El viaje que cambió la historia
Sí, la Luna estaba ante ellos, tan
visible, por fin, como la tierra del horizonte en las noches de media
luz interminable de un verano norteño, el satélite de la Tierra, cuerpo
sumamente misterioso, único en el sistema solar, una Luna cuyas
propiedades y dimensiones resistían todas las categorías de
clasificación entre planeta y satélite, esa Luna cuyos orígenes seguían
siendo un misterio, cuyas facciones lunares fueron formadas..., nadie
podía demostrar con certidumbre cómo habían sido formadas; bajo ellos,
la Luna yacía desnuda en su multiplicidad de diseño. Ya fuera prueba
muerta de las fuerzas que actúan en los cielos, o alguna cosa no del
todo muerta todavía, lo cierto es que allá, bajo ellos, giraba algún
mundo oscurecido de azul y gris plateado, con color sutil en sus bordes y
cráteres luminosos a la vista. Era un espectáculo sumamente extraño,
extraño como una presencia sobrenatural, extraño como una costa extraña y
desierta que surgiese a través de un sueño de cielo y cristalina
superficie de aguas. ¿Cómo remar? ¿Cómo respirar? La costa azul y
desierta se aproximaba a través del espacio impalpable, catedrales de
luz se inclinaban en torno al borde de su curva.
¡Qué tierra se ofrecía ahora a sus
investigaciones! Si estaba muerta, era una mente con dimensiones. Era un
cuerpo celestial que mostraba todos los indicios de haber perecido en
alguna angustia del cosmos, alguna angustia de apocalipsis, un rostro
tan cruelmente puntuado como un acné habría dejado a un hombre cuya piel
hubiese muerto permaneciendo vivo el corazón. ¡Qué superficie de lavas y
cortezas, de granos en la popa y capullos en angustia congelada! ¡Qué
escala de extinciones! ¡Qué misterio de líneas y radios y hendeduras que
iban de los bordes de un cráter quemado a otro! La Luna era como una
vieja máquina de calcular enloquecida y anticuada, con una maraña de
alambres todos quemados, un mudo campo de batalla de golpes y heridas y
contusiones e impactos de todos los cuerpos voladores o viajeros, o
partículas o radiaciones del sistema solar y de más allá incluso. La
Luna hablaba de agujeros, torturas, cicatrices, quemaduras y fusiones de
magma hirviente.
Embestida, destripada, descuartizada,
retorcida, golpeada, una tierra de desiertos en forma de círculos de 80 y
hasta 130 kilómetros a través, una tierra de anillos montañosos,
algunos más altos que el Himalaya, una tierra de recovecos huecos y
cráteres interminables, cráteres dentro de cráteres, que, a su vez,
residían dentro de otros cráteres que vivían en el borde montañoso de
cráteres enormes, cráteres minúsculos y cráteres de 1,5 kilómetros de
profundidad, cráteres tan grandes que el Gran Cañón del Colorado cabría
en ellos, como un cráter dentro de un cráter: hay un cráter conocido por
el nombre de Newton que tiene 140 kilómetros de anchura y casi 10.000
metros de profundidad; su borde se levanta hasta 4000 metros sobre todas
las montañas circundantes, y hay cadenas de montañas tan altas y vastas
que se llaman los Alpes y los Apeninos, o el Cáucaso y los Cárpatos.
