El
igualitarismo es la creencia en la igualdad de todos los hombres. Si la
palabra “igualdad” la tomamos en cualquier sentido serio o racional,
entonces la cruzada por esa creencia está atrasada en por lo menos un
siglo: los Estados Unidos de América hicieron que se convirtiera en un
anacronismo, al establecer un sistema basado en el principio de los
derechos individuales. “Igualdad”, en un contexto humano, es un término
político: significa igualdad ante la ley, la igualdad de derechos
fundamentales inalienables que todo hombre posee en virtud de haber
nacido como ser humano, derechos que no pueden ser violados o derogados
por instituciones hechas por el hombre, tales como títulos de nobleza o
una división en castas establecidas por ley, con privilegios especiales
concedidos a unos y negados a otros. El auge del capitalismo arrasó
todas las castas, incluyendo las instituciones de aristocracia y de
esclavitud o servidumbre.
Pero ese no es el significado que los altruistas atribuyen a la palabra “igualdad”.
Ellos convierten la palabra en un
anti-concepto: la usan para indicar una igualdad, no política, sino
metafísica: igualdad de atributos y virtudes personales,
independientemente de cualquier dotación natural o de cualquier
decisión, logro o carácter individual. Pretenden luchar, no contra
instituciones hechas por el hombre, sino contra la naturaleza, o sea,
contra la realidad, luchar con ella a través de unas instituciones
hechas por el hombre.
Puesto que la naturaleza no dota a todos
los hombres de igual belleza o igual inteligencia, y como la facultad
de la voluntad lleva a los hombres a tomar decisiones diferentes, los
igualitarios proponen abolir la “injusticia” de la naturaleza y la
voluntad, y establecer una igualdad universal, una igualdad de hecho,
que desafía los hechos. Puesto que a la Ley de Identidad le da
absolutamente igual la manipulación humana, es la Ley de Causalidad la
que se esfuerzan por derogar. Puesto que atributos personales o virtudes
no pueden ser “redistribuidos”, lo que tratan de hacer es privar a los
hombres de sus consecuencias – de las recompensas, los beneficios y los
logros creados por esos atributos personales y esas virtudes. No es
igualdad ante la ley lo que ellos buscan, sino desigualdad: establecer
una pirámide social invertida, con una nueva aristocracia en su cúspide:
la aristocracia del no-valor.
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Para entender el significado y los
motivos del igualitarismo, piensa en un ejemplo en el campo de la
medicina. Imagina que llaman a un médico para que le ayude a un hombre
que tiene una pierna rota, y, en vez de arreglársela, procede a
quebrarles las piernas a otros diez hombres, explicando que eso haría
que su paciente se sintiese mejor; cuando todos esos hombres se
convierten en inválidos de por vida, el médico aboga por la aprobación
de una ley que obligue a todo el mundo a ir con muletas – con el fin de
hacer que los cojos se sientan mejor y de esa forma igualar la
“injusticia” de la naturaleza.
Si eso es abominable, ¿cómo es posible
que adquiera un aura de moralidad – o siquiera el beneficio de una duda
moral – cuando se aplica a la mente del hombre?
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De importancia especial para la presente
discusión es cómo los igualitarios desafían la Ley de Causalidad: su
exigencia de resultados iguales por causas desiguales – o recompensas
iguales por desempeños desiguales.
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La nueva “teoría de la justicia” [de
John Rawls] exige que los hombres contrarresten la “injusticia” de la
naturaleza mediante la institución de la injusticia más obscenamente
impensable entre los hombres: privar a “los favorecidos por la
naturaleza” (es decir, a los talentosos, los inteligentes, los
creativos), del derecho a las recompensas que ellos producen (es decir,
del derecho a la vida) – y concederles a los incompetentes, a los
estúpidos y a los perezosos, un derecho al disfrute sin esfuerzo de
recompensas que no conseguirían producir, no podrían imaginar, y con las
cuales no sabrían qué hacer.
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Observa que . . . la visión que los
igualitarios tienen del hombre es literalmente la visión de un cuento de
hadas para niños – la noción de que el hombre, antes de nacer, es algún
tipo de cosa indeterminada, una entidad sin identidad, algo así como
una masa amorfa de arcilla humana, y que unas hadas madrinas proceden a
concederle o a negarle diversos atributos (“favores”): inteligencia,
talento, belleza, padres ricos, etc. Esos atributos se reparten
“arbitrariamente” (una palabra que es absurdamente inaplicable a los
procesos de la naturaleza) como si fuese una “lotería” entre
no-entidades pre-embrionarias; y – concluyen esas mentalidades
supuestamente adultas – puesto que un triunfador no podría en ningún
caso haber merecido su “buena fortuna”, un hombre no merece ni gana nada
después de nacer, como ser humano, porque actúa en base a atributos que
él no se ha ganado, “inmerecidos”. Conclusión: merecer algo significa
elegir y ganarte tus atributos personales antes de que existas.
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Si existiese tal cosa como una pasión por la igualdad (no igualdad de iure, sino de facto),
sería obvio para sus proponentes que sólo hay dos formas de lograrla: o
elevando a todos los hombres a la cima de la montaña, o arrasando las
montañas. El primer método es imposible porque es la facultad de la
voluntad la que determina la estatura y las acciones de un hombre; lo
más cerca que estuvimos de ello fue demostrado por los Estados Unidos y
el capitalismo, que protegían la libertad, las recompensas y los
incentivos del logro de cada individuo, cada uno en la medida de su
capacidad y ambición, elevando así la situación intelectual, moral y
económica de toda la sociedad. El segundo método es imposible porque, si
la humanidad fuese arrasada hasta el denominador común de los menos
competentes de sus miembros, no sería capaz de sobrevivir (y sus mejores
miembros no querrían sobrevivir en esas condiciones). Sin embargo, es
este segundo método el que los igualitaristas altruistas están queriendo
implementar. Cuanto mayor es la evidencia de las consecuencias de sus
políticas, es decir, cuanto mayor es la extensión de la miseria, la
injusticia, la malvada desigualdad en todo el mundo, más frenético se
vuelve su intento – lo cual demuestra que no existe una pasión
benevolente por la igualdad, y que pretender tenerla no es más que una
racionalización para ocultar un odio apasionado contra el bien por ser
el bien.
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