Historia genital de la revolución cubana
Por Carlos Alberto Montaner
Libertad Digital, Madrid
El peor aspecto del totalitarismo es la
intromisión del Estado en la zona afectiva de los individuos, y muy
especialmente su repugnante control de las relaciones sexuales. A lo
largo de más de medio siglo, la dictadura castrista ha impuesto a los
cubanos cómo y a quiénes deben querer, y a quiénes deben rechazar. Desde
el principio, el gobierno decretó que no se podía tener relaciones con
los familiares que emigraban del país, y súbitamente se interrumpieron
los vínculos entre padres e hijos, entre hermanos, entre familiares que
hasta ese momento se habían dispensado un gran cariño. Pero no sólo se
trataba de cortar amarras con las personas que tomaban el camino del
exilio. Fue entonces cuando un novedoso sustantivo, desafecto, se convirtió en un terrible sambenito. El únicoafecto posible y legítimo era el que se profesaba a Fidel Castro y a la revolución.
Bastaba con que alguien fuera desafecto a
la dictadura comunista, es decir, que pensara, razonablemente, que casi
todo lo que estaban haciendo aquellos jóvenes dogmáticos y violentos
era un cruel disparate, para que, por indicaciones del gobierno, se le
tratara como a una especie de leproso moral a quien se debía negar el
saludo. No sólo se echaba a estos cubanos desafectos de sus puestos de
trabajo, en asambleas humillantes en las que solían maltratarlos de
palabra; también se les aislaba socialmente, a ellos y a sus hijos,
creando una categoría de parias intocables dentro de la sociedad cubana.
Las planillas que con frecuencia debían llenar los cubanos
invariablemente llevaban la pregunta envenenada: "¿Tiene relaciones con
personas desafectas a la revolución o con familiares radicados en el
exterior?"
Ese control de la afectividad llegaba al
extremo grotesco de que una de las mayores demostraciones de hidalguía
dadas por algunos simpatizantes de la revolución era que, en una
demostración de poder y mando, se atrevían a saludar con cierta
cordialidad a compatriotas que habían caído en desgracia. A lo que se
agregaba otra muestra de la degradación moral en que cayó la sociedad
cubana: los desafectos, calificados como gusanos por el aparato
propagandístico del régimen, exactamente como Hitler trataba a los
judíos, acabaron asumiendo la ofensa como una etiqueta
inevitable: gusano. Entre gusanos, el mote dejó de ser una ofensa y pasó
a convertirse en una curiosa distinción con que se calificaban los
demócratas, sin percatarse de la indignidad. "Gusano, y a mucha honra", solían manifestar con cierto tonillo picaresco.
Revolución, afectividad y sexo
Las relaciones y las preferencias
sexuales de los individuos también cayeron bajo el control afectivo del
régimen. Quienes tomaron el poder en Cuba en 1959 tenían una clara idea
sobre cómo debía ser el comportamiento moral de los cubanos, cuáles eran
las costumbres sexuales revolucionarias y cuáles las
contrarrevolucionarias. Un buen revolucionario no debía casarse con una
extranjera del mundillo capitalista, y ni siquiera estaba bien visto que
lo hiciera con una camarada del bloque socialista. A partir de ese
momento se desataba una especie de paranoia genital en las filas de la
Seguridad del Estado. El homosexualismo y el lesbianismo eran vistos
como el resultado de la blandenguería de una sociedad burguesa y decadente que educaba a la juventud para el vicio y no para el trabajo gallardo prescrito por la revolución.
Esas mariconerías, cuyos
síntomas más evidentes eran el peinado, las ropas ajustadas o el tipo de
música decadente que les gustaba a ciertos jóvenes, serían eliminadas
cortando caña o sembrando malanga de sol a sol, versión caribeña de La naranja mecánica,
aquella excelente película de Stanley Kubrick filmada a partir de una
obra de Anthony Burgess. Fue entonces cuando a uno de aquellos
guardianes de la moral revolucionaria se le ocurrió que el saxofón era
un instrumento del imperialismo norteamericano. Lo verdaderamente cubano
y varonil, supongo, eran la bandurria y el güiro.
Esa furia homofóbica tenía un componente
hipócrita, dado que convivía con las muy frecuentes prácticas de sexo
en grupo, tríos generalmente orquestados por un líder revolucionario o
un alto oficial del Ejército rebelde acompañado de dos mujeres, a las
que alentaban para que se entregaran a prácticas lésbicas que alimentaban las fantasías eróticas de los contradictorios revolucionarios.
