La batalla de un hombre solo
Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
En los años setenta tuvo lugar un
extraordinario fenómeno de confusión política y delirio intelectual que
llevó a un sector importante de la inteligencia francesa a apoyar y
mitificar a Mao y a su “revolución cultural” al mismo tiempo que, en
China, los guardias rojos hacían pasar por las horcas caudinas a
profesores, investigadores, científicos, artistas, periodistas,
escritores, promotores culturales, buen número de los cuales, luego de
autocríticas arrancadas con torturas, se suicidaron o fueron asesinados.
En el clima de exacerbación histérica que, alentada por Mao, recorrió
China, se destruyeron obras de arte y monumentos históricos, se
cometieron atropellos inicuos contra supuestos traidores y
contrarrevolucionarios y la milenaria sociedad experimentó una orgía de
violencia e histeria colectiva de la que resultaron cerca de 20 millones
de muertos.
En un libro que acaba de publicar, Le parapluie de Simon Leys (El paraguas de Simon Leys),
Pierre Boncenne describe cómo, mientras esto ocurría en el gigante
asiático, en Francia, eminentes intelectuales, como Sartre, Simone de
Beauvoir, Roland Barthes, Michel Foucault, Alain Peyrefitte y el equipo
de colaboradores de la revista Tel Quel, que dirigía Philippe
Sollers, presentaban la “revolución cultural” como un movimiento
purificador, que pondría fin al estalinismo y purgaría al comunismo de
burocratización y dogmatismo e instalaría la sociedad comunista libre y
sin clases.
Un sinólogo belga llamado Pierre
Ryckmans, que firmaría sus libros con el nombre de pluma de Simon Leys,
hasta entonces desinteresado de la política —se había dedicado a
estudiar a poetas y pintores chinos clásicos y a traducir a Confucio—,
horrorizado con esta superchería en la que sofisticados intelectuales
franceses endiosaban el cataclismo que padecía China bajo la batuta del
Gran Timonel, se decidió a enfrentarse a ese grotesco malentendido y
publicó una serie de ensayos —Les Habits neufs du président Mao, Ombres chinoises, Images brisées, La Fôret en feu,
entre ellos— revelando la verdad de lo que ocurría en China y
enfrentándose con gran coraje y conocimiento directo del tema al
endiosamiento que hacían de la “revolución cultural”, empujados por una
mezcla de frivolidad e ignorancia, no exenta de cierta estupidez, buen
número de los iconos culturales de la tierra de Montaigne y Molière.
Los ataques que recibió Simon Leys por
atreverse a ir contra la corriente y desafiar la moda ideológica
imperante en buena parte de Occidente, que Pierre Boncenne documenta en
su fascinante libro, dan vergüenza ajena. Escritores de derecha y de
izquierda y las páginas de publicaciones tan respetables como Le Nouvel Observateur y Le Monde
lo bañaron de improperios —entre los cuales, por cierto, no faltó el de
ser un agente y trabajar para los americanos—, y lo que más debió
dolerle a él siendo católico fue que revistas franciscanas y lazaristas
se negaran a publicar sus cartas y sus artículos explicando por qué era
una ignominia que conservadores como Valéry Giscard d’Estaing y Jean
d’Ormesson y progresistas como Jean-Luc Godard, Alain Badiou y Maria
Antonietta Macciocchi consideraran a Mao “genio indiscutible del siglo
XX” y “el nuevo Prometeo”. Nunca tan cierta como en aquellos años, la
frase de Orwell: “El ataque consciente y deliberado contra la honestidad
intelectual viene sobre todo de los propios intelectuales”. Pocos
fueron los intelectuales franceses de aquellos años que, como un
Jean-François Rével, guardaron la cabeza fría, defendieron a Simon Leys y
se negaron a participar en aquella farsa que veía la salvación de la
humanidad en el aquelarre genocida de la revolución cultural china.
La silueta de Simon Leys que emerge del
libro de Pierre Boncenne es la de un hombre fundamentalmente decente,
que, contra su vocación primera —la de un estudioso de la gran tradición
literaria y artística de China fascinado por las lecciones de
Confucio—, se ve empujado a zambullirse en el debate político en el que,
por su limpieza moral, debe enfrentarse, prácticamente solo, a una
corriente colectiva encabezada por eminencias intelectuales, para
disipar una maraña de mentiras que los grandes malabaristas de la
corrección política habían convertido en axiomas irrefutables.
Terminaría por salir victorioso de aquel combate desigual, y el mundo
occidental acabaría aceptando que la “revolución cultural”, lejos de ser
el sobresalto liberador que devolvería al socialismo la pureza
ideológica y el apoyo militante de todos los oprimidos, fue una locura
colectiva, inspirada por un viejo déspota que se valía de ella para
librarse de sus adversarios dentro del propio partido comunista y
consolidar su poder absoluto.
¿Qué ha quedado de todo aquello?
Millones de muertos, inocentes de toda índole sacrificados por jóvenes
histéricos que veían enemigos del proletariado por doquier, y una China
que, en las antípodas de lo que querían hacer de ella los guardias
rojos, es hoy una sólida potencia capitalista autoritaria que ha llevado
el culto del dinero y del lucro a extremos de vértigo.
El libro de Pierre Boncenne ayuda a
entender por qué la vida intelectual de nuestro tiempo se ha ido
empobreciendo y marginando cada vez más del resto de la sociedad, sobre
la que ahora no ejerce casi influencia, y que, confinada en los guetos
universitarios, monologa o delira extraviándose a menudo en logomaquias
pretenciosas desprovistas de raíces en la problemática real, expulsada
de esa historia a la que tantas veces recurrieron en el pasado para
justificar enajenaciones delirantes, como esa fascinación por la
“revolución cultural”.
No hay que alegrarse por el desprestigio
de los intelectuales y su escasa influencia en la vida contemporánea.
Porque ello ha significado la devaluación de las ideas y de valores
indispensables, como los que establecen una frontera clara entre la
verdad y la mentira, nociones que hoy andan confundidas en la vida
política, cultural y artística, algo peligrosísimo, pues el desplome de
las ideas y de los valores, a la vez que la revolución tecnológica de
nuestro tiempo, hace que la sociedad totalitaria fantaseada por Orwell y
Zamiatin sea en nuestros días una realidad posible. Una cultura en la
que las ideas importan poco condena a la sociedad a que desaparezca en
ella el espíritu crítico, esa vigilancia permanente del poder sin la
cual toda democracia está en peligro de desmoronarse.
Hay que agradecerle a Pierre Boncenne
que haya escrito esta reivindicación de Simon Leys, ejemplo de
intelectual honesto que no perdió nunca la voluntad de defender la
verdad y diferenciarla de las mentiras que podían desnaturalizarla y
abolirla. Ya en el libro que dedicó a Revel, Boncenne había demostrado
su rigor y su lucidez, que ahora confirma con este ensayo.
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