Había también hendeduras, rotondas aplanadas, cráteres fantasma sobre la
llanura, cuya existencia se distinguía solamente por un anillo de
colores más claros, como si la Luna, en vista de que todas las otras
muertes están a su disposición, fuera también una placa fotográfica de
explosiones, impactos y holocaustos llegados a ella de otros sitios. Se
veían huecos excavados en el suelo lunar, y granos y resquicios y
espumas de arrugas sobre las llanuras, cúpulas y conos huecos,
montículos de cimas blancas o negras, terrazas amuralladas y cataratas
de roca al azar, escupitajos de 150 kilómetros de roquedo, tacitas de
huevos pasados por agua, mesas de montaña y rebordes, huecos de barro
seco, guaridas de almejas, puntas, aperturas, astillas de
malformaciones, cadenas de cráteres, largos y misteriosos tajos, largos
como carreteras interminables desde un vasto cráter hasta el siguiente,
cráteres oscuros y cráteres relucientes, cráteres relucientes como la
fosforescencia en un mar iluminado por la Luna, y largas e inexplicables
y misteriosas redes de radios: no se me ocurre mejor palabra o manera
de comprender por qué esas líneas volaban a lo largo y ancho de la
superficie, miles de líneas que salían de ciertos cráteres, líneas
rectas y líneas oscilantes, líneas que se detenían de pronto y líneas
que parecían saltar de pico a pico como un lápiz que pasa a lo ancho de
una tabla sin cepillar, líneas que continuaban en forma de cien arañazos
levísimos, y líneas anchas, anchas como pinceladas asestadas a través
de los bordes de un viejo lienzo al óleo; luego, líneas que se
entretejían saliendo y entrando por los valles; esas líneas, esos radios
de cientos de kilómetros de longitud, hasta de miles de kilómetros de
longitud, carecían de dimensiones verticales; no eran, en realidad, ni
muescas ni hendeduras; poseían, simplemente, cierta propiedad especial
sobre el suelo de la Luna, reflejaban la luz de manera distinta, como si
fuera una especie diferente de suciedad y polvo lunares, una capa
superior de polvo de alguna especie de mente u orden que hubiera
visitado a la Luna después de desaparecer la mente primigenia de la
Luna, alguna especie de jeroglífico para registrar la historia de la
relación entre la Luna y la Tierra; sí, estudiar la Luna era suficiente
para inducir en uno un curioso pensamiento, porque la Luna era un
fenómeno, la Luna era una voz que no hablaba, una historia cuya
extensión, completamente revelada, era, así y todo, incapaz de dar
respuestas: toda propiedad de la Luna resultaba una prueba contraria a
ideas anteriores sobre su propiedad. Sí, la Luna era un centrífugo del
sueño, acelerando toda idea nueva hasta la incandescencia misma. Hay que
contener el aliento cuando se mira la Luna. (...)
Todo el mundo se preparó para presenciar
el gran final de la semana más grande desde el nacimiento de
Jesucristo. (...) La nave espacial, tras haber dado la vuelta a la Luna e
ido de nuevo en torno a su parte posterior, comenzaría el frenazo
inicial para el descenso, quedando entonces interrumpidas las
comunicaciones por radio. Una hora más tarde comenzaría a su vez la
combustión final para el descenso final. Aquarius, carente de radar o
giróscopo personal, carente incluso de refinamientos olfativos en su
pobre nariz periodística, deambulaba por el centro de prensa, volvía a
Dun Cove a ver la televisión, porque en el cuarto de la prensa no había
televisión en color, y luego, aburrido de escuchar a los locutores y,
finalmente, incapaz de presenciar el acontecimiento solo, volvió al
salón de cine y se sentó allí, en compañía de un centenar de
periodistas, a pasar la última media hora.
A través de la electricidad estática de
los altavoces llegaban frases sueltas. "El águila está estupendamente,
todo va bien", llegó a sus oídos, junto con datos sobre la altitud.
"¡Todo listo para el aterrizaje, fin!". "De acuerdo, listo para el
aterrizaje, 900 metros". "Estamos listos, todo a punto, listos, 600
metros". Así iban saliendo las palabras de los altavoces. A cosa de
384.000 kilómetros de distancia, después de 10 años de preparativos y
entrenamientos, mil experimentos y un millón de piezas, 25.000 millones
de dólares y un maremágnum de maquinaria, se preparaban para entrar por
el embudo de un acontecimiento histórico cuya importancia podría llegar a
igualar a la de la muerte, y los periodistas que interpretarían esta
información para los lectores del mundo entero estaban ahora agitándose
en cortés, aunque creciente, atención, entre las serenas y crípticas
voces tecnológicas que llegaban zumbando de la televisión. ¿Es así
también la experiencia de estar a punto de nacer? ¿Esperaba uno en una
estancia moderna, entre extraños, mientras se iban anunciando números?:
"Alma número 77-48-16, lista, pase a la zona CX, será concebida a las
16.04 horas".
Y así las cosas se oyó la voz. Y la Luna estaba cada vez más cerca. (...)
-Luces encendidas, dos y medio, abajo,
adelante, adelante, bien, 12 metros, 0,70 metros, abajo, recogemos un
poco de polvo, 9 metros, 0,70 metros, abajo, leve sombra, 1,20 metros
adelante, 1,20 metros adelante, desviación ligera a la derecha, 1,80
metros..., abajo.