En todo caso, no era censurable que los
Castro y el resto de la cúpula dirigente sostuvieran una escala de
valores éticos, algo perfectamente normal y predecible en todas las
sociedades, sino la voluntad que poseían de también cambiar el país en
ese terreno, dado que, como dioses, pretendían crear una especie a su
imagen y semejanza. Algo nada sorprendente: al fin y al cabo, uno de los
rasgos más desagradables de los revolucionarios, infatigables
ingenieros sociales, es que no conocen la duda en campo alguno, y se
dedican incesante y vanidosamente a tratar de clonarse.
Los revolucionarios saben lo que las
personas deben creer o rechazar. Saben lo que deben producir y consumir.
Saben cómo deben vestir o divertirse. Saben todos los males que las
aquejan y conocen todas las soluciones. Lo saben todo, y entre las cosas
que entonces creían saber estaba la de cuál era la conducta sexual
adecuada, y qué comportamientos y costumbres debían ser reprimidos a
sangre y fuego. Sólo que entonces, dada la historia cultural del país,
prevalecía en la Isla el centenario paradigma hispano-católico, así que
no es extraño que en los primeros meses de la revolución se persiguiera
el aborto con firmeza, se cerraran casi todos los prostíbulos y se
intentara reeducar a numerosas prostitutas para convertirlas en
costureras o chóferes de taxi, víctimas de un paradójico espasmo
moralista.
Sin embargo, paralelamente eran conocidas las divertidas fiestas de perchero
y las constantes y promiscuas aventuras sexuales de algunos famosos
comandantes, como es el caso de Camilo Cienfuegos, actitud que, según
cuenta el periodista Benjamín de Yurre, ex secretario privado del
entonces presidente del país, Manuel Urrutia, en unas memorias todavía
inéditas, estuvo a punto de provocar una tragedia. De Yurre estaba en el
despacho de Camilo cuando Raúl Castro, quien siempre ha tenido una vida
privada discreta y una actitud medio jacobina, entró violentamente en
el recinto y reprochó al popular comandante su conducta y que gastara
los recursos del país en constantes francachelas de sexo y alcohol, que
se llevaban a cabo en el hotel todavía llamado Havana Hilton. Camilo
reaccionó indignado e intentó sacar su arma, acción que impidieron el
oficial Olo Pantoja y otros asistentes de ambos militares.
En medio de esas contradicciones, el
gobierno propició el matrimonio de cientos de parejas campesinas que no
estaban casadas como Dios manda, dado que la libre convivencia entre
adultos no exigía el matrimonio civil, porque en el campo, para
quererse, no parecía indispensable pasar por la vicaría, y mucho menos
por la notaría, pero, aparentemente, la ausencia de ese vínculo legal
preocupaba a estos desnortados revolucionarios atrapados entre El
Capital y el Catecismo.
Era tal la preocupación del gobierno por la castidad y el recto comportamiento
de los cubanos, que en 1959 numerosas posadas fueron súbitamente
clausuradas. Ni siquiera medió una orden tajante publicada en la Gaceta
y legitimada por las autoridades. Sencillamente, enviaron patrullas de
personas armadas a clausurar los recintos y a afear la conducta de
quienes estaban dentro. De alguna manera, éste fue el hecho precursor de
los actos de repudio, aunque entonces no perseguían las ideas
políticas, sino la voluntad de las parejas no casadas de hacer el amor o
lo que les diera la gana.
No me resisto a contarles una anécdota
de la que fue protagonista un amigo mío en la legendaria posada El
Reloj, situada en un exclusivo y discreto barrio habanero. Me perdonarán
el final de la historia, pues lleva una palabra impropia dentro de un
ambiente académico, pero eso fue lo que le gritaron. Veamos.
Estamos a mediados del año 59. Mi amigo
había conseguido seducir a la esposa de un feroz miembro de la policía
batistiana, quien se había escondido, nadie sabía dónde, por el temor,
muy razonable, a ser descubierto y fusilado. La señora, abandonada por
su esposo, decidió consolarse en brazos de su joven amante y una tarde,
finalmente, acudieron a la mítica posada habanera. Una vez en la
habitación, tras los escarceos preliminares, cuando se disponían a
consumar el acto (él, que era un tipo instruido y burlón, le gustaba
repetir: "Coito, ergo sum"), de pronto oyeron el potente vozarrón de alguien que hablaba por un altavoz desde fuera del recinto:
Compañeros: Este edificio va a ser clausurado y tiene que ser desalojado de inmediato. La revolución no puede permitir estas inmoralidades. Se pide a todas las personas que salgan ordenadamente. No se les va a detener ni se les va a acusar de nada. Sencillamente, tienen que abandonar este lugar.
