Por Alberto Benegas Lynch (h)
Los sistemas sociales en última
instancia debe ser juzgados por sus fundamentos éticos, es decir, por su
capacidad de respetar la dignidad del ser humano, por la consideración a
las sagradas autonomías individuales y, por consiguiente, a las mejores
condiciones de vida posibles en este mundo, espirituales y materiales
según sean las preferencias de cada cual dada la liberación máxima de
las energías creativas.
Los socialismos en cualquiera de sus
variantes significan quitar en mayor o menor medida la libertad de las
personas por parte del monopolio de la fuerza que llamamos gobierno. No
tiene sentido alguno hablar de moral cuando no hay libertad. No es moral
ni inmoral aquél acto que se realizó por medio de la violencia y es
pertinente recordar que la libertad significa ausencia de coacción por
parte de otros hombres.
No es correcto extrapolar la idea de libertad en
el contexto de relaciones sociales a otros campos como la biología o la
física. Como hemos subrayado antes, no se deja de ser libre en el
sentido de las relaciones sociales cuando se comprueba el hecho de que
hay personas que alegan no “son libres” de bajarse de un avión en pleno
vuelo, o de ingerir arsénico sin sufrir las consecuencias, ni son “menos
libres” los que están aferrados al tabaco. En este contexto carece de
significación sostener que los pobres “no son libres” para comprarse un
automóvil de lujo con lo que se confunde la idea de la libertad con la
de oportunidad. Sin duda que el lisiado no puede ganar una competencia
de cien metros llanos, pero esto nada tiene que ver con la libertad en
el contexto de las relaciones sociales.
Pero tal vez lo más relevante sea
comprender que la libertad permite que cada uno se ocupe de sus asuntos
sin que se le resulte posible lesionar derechos de otros y, en ese
ámbito, cada uno sepa que para prosperar debe inexorablemente mejorar la
condición social de su prójimo sea en campos espirituales o materiales,
sea brindando buenos consejos o brindando bienes y servicios que le
agraden a sus congéneres. Así, en el terreno puramente material, los que
aciertan obtienen ganancias y los que yerran incurren en quebrantos.
Ese es el modo por medio del cual en una sociedad abierta se asignan
derechos de propiedad. Los resultantes no son posiciones irrevocables,
sino cambiantes siempre según la capacidad y dedicación de cada cual
para atender los requerimientos de otros.
Hoy en día desafortunadamente tienen
mucho predicamento las distintas manifestaciones de socialismo,
situación que al dañar el derecho de propiedad de la gente hace que la
pobreza se extienda por doquier, a pesar de lo cual, cuando se presenta
la posibilidad de pequeños islotes de libertad relativa, la consecuencia
es un portentoso progreso.
Uno de los elementos centrales en este
debate consiste en la igualdad. Ya en los albores de la Revolución
Francesa, antes de los estropicios de la contrarrevolución jacobina, en
los dos primeros artículos de la célebre Declaración se establecía la
igualdad de derechos pero nunca la manía moderna del pretendido
igualitarismo de ingresos y patrimonios que al imponer la guillotina
horizontal empobrece a todos pero de modo especial a los más débiles.
Esto es así porque los aparatos políticos al redistribuir
compulsivamente lo que la gente ya distribuyó voluntariamente con sus
compras en el supermercado y afines, provoca consumo de capital que, a
su turno, necesariamente reduce salarios.
Este es un tema crucial: entender que el
único modo de elevar salarios consiste en incrementar inversiones. No
hay magias posibles en economía, lo contrario permitiría que se aumenten
ingresos por decreto con lo que nos podrían hacer a todos millonarios.
Pero las cosas no son así, hay que trabajar, ahorrar e invertir para
elevar el nivel de vida. Y, a su vez, para atraer inversiones es
indispensable contar con marcos institucionales civilizados de respeto
recíproco.
En la medida que los gobiernos jueguen
al Papá Noel con el fruto del trabajo ajeno (ningún gobernante pone a
disposición su patrimonio), los resultados serán nefastos. Es
inaceptable concebir una sociedad como un gran círculo donde cada uno
tiene metidas las manos en los bolsillos del vecino. Esto es lo que se
conoce en economía como “la tragedia de los comunes”: lo que es de todos
no es de nadie y por tanto son nulos los incentivos para usar
adecuadamente los siempre escasos recursos. La forma en que se prenden
las luces y se toma café en el ámbito privado no es la misma en ámbitos
estatales.
Por supuesto que lo dicho en cuanto a lo
que ocurre en mercados abiertos y competitivos no sucede cuando
pseudoempresarios se alían con el poder político de turno para
conquistar privilegios y prebendas a espalda de la gente. En este caso
sus ingresos y patrimonios no son el resultado de satisfacer a otros
sino que son la consecuencia de una miserable explotación.
Es habitual que se vea a la riqueza como
un proceso de suma cero, es decir que lo que tiene fulano es porque no
lo tiene mengano. Esto no es correcto, la riqueza es un concepto
dinámico no estático en el que nos pasamos de uno a otro los mismos
bienes existentes. El que vende algo a cambio de dinero es porque
aprecia en más el dinero que el bien que entrega a cambio y viceversa
con el comprador. Ambas partes se enriquecen en la transacción donde hay
intercambios libres.
