Evo, rumbo a la eternidad
Por Álvaro Vargas Llosa
Evo Morales llegó al poder en 2006 bajo
un halo de santidad cultural: era el redentor de los pueblos
originarios, cuya “chompa”, que exhibió con orgullo durante su primera
gira internacional, simbolizaba, de cara al Occidente culpable y
culposo, un acto de justicia histórica. El mundo le abrió los brazos, se
sintió bien haciéndolo sentir bien a él, y aplaudió que los pueblos
originarios largamente oprimidos se viesen por fin reivindicados
mediante el ascenso al poder, por la vía de instituciones occidentales
que representaban al opresor, de este hijo de Oruro que había tumbado
gobiernos perversos y extranjerizantes, y había despertado el fervor de
las masas cobrizas.
Dicho relato, que como todos los relatos
políticos tenía un porcentaje de verdad y un mucho de mentira,
coincidió con uno de esos periodos de bonanza económica derivada de los
precios de las materias primas de los que está jalonada la historia
moderna de América Latina (también la anterior, por cierto).
La combinación era potente: un relato
hecho de pasado y futuro (el pasado estaba encarnado en el mito y el
futuro, en la utopía) al que era posible darle contenido gracias a un
torrente de dólares provenientes de las renta gasífera y mineral. No
importaba que el relato tuviese tantos agujeros como un queso gruyère,
empezando por el hecho de que Evo es un mestizo cuyo idioma es el
castellano y no un indígena formado en la lengua aymara. El relato, en
política, es comúnmente un ejercicio de imaginación tanto de quien lo
recibe como de quien lo ofrece, pues es la construcción de una ficción
en la que los que la hacen suya quieren creer. Pero si, además,
ese relato viene acompañado de unos hechos concretos que parecen
validarlo, el efecto político es muy profundo. De allí la gran
popularidad que los bolivianos han derramado sobre el ego de Evo en
todos estos años: lleva una década gobernando y se prepara para
triunfar, este 21 de febrero, en el referéndum que le permitirá
presentarse a un cuarto mandato en 2019 para ejercer la Presidencia
desde 2020 hasta 2025, fecha del bicentenario de la independencia
boliviana. Luego, podrá presentarse de forma indefinida cada cinco años
porque no hay -no habrá- barrera que se lo impida.
Esto, a menos que los bolivianos
decidan, dentro de tres semanas exactamente, votar al “No” y cerrarle
las puertas de la eternidad. Muchos sondeos dicen que el “No” tiene más
respaldo que el “Sí”, aunque también los hay que señalan lo contrario y,
en todo caso, en parte como sucede en Venezuela cada vez que hay
comicios, el ambiente en que se desarrolla el proceso ofrece cualquier
cosa menos garantías.
La OEA ha objetado el padrón electoral,
ha habido protestas dentro y fuera del país por los nuevos o redivivos
juicios contra funcionarios de gobiernos anteriores o instituciones
críticas de Palacio Quemado, y los gremios de la prensa han hecho sentir
su rechazo al cierre de una emisora, mientras que algunos se han
solidarizado con periodistas despedidos. La propaganda oficial, un
verdadero “juggernaut” que busca no tanto convencer como demoler, ha
triturado a cuanto crítico se ha puesto enfrente con acusaciones
temibles; no hay empresa mínimamente relacionada con alguien distante
del gobierno que no esté bajo investigación o amenaza.
Aun así, no es seguro que Evo gane
porque, como lo indicaba hace muy pocos días el sondeo de Ipsos, el
rechazo a su re-re-re-reelección en el poder es muy alto. Todo indica
que roza el 50 por ciento, aunque hay muchos sondeos donde supera por
poco el 40 por ciento porque un porcentaje de quienes quieren un cambio
de gobierno camuflan sus intenciones: están comprensiblemente
intimidados.
No hay manera, en este clima, de
pronosticar nada. Pero hay muchos síntomas de que está sucediendo entre
un amplio número de bolivianos lo que le pasó a muchos venezolanos y
argentinos en su momento: el deterioro económico y social, o al menos,
en el caso boliviano, el anuncio de un deterioro inminente, está
revalorizando ciertas nociones republicanas, como la separación de
poderes, el Estado de Derecho y la alternancia en el gobierno, de manera
que el atropello a la democracia forma ahora parte importante de la
lucha de muchos líderes y seguidores del “No”.
No es difícil de entender por
qué la defensa de la democracia no fue una causa eficaz contra Evo hasta
ahora. Durante años Bolivia vivió un verdadero cuento de hadas que hizo
parecer al “Nuevo Modelo Económico, Social, Comunitario y Productivo”
un grandioso instrumento de justicia. Entre 2006 y 2014, la renta
petrolera le supuso al gobierno ingresos de 28 mil millones de dólares,
cuatro veces el tamaño de la economía antes de que Evo llegase al
Palacio Quemado. El monto del PIB en la actualidad, unos 32 mil
millones, refleja esa bonanza, que ha significado un aumento descomunal
del gasto corriente y de las inversiones estatales: el gasto público
supera largamente el 40 por ciento del PIB, situándose a niveles de
Estado de Bienestar europeo. El ministro de Economía, Luis Arce, bajo la
dirección del vicepresidente Álvaro García Linera, ha ido
subvencionándole la vida a millones de bolivianos y construyendo toda
clase de obras públicas, útiles e inútiles. Evidentemente, esto se ha
reflejado en las cifras de crecimiento y en la vida de las gentes.