Según el relato de mi amigo, su
entusiasmo viril se encogió súbitamente. Se fue a la ventana y vio, en
efecto, un jeep del ejército con unos barbudos armados, presididos por
un señor afeitado, vestido con guayabera blanca, con una bocina en la
mano, y una pequeña multitud de curiosos que se arremolinaban en la
acera para ver quiénes salían de la posada.
Mi amigo me cuenta que a la vergüenza
que le esperaba se unió el temor al implacable marido de la dama. ¿Y si
estaba entre los curiosos? Le habían dicho que el militar estaba
escondido en aquel vecindario. Le entró pánico y decidió desertar de una
forma miserable: le propuso a la frustrada compañera de cama que cada
uno saliera solo, por su cuenta, para que nadie pudiera relacionarlos.
Dice que la mujer protestó pero, ante la inquebrantable firmeza de su
cobardía, lo miró con desprecio, se vistió y se marchó. Él esperó un
rato y, cuando creyó que había pasado el peligro, salió caminando,
cautelosamente.
En ese momento sucedió algo inesperado y
terrible. Al verlo salir solo, uno de los curiosos arremolinados
comenzó a reírse y le gritó: "Pajero, pajero". A los diez segundos el
coro era estruendoso: "Pajero, pajero, pajero", gritaban varias docenas
de personas. Y así lo persiguieron hasta que consiguió llegar a su auto.
Según me contó años más tarde, ése fue el momento en que decidió
escapar de Cuba. Podía vivir con la revolución metida en el palacio de
gobierno, incluso en la empresa de su padre, pero no en su entrepierna.
La época de la homofobia
Todos conocemos la infame existencia de
los centros de reeducación política y moral conocidos como UMAP,
Unidades Militares de Ayuda a la Producción, campos de concentración,
rodeados de alambre de púas, en los que internaron a varios miles de
jóvenes creyentes, hijos de personas desafectas, homosexuales o, simplemente, muchachos afeminados
que no cumplían con el código gestual exigido por los machos
supuestamente desbordados de testosterona que ejercían el poder. Lo que
se conoce menos es que una medida tan cruel y bárbara como ésa sólo pudo
surgir de la cúpula revolucionaria. Nadie en Cuba tenía autoridad para
poner en marcha algo tan monstruoso, salvo Fidel y Raúl, con el aplauso
de Ramiro Valdés, una persona tan absolutamente intolerante y rígida en
materia de preferencias sexuales que exigía que sus subalternos
inmediatos no utilizaran colonias olorosas, sustancia que le parecía la
antesala del homosexualismo.
El Che, por supuesto, que también era un
notorio homófobo, probablemente estaba de acuerdo, pero en noviembre de
1965, cuando surgen los campos de la UMAP, ya él estaba fuera de Cuba,
dedicado a la lucha armada, y en julio de 1968, cuando los cerraron,
estaba muerto, de manera que no parece justo endilgarle responsabilidad
alguna en este grotesco atropello. Según le escuché mucho tiempo después
de esos hechos a Carlos Franqui, persona que en los sesenta todavía
estaba muy cerca del poder, Fidel fue el autor de la iniciativa, pero
Raúl la aprobó con entusiasmo y se encargó de llevarla a cabo, como
ministro de Defensa que era. Ambos creían que podían construir el hombre
nuevo –viril, revolucionario, laborioso, desinteresado, colectivista,
antiamericano, ateo, sudoroso, brusco, con pelo corto y ropa holgada de
macho rural– mediante una combinación de entusiasmo, represión,
intimidación y, como dicen los sicólogos behavioristas, refuerzos negativos.
Creían que mediante el trabajo forzado y la mano dura podían remodelar
el carácter díscolo de esos jóvenes que no comprendían la grandeza de la
revolución y las bondades del comunismo.