Otra voz dijo:
-Treinta segundos.
¿Serían treinta segundos de combustible? Una leve agitación expectante se cernía sobre el auditorio.
-Desviación hacia la derecha. Luz de
contacto. Vale -dijo la voz, tan serena como antes-, para el motor. Los
mandos ahora automáticos, el control del motor de descenso desconectado.
El brazo del motor desconectado. 413 en funcionamiento.
Se oyó un grito medio de júbilo, medio de confusión. ¿Habían alunizado?
Habló el Centro de Comunicaciones:
-Aguila, oímos que estás abajo.
Pero era una pregunta.
-Houston, aquí la base de la Tranquilidad. El águila ha aterrizado.
Era la voz de Armstrong, la voz serena
del muchacho más estupendo del pueblo, el que lo saca a uno del mar
cuando se está ahogando y se aleja corriendo antes de que pueda uno
ofrecerle una recompensa. El águila ha aterrizado: lo oyó la prensa.
Todos prorrumpieron en aplausos. Era ese tipo de aplausos que se solían
oír en los cines abarrotados de gente de los años treinta, cuando la
película llegaba al final y se oía al médico decirle a la estrella que
sobreviviría a la operación. Entonces se inició un pequeño caos: algunos
de los periodistas salieron corriendo del cuarto. ¿Tratarían de hacer
creer que tenían que telefonear a la redacción? Otros se hablaban casi
incoherentemente, y otros seguían escuchando el altavoz, que continuaba
al servicio de la tecnología. (...)
Aquarius descubrió que se sentía feliz.
Había ya un hombre en la Luna. Había dos hombres en la Luna. Era una
sensación nueva, absolutamente carente de foco por lo que a él se
refería. Aunque sentía como un leve endurecimiento en la superficie de
esta sensación, como una costra de piel emocional que se formaba como
consecuencia de su deseo de admirar a unos héroes a quienes no acababa
de encontrar admirables del todo, sabía, a pesar de todo, que esta
experiencia lo había dislocado tan profundamente como cuando oyó, en la
sala de espera de padres del hospital, que su primer hijo había nacido.
"¡Qué cosas!", había dicho entonces; ¡qué dato nuevo!, verdadero como la
presencia de lo inmanente y, sin embargo, sin localizar en absoluto,
todavía no, todavía sin localizar en la cómoda residencia de los datos
verdaderos y reales de la vida del cerebro. (...)
Según el programa, aquella noche,
bastante después de las doce, iba a comenzar el paseo lunar, por lo que
mucha gente se había puesto de acuerdo para ver la cosa juntos. Pero los
astronautas, lo que no es de extrañar, no estaban de humor para dormir;
por eso la hora del paseo lunar fue cambiada y se convino que sería a
las ocho de la tarde. A pesar de todo, esta vez los astronautas llegaron
con retraso.
Esperando en el salón de cine, los
periodistas se encontraban en un curioso estado de celebración mezclada
de irritación. Era difícil, realmente, no sentirse víctimas de una
tomadura de pelo. Ellos eran periodistas, no críticos de cine, y esta
noche iban a tomar notas sobre acontecimientos que transcurrirían en una
pantalla cinematográfica. Claro es que por fin tendrían ante los ojos
el gran final de días de un trabajo periodístico sumamente difícil, pero
en cierto modo era como si el sistema nervioso de uno hubiera sido
confiscado y la última sacudida de un ataque de nervios fuera a tener
lugar en una alcoba ajena.