No es cuestión de decir que se trata de
contar con “visiones nobles y sublimes” y que por ende no se aceptan
explicaciones pedestres basadas en la ciencia económica. Si se habla de
pobreza material y de sufrimiento de quienes viven una vida miserable,
es indispensable recurrir a la economía. Sin embargo, es frecuente que
no se quieran oír las recetas económicas serias porque son
“materialistas” y, simultáneamente, se alaban medidas económicas que
arruinan a todos pero muy especialmente a los más necesitados puesto que
cada vez que se sugieren dislates económicos de hecho se ataca a los
más débiles por más buenas intenciones que se tengan (“los caminos del
infierno están pavimentados con buenas intenciones”).
Hay además una cuestión básica referida a
que el conocimiento está disperso y fraccionado entre millones de
personas en la sociedad. La institución de la propiedad privada hace
posible el sistema de precios que, a su vez, coordina ese conocimiento
disperso y fraccionado al efecto de servir las preferencias y
requerimientos de la gente.
He citado ad nauseam la
ilustración que propone John Stossel y es que nos imaginemos un trozo de
carne envuelto en celofán en la góndola de un supermercado y nos invita
a cerrar los ojos y pensar en el largo y complejo proceso por el cual
ese bien está finalmente a disposición masiva de los consumidores. Los
agrimensores en los campos, los alambrados, los postes y sus
antecedentes que significan emprendimientos de décadas para la
forestación y reforestación junto a los transportes, las cartas de
crédito, el personal y tantas otras facetas, el arado, las cosechas, los
fertilizantes, los pesticidas, el ganado, los peones y sus caballos,
las empresas de riendas y monturas, en fin tantas actividades
empresarias horizontal y verticalmente consideradas. Nadie está pensando
en el trozo de carne en el supermercado sino en sus tareas específicas
y, sin embargo, el producto está en la góndola debido a la coordinación
de millares de operaciones debido al sistema de precios que trasmite
información, como decimos, siempre dispersa y fraccionada.
Luego vienen los sabihondos que dicen
que “no puede dejarse el proceso a la anarquía del mercado” e
intervienen y producen desajustes mayúsculos en el celofán, la carne, la
góndola y el supermercado hasta que no hay nada para nadie en los casos
en los que la soberbia de los burócratas es grande.
Por esto es que no tiene el menor
sentido afirmar que se es “liberal en lo político pero no en lo
económico”, es lo mismo que sostener que se cree en la libertad en el
continente (el marco) y no en el contenido (en las acciones diarias de
la gente). De nada sirve la libertad política que establece ciertos
derechos si cuando se actúa todos los días comprando y vendiendo se
bloquea la libertad. Y tengamos en cuenta que la actividad diaria se
enmarca en un abanico de contratos, unos explícitos y la mayoría
implícitos. Desde que uno se levanta a la mañana y se lava los dientes y
toma el desayuno hay contratos de compra-venta del dentífrico, la
mermelada, el café, el microondas, la heladera etc., el viaje al trabajo
(contrato de transporte), el trabajo mismo (contrato laboral) y así
sucesivamente con la educación de los hijos en los colegios o
universidades, los bancos, el estacionamiento de los vehículos y todo lo
demás. Cuando los aparatos estatales se entrometen en estos millones y
millones de arreglos contractuales se generan problemas graves de
desajustes y crisis varias.
Por otra parte, al distorsionar precios,
la contabilidad, la evaluación de proyectos y el cálculo económico en
general quedan desdibujados. En rigor, eliminados los precios, no se
sabe si conviene construir caminos con pavimento o con oro (si alguien
manifiesta que con oro sería un derroche, es porque recordó los precios
antes de eliminarlos). Pero lo relevante es mostrar que no es necesario
llegar a este extremo para que aparezcan los problemas: en la medida
de la intervención estatal, en esa medida surgen los cimbronazos.
Ya que estamos hablando de precios, es
oportuno apuntar que cuando se imponen precios máximos a un producto, no
solo se expande la demanda y se contrae la oferta con lo que aparecen
faltantes, sino que los recursos tienden a volcarse a otros ramos con lo
que los funcionarios habitualmente extienden los controles a esos otros
sectores con lo que se van ampliando los efectos de las garras del
Leviatán por todos los vericuetos de las relaciones sociales. Ese es el
sentido del dictum de George Bernard Shaw al decir que “un comunista no es más que un socialista con convicciones”.
En otros términos, los socialismos
recortan libertades y por más que los ingenuos se alarmen por los Gulag,
los controles policiales contra fenómenos que son consubstanciales a la
naturaleza humana como la especulación, terminan por ahogar aquello que
muchos de ellos querían preservar. Dicho sea al pasar, especulación
quiere decir conjeturar que se pasará de una situación menos
satisfactoria a otra que le proporcionará mayor satisfacción a quien
actúa, y esto va para todas las acciones posibles, no hay acción sin
especulación, los gobiernos solo deben velar para que no se lesionen
derechos.
Por eso concluye el premio Nobel en economía Friedrich Hayek en Los elementos morales de la libre empresa que
“Está en la esencia de la sociedad libre que se debe recompensar
materialmente no por hacer lo que otros nos ordenan hacer sino por hacer
lo que necesitan […] La libre empresa ha desarrollado la única forma de
sociedad que mientras nos provee con amplias medios materiales -si eso
es lo que queremos- deja al individuo libre para elegir entre
recompensas materiales y no materiales […] Es injusto culpar al sistema
como materialista porque, en lugar de decidir por él, deja al individuo
que decida si prefiere ganancias materiales a otro tipo de excelencias”.
Por mi parte, por eso defino al liberalismo como el respeto irrestricto
a los proyectos de vida de otros.
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