En los campos de la UMAP, donde se comía
y bebía poco y asquerosamente mal, hubo crueles golpizas, personas
arrastradas por caballos, reclusos amarrados a los alambres de púas
mientras eran literalmente desangrados por los mosquitos y comidos por
las hormigas. Hubo fusilamientos sumarios, jóvenes sepultados vivos, con
la cabeza fuera de la tierra, calcinados por el sol, y, como era
predecible, muchas automutilaciones para escapar de aquellos infiernos
rumbo a algún hospital, y varios suicidios de muchachos absolutamente
desesperados.
Aquellos humillantes atropellos
terminaron como resultado de las clamorosas protestas internacionales en
defensa de los homosexuales, especialmente las iniciadas en Francia por
el cineasta Néstor Almendros, ganador de un Óscar y autor (junto con
Orlando Jiménez-Leal) de un excelente documental sobre el tema, Conducta impropia.
No obstante, el aparato de propaganda del régimen, por medio de un
libro del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, intentó exculpar a Fidel
Castro con la fantástica historia de que el propio Comandante liquidó
los campamentos tras infiltrarse subrepticiamente en uno de ellos y
comprobar la existencia de abusos incalificables.
De acuerdo con esta fábula, Fidel,
previamente, había enviado a cien justos e intrépidos jóvenes comunistas
a que simularan ser reclusos para confirmar las denuncias que venían
del exterior. Una vez percatado de los atropellos y vejámenes a que
sometían a los prisioneros, procedió personalmente a desmantelar los
campamentos. La obscena obra se titula En Cuba (1971),
y es uno de los esfuerzos más ridículos de cuantos han sido dedicados a
librar de culpas a los líderes revolucionarios, responsables de un
salvaje comportamiento por el que nadie, nunca, ha sido juzgado y ni
siquiera amonestado.
Por otra parte, se ha dicho, con total
inexactitud, que tras el episodio de la UMAP desapareció en Cuba la
represión y el trato humillante contra los homosexuales, algo
absolutamente falso. Durante toda la década de los setenta continuaron
echando de la universidad a numerosos jóvenes, acusados en asambleas
públicas de tener esas preferencias sexuales. Asimismo, miles de
personas que eran o parecían ser homosexuales fueron violentamente
expulsadas de Cuba en el marco del éxodo del Mariel, en abril de 1980.
Moralina y voluntarismo
¿Por qué esta moralina idiota? En
realidad, porque habían llegado al poder unos tipos autoritarios,
totalmente ignorantes de la complejidad de la naturaleza humana, y como
en esa época todavía prevalecía la moral tradicional, acompañada desde
1959 de una absoluta falta de respeto por la libertad individual,
llevaron esta visión hasta sus últimas consecuencias.
Pese a la leyenda de una Cuba inmoral
que era una especie de lupanar de los norteamericanos, la verdad era muy
diferente. La sociedad cubana de los años cincuenta del siglo pasado
era, como sucedía en toda Hispanoamérica, bastante pacata, y las
mujeres, especialmente las de los sectores sociales medios y urbanos,
solían llegar vírgenes al matrimonio, aunque los novios, de acuerdo con
la prescripción del maestro Manzanero, como en todas partes, buscaban
los momentos más oscuros para sus maniobras, hoy diríamos, clintonianas.
No obstante, esa fase de la represión sexual duró poco tiempo. En los
dos primeros años de la dictadura vino la ruptura total con la Iglesia,
los colegios privados fueron estatizados y, como muchos de ellos eran
católicos y protestantes, de pronto se dio la paradoja de una revolución
que, como los personajes de Pirandello, se quedó a la búsqueda de un
marco ético en el cual encuadrar su moral sexual. Los viejos comunistas,
que en cierto momento inicial, en los años veinte, predicaron el amor
libre, tampoco tenían nada claro cuáles eran los límites del Estado en
esta materia, pues entre los cubanos de los años cuarenta fue
tristemente famoso el espectáculo ridículo que dio el Partido Socialista
Popular cuando su Comité Central decidió ventilar públicamente el
triángulo amoroso surgido entre Edith García Buchaca, Joaquín Ordoqui y
Carlos Rafael Rodríguez, tres de sus principales dirigentes.
La señora García Buchaca, casada con el
señor Rodríguez, se había enamorado secretamente del señor Ordoqui –una
fatigada historia de la especie humana–, pero el Partido examinó
públicamente este asunto íntimo que sólo competía a los tres lados del
triángulo. De alguna forma sinuosa y perversa, Blas Roca y los demás
dirigentes pensaban que la conducta de la señora García Buchaca y del
señor Ordoqui afectaba a la moral colectiva de los miembros del Partido.
