy el hombre más pobre de este recinto. No puedo votar por esta ley por las razones expuestas pero estoy dispuesto a entregar mi paga de una semana para el objetivo que aquí se discute y propongo que todos los miembros del Congreso hagan lo mismo, de este modo obtendremos una suma aún mayor que la que se proponía en la ley.
Estos embates del llamado “Estado benefactor” también se ilustran a través de los cuatro acápites con los que se abre el libro de referencia: Adam Ferguson (en 1767) “Por su parte, el término benevolencia no es empleado para caracterizar a las personas que no tienen deseos propios; apunta a aquellas cuyos deseos las mueven a procurar el bienestar de otros”, Wilhelm von Humboldt (en 1792) “En la medida en que cada individuo descansa en el asistencialismo del Estado, abandona su responsabilidad sobre la suerte y el bienestar de sus semejantes”, Milton Friedman (en 1971) “Los programas estatales de asistencia a los pobres son un fracaso, a los que se agrega el fraude y la corrupción” y Michael Novak (en 1982) “Las personas quieren pan. También quieren libertad. No sólo es posible contar con las dos cosas: la segunda resulta esencial para la primera”.
Por eso es que esa entelequia que se ha dado en llamar “justicia social” tiene dos acepciones posibles.
En primer lugar, una grosera redundancia, puesto que la justicia no puede ser vegetal ni mineral. Si no se trata de un pleonasmo resulta la antítesis de la definición de justicia de Ulpiano de “dar a cada uno lo suyo” para significar el quitarle a unos lo que les pertenece para darles a otros lo que no les pertenece. Esta última variante, como hemos apuntado, malasigna factores productivos y por tanto disminuye ingresos y salarios en términos reales. Por esto es que en verdad todos los llamados sistemas de “seguridad social” que se han aplicado durante las últimas largas décadas implican tremendos aparatos de inseguridad antisocial. Aunque Robert Nozick ha contestado contundentemente las teorías expuestas en Teoría de la justicia de John Rawls, me parece oportuno recordar las críticas que formulé oportunamente en mi libro Socialismo de mercado: ensayo sobre un paradigma posmoderno, las cuales incluían algunos aspectos de la tesis central de Rawls que vienen muy al caso repetir dado el tema general de este seminario.
Dice Rawls
Las expectativas más elevadas de quienes están mejor situados son justas si y sólo si funcionan como parte de un esquema que mejora las expectativas de los miembros menos favorecidos de la sociedad. La idea intuitiva es que el orden social no ha de establecer y asegurar las perspectivas más atractivas de los mejor situados a menos que el hacerlo sea en beneficio de aquellos menos afortunados (pp. 97-8).
Y más adelante subraya que
El principio de la diferencia representa, en efecto, un acuerdo en el sentido de considerar la distribución de talentos naturales, en ciertos aspectos, como un acervo común, y de participar en los mayores beneficios económicos y sociales que hacen posibles los beneficios de esa distribución. Aquellos que han sido favorecidos por la naturaleza, quienes quiera que fuesen, pueden obtener provecho de su buena suerte sólo en la medida en que mejoren la situación de los no favorecidos. [...] Nadie merece una mayor capacidad natural ni tampoco un lugar inicial más favorable en la sociedad (p. 124).
Como vemos, de hecho, el autor supone la posibilidad de que en una sociedad abierta no existe conexión entre las situaciones más favorecidas y las situaciones menos favorecidas. Como una consecuencia no querida (y muchas veces no buscada) las altas tasas de capitalización se traducen en ingresos y salarios en términos reales mayores para los no-propietarios de aquel mayor capital (como una inexorable externalidad positiva).
Desde otro costado, si introducimos aspectos deontológicos, aparecerá subrayada la necesidad de respetar derechos como fundamento de la justicia lo cual, entre otras cosas, como queda dicho, da por resultado mejores condiciones para todos. De todos modos, hasta aquí las cosas aparentemente no habría conflicto con Rawls puesto que aceptaría la distribución natural y la adquirida en el mercado si se comprueba la externalidad correspondiente. Pero, de hecho, Rawls no acepta la transmisión que se produce en los procesos de mercado entre los más y los menos exitosos, de allí es que concibe su segundo principio: el principio compensación.