No es fácil comprender la psicología del
periodista: van corriendo de un lado para otro como sabandijas; Dios
tiene confianza en ellos. A lo largo de los años van formándose una
extraordinaria capacidad para localizar el lugar donde ocurrirá la
próxima victoria. Si alguien da una conferencia de prensa y al final de
ella no se ve rodeado de reporteros, no tiene por qué preguntarse cómo
van sus cosas, porque los reporteros se lo han dado ya a entender. Por
esta razón, los periodistas tienen fama de ser ellos quienes encauzan el
rumbo de las cosas, y es que realmente son las únicas antenas en la
concatenación de los sucesos, los tentáculos que nos indican el ritmo de
la historia según va discurriendo. A pesar de todo, no hay realidad
psicológica como la idea que cada uno tiene de sí mismo. Incluso cuando
un escritor ha perdido lo mejor de su talento, dando, año tras año,
datos que han perdido ya sus matices, es decir, escribiendo artículos de
periódico, así y todo sigue teniendo una idea de sí mismo: que su
atención personal puede ser vital para informar correctamente sobre un
suceso determinado. Ahora bien, metamos a 500 periodistas en un cuarto
para que informen sobre la fase final de un acontecimiento "cuya
importancia es equivalente a la del momento de la evolución en que la
vida acuática emergió a tierra", y pongamos ante ellos una pantalla
cinematográfica y una transmisión televisada en la mencionada pantalla,
que no solamente es el primer intento de comunicación desde un satélite
situado a más de 300.000 kilómetros de distancia, sino que también, y de
esto pueden estar ustedes seguros, está completamente desenfocada. Los
periodistas se ponen gafas para no perderse la letra pequeña, pero una
pantalla desenfocada añade una herida nueva a la llaga de la herida
anterior. Algo en ellos se volvió del revés: observando la Luna en la
pantalla eran como universitarios un viernes por la noche en el cine de
la ciudad: no se podía predecir de qué se reirán la próxima vez, pero su
sentido de lo absurdo era rápido y violento. (...)
De pronto se oyó la voz de Armstrong:
-Okay, Houston, ya estoy en el pórtico.
El auditorio prorrumpió en aplausos.
Había también burla, como si la caballería hubiese llegado, al galope, a
lo largo del hondón lunar.
Pasaron unos pocos minutos. La
impaciencia se cernía en el aire. Luego se oyó un sonoro vítor al
aparecer una escena en la pantalla. Era una escena cabeza abajo,
cegadora por el contraste e incomprensiblemente el mismo caleidoscopio
de luz y sombra que ven los niños en el primer momento, justo antes de
que les llegue a los ojos el nitrato de plata. Luego se vieron reajustes
y movimientos en la imagen, una enorme nube negra que acabó
concretándose en la forma de Armstrong bajando por la escala, una
confusión de objetos, una vaga e informe visión de un troglodita con una
tremenda giba en la espalda, y voces, Armstrong, Aldrin y el Centro de
Comunicaciones, dando detalles de la bajada por la escala. Armstrong
apareció en tierra. Nadie le oyó bien del todo decir:
-Este es un pequeño paso para un hombre, pero una zancada gigantesca para la humanidad.
Ni tampoco le vio nadie dar el paso en
cuestión. La imagen televisada que apareció en la pantalla era bella,
pero seguía siendo tan maravillosamente abstracta como las ramas de un
árbol o como un cuadro de Franz Kline a base de vigas negras contra un
fondo blanco. A pesar de todo, se oyeron vítores y como una oleada de
extraordinaria percepción y conciencia. Era como si el auditorio
sintiera una compenetración inesperada con lo sepulcral, como si un
horrible estuviera descendiendo, paso a paso, latido de corazón a
decreciente latido de corazón, hacia el reino del mismo rey de la
muerte, y estuviera informando, poco a poco, de lo que sus sentidos le
revelaban. Había desaparecido el ambiente de irritación, y Armstrong
ahora estaba describiendo la sustancia fina y como polvo que cubría la
superficie:
-Veo las huellas de mis botas y los pasos en las partículas finas como arena.
Durante estos primeros minutos, cada
revelación iba a ser un milagro. Habría sido más extraordinario oír que
la Luna no acusaba los pasos en forma de huella en su fino polvo, o que
el polvo era fosforescente, pero también era milagroso que la reacción
del polvo lunar fuese igual a la del polvo terráqueo. Ya había, pues,
respuesta a una pregunta. Si la respuesta era corriente, por lo menos
era una pregunta menos que quedaba en los espacios solitarios de la
mente humana. Aquarius tuvo un momento de atisbo en el espacio exterior,
creciente como el charco más y más grande de una pregunta sin
respuesta. ¿Era ése el poder que acechaba detrás de la fuerza que en
este siglo había dado la victoria a la tecnología? ¿Que la tecnología,
por lo menos, era una fuerza que intentaba obtener respuestas a
preguntas que pasaban por no tener respuesta posible?
La imagen se volvía más y más
descifrable. Alejándose de la escala con un paso vacilante y como
saltarín, no muy distinto de los primeros inciertos pasos de una ternera
recién nacida, Armstrong llamó al Centro de Mandos:
-Se puede andar perfectamente.