Para ellos, el honor no era un elemento que afectaba al individuo, sino
a la colectividad. Por otra parte, si Ordoqui se hubiera enamorado de
una señora casada con alguien que no fuera un dirigente comunista, no
habría sucedido nada excepcional. El problema era que un glorioso
dirigente comunista como Carlos Rafael Rodríguez no podía ser cornudo,
ni su mujer podía sucumbir a las tentaciones de la ingle. Esa actitud
calderoniana, cuando los comunistas llegaron al poder, la convirtieron
en una cuestión de Estado.
'La mujer del coronel'
Y ahí quería llegar. Hace pocas fechas la editorial Alfaguara editó y puso a la venta mi novela La mujer del coronel. En la contratapa los editores dicen lo siguiente:
Nuria, una atractiva psicóloga cubana de cuarenta años, es la mujer del coronel Arturo Gómez, un tipo duro y heroico al que ama. Pero en un breve viaje a Italia, adonde acude a dictar una conferencia, su vida dará un vuelco radical tras conocer al profesor Martinelli, un erotómano consumado. La mujer del coronel es una novela cargada de suspense y cálidamente erótica sobre el amor, el adulterio, la exploración de la sexualidad y la violencia.
Y así es: en mi novela, hecha de ficción y realidad –como casi todos los relatos–, el coronel Arturo Gómez,
estando en Angola en una misión internacionalista, recibe un sobre
amarillo en el que el Estado, oficialmente, le comunica que su mujer le
es infiel, por lo que tiene que liquidar el matrimonio o separarse del
Partido Comunista y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. La
revolución, con total lealtad machista, cuida la castidad de las mujeres
de sus líderes. A partir de ahí se desarrollan las dos líneas de acción
de la obra: la tragedia del adulterio dentro de las filas de la
revolución, convertido en un delito político, y los detalles íntimos de
las relaciones de Nuria con su amante, contados en un largo flash-back.
Casualmente, al tiempo que las librerías comenzaban a exhibir mi novela, la señora Mariela Castro,
hija del dictador cubano, dirigía en La Habana una manifestación en la
que predominaban homosexuales, lesbianas y transexuales que protestaban
contra una de las variantes del machismo de la sociedad y, sin duda, del
Estado cubano. Magnífico. Tal vez es una manera lateral de comenzar a
abrir las ventanas en ese sombrío manicomio. Pero no deja de ser curioso
que hoy en Cuba se pueda protestar contra algunos aspectos de la
represión sexual pero no contra la represión política o la falta de
libertades cívicas. Si Yoani Sánchez, por ejemplo, encabezara una
manifestación de blogueros dedicada a defender el acceso a internet,
seguramente los participantes serían maltratados por las turbas y
arrestados por la policía. Como alguna vez he escrito, coincidiendo en
ello con un texto previo de Yoani que entonces no conocía, Cuba debe de
ser el único país del mundo en el que es más fácil cambiar de sexo que
de partido político.
En todo caso, resulta conveniente que al
menos los homosexuales puedan exhibir sus preferencias íntimas sin
temor a represalias. Antes, esa conducta los llevaba directamente a los
calabozos y al desprecio. Ahora hay algo más de tolerancia. No obstante,
eso no quiere decir que la represión de la sexualidad haya desaparecido
del repertorio de comportamientos negativos existentes en el país e
impulsados por el Estado. En esencia, la sociedad cubana sigue estando
en manos de lo que algunos llaman el machismo-leninismo.
Mi novela, precisamente, examina otra zona de la represión sexual alentada por ese machismo-leninismo.
La cúpula dirigente, compuesta por varones dominados por los viejos
valores patriarcales, entreverados con las supersticiones del marxismo,
también persigue y aplasta las manifestaciones de la sexualidad femenina
heterosexual que se apartan de la monogamia. Monogamia y exclusividad
sexual, por cierto, que los líderes revolucionarios exigen pero no
practican, como suele suceder en todas las sociedades fundamentalmente
patriarcales.
Espero que La mujer del coronel,
además de deleitar al lector –principal responsabilidad de toda
novela–, lo inquiete. Ojalá que también contribuya a iluminar otra zona
sombría de la convivencia cubana.
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