Este principio afirma que las desigualdades inmerecidas requieren una compensación; y dado que las desigualdades de nacimiento y de dotes naturales son inmerecidas, habrán de ser compensadas de algún modo [...] La idea es compensar las desventajas contingentes en dirección hacia la igualdad [...] si es que queremos diseñar al sistema social de manera que nadie obtenga beneficios o pérdidas debidos a su lugar arbitrario en la distribución de dones naturales o a su posición inicial en la sociedad, sin haber dado o recibido a cambio las ventajas compensatorias. (p. 123-4)
De este modo el autor de Teoría de la justicia precisa que
La distribución natural no es ni justa ni injusta, como tampoco es injusto que las personas nazcan en una determinada posición social. Estos son hechos meramente naturales. Lo que puede ser justo o injusto es el modo en que las instituciones actúan respecto a esos hechos [...] La estructura básica de estas sociedades incorpora la arbitrariedad de la naturaleza. Sin embargo, no es necesario que los hombres se sometan a estas contingencias. El sistema social no es un orden inmodificable colocado más allá del control de los hombres, sino un patrón de la acción humana. (p. 124-5)
Como hemos hecho notar antes, las conclusiones rawlsianas derivan de una manifiesta incomprensión del proceso de mercado. Parten de la premisa que producción y distribución son fenómenos independientes (de ahí la compensación) y dejan de lado el hecho de que el sistema de información dispersa que provee el sistema de precios permite asignar del mejor modo los factores de producción, precisamente para ofrecer el mejor nivel de vida posible a todos, dadas las circunstancias imperantes.
En el caso que nos ocupa es importante hacer un close up sobre los sectores marginales, los cuales resultan especialmente favorecidos en la medida en que las tasas de capitalización resulten más altas.
Sin duda que no “merecemos” nuestros talentos naturales ni nuestra “posición inicial en la sociedad”. Tampoco merecemos nuestra vida, de lo cual no se desprende que pueda ser apropiada por otros, ni desconocidos nuestros derechos. En verdad llama la atención el título de la obra de Rawls, puesto que dentro de la idea de justicia de dar a cada uno lo suyo, nada más suyo que los talentos que, según esta óptica, para nada constituyen “un acervo común”.
Es la desigual distribución de talentos lo que, a su vez, permite la división del trabajo que es lo que posibilita la cooperación social, de lo contrario, si todos tuviéramos iguales habilidades e inclinaciones el intercambio y la cooperación social resultarían imposibles.
Este análisis también debe extenderse a los acontecimientos y a los hechos que proceden de lo que habitualmente se denomina “suerte”.
Estrictamente hablando la suerte o la casualidad no son tales. Todos los fenómenos resultan de la causalidad. En última instancia, las teorías del caos se refieren a causalidades no detectadas o imposibles de detectar por el ser humano. Se alude a la suerte cuando nos referimos a acontecimientos no previstos (incluso en los llamados “juegos de azar”, por ejemplo, cuando tiramos los dados, el resultado depende de causas concretas como el peso de los mismos, la velocidad de la tirada, el roce del paño, etc.). En este sentido, sin duda que el nacimiento y las circunstancias en que nace cada uno no son acontecimientos previstos ni “merecidos” por quien nace. Pero la suerte a que se refiere Rawls en el contexto de lo patrimonial (nacer en una familia pudiente, ganarse la lotería, lanzar un producto en un momento oportuno no calculado con antelación, etc.) a la postre, está guiada por el plebiscito diario del mercado que asigna y reasigna recursos de acuerdo a la buena o la mala administración de sus titulares, siempre a criterio de los consumidores.
En ausencia de privilegios, los cuadros de resultados castigan a los malos administradores y premian a los buenos.
En otros términos, en la medida en que se aplique el principio de compensación se anula el proceso de asignación de recursos que venía votando el mercado con las consecuencias antes mencionadas (muy especialmente para los más necesitados quienes hubieran sido los más beneficiados por la capitalización que no se produjo debido, precisamente, a la compensación). No hay posibilidad de compensar paralelamente al mercado, necesariamente el fenómeno ocurre en vez del mercado puesto que el destino de los siempre escasos recursos no puede operar simultáneamente en dos direcciones distintas.