Pero como si aquélla fuera una libertad
que no convenía permitirse con los sentimientos de la Luna, volvió a
saltitos a la escala.
Las actividades proseguían. Había que
tomar fotografías, describir el aspecto de las rocas, el carácter de la
luz solar. Una de las primeras tareas de Armstrong era coger un
espécimen de roca y metérselo en el bolsillo. Así, si ocurría algo
imprevisto, si emergía de un cráter el yak inmencionable o el abominable
hombre de las nieves, si el suelo comenzaba a temblar, si, por la razón
que fuese, tenían que regresar a la sección y despegar súbitamente, por
lo menos volverían a la Tierra con un pedazo de roca, y menos es nada.
Esta primera muestra de piedra y polvo lunares recibió el nombre de
"muestra de emergencias" y era una de las primeras tareas de Armstrong,
pero éste parecía haberla olvidado. El Centro de Comunicaciones se la
recordó sutilmente, lo que también hizo Aldrin. Se volvió a oír la voz
del Centro de Comunicaciones:
-Neil, aquí Houston, ¿te precaviste con la muestra de emergencia?
-Okay -dijo Armstrong-, voy a hacerlo en cuanto termine esta serie de fotografías.
Aldrin probablemente no había oído.
-Bueno -llamó-, ¿vas a recoger la muestra de emergencia ahora, Neil?
-De acuerdo -cortó Armstrong.
Su irritabilidad era tan evidente que el auditorio rompió a reír.
(...) Risotadas entre el auditorio.
Cuando se izó la bandera norteamericana en la Luna, los periodistas
aplaudieron. El aplauso continuó, se hizo más fuerte; pronto se pondrían
todos en pie para tributar a la imagen de la bandera una ovación en
toda regla. Era, quizá, una manera de pedir perdón por las risas
anteriores y por la risa que todos sabían no tardaría en resonar de
nuevo, pero la experiencia, así y todo, era importante. Una sociedad
reductiva estaba contemplando lo irreducible. Pero lo irreducible estaba
siendo presentado de manera técnicamente imperfecta. Y de eso sí que
podían reírse. Y se volvieron a reír una y otra vez. Hubo momentos en
que Armstrong y Aldrin podrían haber sido ni más ni menos que Stan
Laurel y Oliver Hardy vestidos de astronautas. (...)
Bueno, pues ya estaba izada la bandera.
Habló el Centro de Comunicaciones pidiendo a los astronautas que se
pusieran firmes ante la cámara y anunciando a continuación que el
presidente de Estados Unidos quería decir unas palabras.
Armstrong: -Eso sería un honor para nosotros.
Director del Centro de Operaciones: -Adelante, señor presidente. Aquí Houston, empiece. (...)
El presidente Nixon: -Neil y Buzz, estoy
hablándoos por teléfono desde la Sala Oval de la Casa Blanca. Y esta
llamada es, ciertamente, la más histórica que se ha hecho jamás.
Risotadas entre el auditorio. ¡La llamada telefónica más cara que se había hecho jamás! Estentóreos aplausos.
El presidente Nixon: -No encuentro
palabras para expresar lo orgullosos que nos sentimos todos de vosotros.
Para todos los norteamericanos, éste tiene que ser el día más grande de
su vida. Y para la gente del mundo entero, porque estoy convencido de
que también ellos se unen a los norteamericanos ante una proeza tan
grande. Y es que por lo que habéis realizado los cielos han pasado a
formar parte del mundo humano. Y al hablarnos vosotros ahora desde el
Mar de la Tranquilidad nos dais inspiración para redoblar nuestros
esfuerzos por traer la paz y la tranquilidad a la Tierra. Durante un
momento inapreciable de la historia del hombre, todos los habitantes de
este mundo son verdaderamente un solo pueblo. Están unidos por el
orgullo que les da lo que habéis hecho. Y están unidos en el deseo de
que volváis sanos y salvos a la Tierra. (...)
-Gracias, señor presidente -respondió Armstrong con voz no del todo impávida.
¡Qué momento para Richard Nixon si las primeras lágrimas jamás vertidas en la Luna fuesen consecuencia de sus palabras!
-Es un gran honor y un gran privilegio
-prosiguió Armstrong- ser representantes no sólo de Estados Unidos, sino
también de los amantes de la paz del mundo entero.
Cuando hubo terminado saludó.
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