Un solo dato dice mucho de la
satisfacción de los bolivianos, o una gran parte de ellos, en estos
años: la extrema pobreza se redujo de 38% a 17%. La clase media creció y
se “sensualizó”, accediendo al cuerno de la abundancia.
Pero el modelo tenía pies de barro:
dependía de los precios y el gasto estatal. Ahora, la renta vinculada a
las materias primas ha caído 35 por ciento y las reservas, que llegaron a
sumar el equivalente a casi la mitad del PIB, caen por primera vez
desde que Evo llegó al poder. Inevitablemente, el nivel faraónico de
gasto público no se ha reducido y por tanto el déficit fiscal ha
empezado a notarse en serio. Se calcula que puede llegar a 7 por ciento
del PIB. Para un gobierno que se preciaba de una gestión, son datos
demoledores.
Evo, que depende del precio del gas y de
los minerales, sabe bien cuál es la tendencia. No ignora, además, que
tendrá que renegociar a la baja los contratos de gas con Brasil y
Argentina, que están por encima del mercado, cuando se venzan en 2019.
De allí la premura en forzar el referéndum del 21 de febrero mediante
una ley impuesta en la Asamblea legislativa el año pasado, cuando Evo
estaba en la fase inicial de su nuevo mandato. Si el efecto del cambio
de fortuna económica ya se siente en las encuestas, cómo sería en el
caso de que el gobierno esperase a 2017 o 2018 para el referéndum. El
“No” tendría, presumiblemente, un caudal tan grande respaldo, que haría
falta un fraude demasiado abultado y evidente.
El referéndum boliviano es
aleccionador con respecto a lo que ha pasado en América Latina en la
última década y media: el surgimiento de la nueva variente de la
dictadura o régimen autoritario. Ya se sabe que la historia de esta
parte del mundo es rica en regímenes de fuerza y que presenta un abanico
extenso de modalidades. El nuevo autoritarismo, de corte
populista, lo inauguró no tanto Hugo Chávez como Alberto Fujimori, sólo
que fue Chávez, con el discurso socialista, el que bautizó a la nueva
corriente de la que Evo forma parte. Consiste en desmontar las
instituciones republicanas desde adentro, vaciándolas de contenido,
sometiéndolas a la voluntad del gobernante, convirtiéndolas en
instrumentos prolijos de la perpetuación en el mando pero también de la
ejecución de las decisiones presidenciales bajo unas formas que no
pierdan su apariencia republicana.
Es un tipo de sistema sofisticado, que
hace muy difícil hablar, propiamente, de dictadura porque preserva
muchos rasgos del sistema democrático y permite la actuación pública y
organizada de una oposición. Se mantienen muchas de las características
democráticas aun cuando se anula, en la práctica, la separación de
poderes, la alternancia en el gobierno y el Estado de Derecho. Esta
“franquicia” chavista tiene, en la Bolivia de Evo Morales, una de sus
encarnaciones más exitosas gracias a los elementos mencionados más
arriba.
Evo llegó al poder en 2006 tras ganar
los comicios de 2005. Debía finalizar su mandato en 2011 pero, a base de
avasallar a la oposición, logró, con el acuerdo de parte de ella, que
se aprobase la ley 3941 para liquidar a la vieja república y
reemplazarla por el Estado Plurinacional de la actualidad. El proceso no
estuvo exento de violencia (muchos recuerdan la matanza del Hotel Las
Américas en Santa Cruz o de El Porvenir en Pando) pero, en un clima de
alta aprobación del gobierno, pocos se atrevían a ver en esto un
equivalente al golpe de Estado.
La modificación abrió las puertas a todo
lo demás, incluida la Constitución de 2009 que permite una reelección
inmediata. Convocadas nuevas elecciones, Evo, triunfador, debía gobernar
sólo hasta 2015, cuando se cumplía el fin de su segundo y último
mandato. Pero en 2014 convocó nuevas elecciones, que la oposición
observó porque la Constitución diseñada por el propio Evo Morales y su
partido, el MAS, sólo autoriza dos mandatos consecutivos. La disputa
terminó en el Tribunal Constitucional, que dio luz verde a la nueva
elección de Evo con un argumento delicioso, todo un emblema del Nuevo
populismo autoritario: por haber sido el Estado Plurinacional creado en
2009, la primera elección de Evo Morales no cuenta. Por tanto tenía
derecho a un nuevo periodo si triunfaba. Triunfó y debía gobernar hasta
2020. Es decir: en las elecciones de 2019 en que se elegirá al
gobernante del periodo 2020-2025, el actual gobernante boliviano ya no
tiene derecho a participar.
El sistema, sin embargo, está diseñado
para que toda norma sea letra muerta si la voluntad del caudillo se
empina por encima de ella (uno de los rasgos distintivos del populismo,
tanto de izquierda como de derecha). De allí que en la segunda mitad del
año pasado Evo y su Vicepresidente, el profesor marxista y en cierta
forma ideólogo del régimen, decidieran imponer una nueva ley para que el
gobernante palpe la eternidad. El trámite pasa por el referéndum del 21
de febrero.
Así, la legalidad se vuelve una arcilla
que amolda a su capricho quien ostenta el poder. La normatividad emana
enteramente de la voluntad del gobierno en lugar de estar quien ejerce
el poder sometido a unas leyes superiores e impersonales. En el
autoritarismo populista del siglo 21 latinoamericano, un señor que
quiere gobernar para siempre sólo tiene que ordenar a los suyos que le
organicen esa posibilidad adaptando las instituciones y las reglas a su
objetivo.
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