El mercado es un proceso impersonal, no resultan relevantes los nombres y apellidos de los herederos de tal o cual situación, sólo importa su aptitud para servir a los demás: en la medida de esa habilidad se incrementará o se consumirá lo recibido.
La peculiar noción de justicia rawlsiana comprende una lista de libertades básicas pero, “Por supuesto que las libertades que no estuviesen en la lista, por ejemplo, el derecho a poseer ciertos tipos de propiedad (por ejemplo, los medios de producción) y la libertad contractual, tal como es entendida por la doctrina del laissez-faire, no son básicas, y por tanto no están protegidas por la prioridad del primer principio” (p. 83). En este caso, Rawls llama el “primer principio” de la justicia a que las libertades de unos sean iguales a las libertades de otros (p. 82). Este razonamiento naturalmente da por tierra con el eje central del mercado y, por ende, elimina la posibilidad del cálculo económico, la evaluación de proyectos y la contabilidad.
Rawls vuelve a repetir
¿Qué es entonces lo que puede justificar este tipo de desigualdad inicial en las perspectivas de vida? Según el principio de las diferencias sólo es justificable si la diferencia de expectativas opera en beneficio del hombre representativo peor colocado, en este caso el representante de los obreros no cualificados. La desigualdad en las expectativas es permisible sólo si al reducirlas empeora aún más a la clase trabajadora. (p. 100)
Y concluye que
La justicia tiene primacía frente a la eficacia y exige algunos cambios que en este sentido no son eficaces. La consistencia se da sólo en el sentido de que un esquema perfectamente justo sea también eficaz. (p. 101-2)
Y es precisamente a esto último a lo que apunta la sociedad abierta y el mercado libre: en este sentido hay un correlato entre el respeto a las libertades individuales y la mejoría social. Al asimilar un aspecto de la ética (el que es relevante en el contexto de las relaciones sociales) al respeto por los derechos de otros con la mayor eficiencia, James M. Buchanan ha escrito en otro contexto en Liberty, Markets and State que “Si no hay criterio objetivo para el uso de recursos que pueda aplicarse a la obtención de resultados como medida indirecta de comprobar la eficacia del proceso de intercambio, entonces, mientras el intercambio se mantenga abierto y se excluya el fraude y la violencia, el acuerdo a que se llega es, por definición, eficiente”.
Si Rawls considerara que el proceso de mercado compatibiliza la justicia y la eficacia no habría desarrollado las elaboraciones que presenta en su libro. Expone su tesis central debido a que no considera aquello posible; de ahí el principio de compensación y, consecuentemente, Rawls excluye de su lista de libertades la propiedad privada de los medios de producción y la libertad contractual irrestricta.
John Rawls es sólo un caso, tal vez el más sofisticado, del análisis tendiente al redistribucionismo. En gran medida respecto de nuestra región podría decirse que América latina está constituida por sociedades del privilegio y por tanto de la explotación a los más necesitados. Sin duda que existen en la región empresarios genuinos que no buscan la dádiva sino el desafío del mercado y, sobre todo, existen esfuerzos intelectuales y educativos tendientes a mostrar las ventajas de una sociedad abierta frente a las intervencionistas que aparecen con muy diversas etiquetas, incluyendo las de “la tercera vía”.
Ciframos las esperanzas en aquellos trabajos intelectuales que pretenden revertir la tendencia. Juan Bautista Alberdi hace ya casi 150 años en su libro Las Bases nos expone la idea de gobierno que proviene de la tradición colonial que, en gran medida, aún prevalece entre nosotros “Nuestro derecho colonial no tenía por principal objeto garantizar la propiedad del individuo sino la propiedad del fisco. Las colonias españolas eran formadas para el fisco, no el fisco para las colonias. Su legislación era conforme a su destino: eran máquinas para crear rentas fiscales. Ante el interés fiscal era nulo el interés del individuo. Al entrar en la revolución, hemos escrito en nuestras constituciones la inviolabilidad del derecho privado; pero hemos dejado en presencia subsistente el antiguo culto del interés fiscal. De modo que, a pesar de la revolución y de la independencia, hemos continuado siendo repúblicas hechas para el fisco”\.
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