El palo de escoba
El País, Madrid
Para olvidarme del Brexit fui a
conocer el nuevo edificio de la Tate Modern en Londres y, como
esperaba, me encontré con la apoteosis de la civilización del
espectáculo. Tenía mucho éxito, pues, pese a ser un día ordinario,
estaba repleto de gente; muchos turistas, pero, me parece, la mayoría de
los visitantes eran ingleses y, sobre todo, jóvenes.
En el tercer piso, en una de las grandes
y luminosas salas de exposición había un palo cilíndrico, probablemente
de escoba, al que el artista había despojado de los alambres o las
pajas que debieron de volverlo funcional en el pasado —un objeto del
quehacer doméstico— y lo había pintado minuciosamente de colores verdes,
azules, amarillos, rojos y negros, series que en ese orden —más o
menos— lo cubrían de principio a fin. Una cuerda formaba a su alrededor
un rectángulo que impedía a los espectadores acercarse demasiado a él y
tocarlo. Estaba contemplándolo cuando me vi rodeado de un grupo escolar,
niños y niñas uniformados de azul, sin duda pituquitos de
buenas familias y colegio privado a los que una joven profesora había
conducido hasta allá para familiarizarlos con el arte moderno.
Lo hacía con entusiasmo, inteligencia y
convicción. Era delgada, de ojos muy vivos y hablaba un inglés muy
claro, magisterial. Me quedé allí, en medio del corro, simulando estar
embebido en la contemplación del palo de escoba, pero, en verdad,
escuchándola. Se ayudaba con notas que, a todas luces, había preparado
concienzudamente. Dijo a los escolares que esta escultura, u objeto
estético, había que situarlo, a fin de apreciarlo debidamente, dentro
del llamado arte conceptual. ¿Qué era eso? Un arte hecho de conceptos,
de ideas, es decir, de obras que debían estimular la inteligencia y la
imaginación del espectador antes que su sensibilidad pudiera gozar de
veras de aquella pintura, escultura o instalación que tenía ante sus
ojos. En otras palabras, lo que veían allí, apoyado en esa pared, no era
un palo de escoba pintado de colores sino un punto de partida, un
trampolín, para llegar a algo que, ahora, ellos mismos, debían ir
construyendo —o, acaso, mejor decir escudriñando, desenterrando,
revelando— gracias a su fantasía e invención. A ver, veamos ¿a quién de
ellos aquel objeto le sugería algo?
Chicos y chicas, que la escuchaban con
atención, intercambiaron miradas y risitas. El silencio, prolongado, lo
rompió un pecosito pelirrojo con cara de pícaro: “¿Los colores del
arcoíris, tal vez, Miss?”. “Bueno, por qué no”, repuso la Miss,
prudentemente. “¿Alguna otra sugerencia u observación?”. Nuevo silencio,
risitas y codazos. “Harry Potter volaba en un palo de escoba que se
parecía a éste”, susurró una chiquilla, enrojeciendo como un camarón.
Hubo carcajadas, pero la profesora, amable y pertinaz, los reconvino:
“Todo es posible, no se rían. El artista se inspiró tal vez en los
libros de Harry Potter, quién sabe. No inventen por inventar,
concéntrense en el objeto estético que tienen delante y pregúntense qué
esconde en su interior, qué ideas o sugestiones hay en él que ustedes
puedan asociar con cosas que recuerdan, que vienen a su memoria gracias a
él”.
Poco a poco los chiquillos fueron
animándose a improvisar y, en tanto que algunos parecían seguir las
instrucciones de la Miss y proponían interpretaciones que tenían alguna
relación con el palo de escoba pintado, otros jugaban o querían divertir
a sus compañeros diciendo cosas disparatadas e insólitas. Un gordito
muy serio aseguró que ese palo de escoba le recordaba a su abuela, una
anciana que, en sus últimos años, se arrastraba siempre con la ayuda de
un bastón para no tropezar y caerse. A medida que pasaban los minutos mi
admiración por la profesora aumentaba. Nunca desfalleció, nunca se
burló ni se enojó al oír las tonterías que le decían. Se daba cuenta muy
bien de que, si no todos, la mayoría de sus alumnos se habían olvidado
ya del palo de escoba y del arte conceptual, y estaban distrayendo su
aburrimiento con un jueguecito del que ella misma, sin quererlo, les
había dado la clave. Una y otra vez, con una tenacidad heroica,
mostrando interés en todo lo que oía, por burlón y descabellado que
fuera, los volvía a traer al “objeto estético” que tenían al frente,
explicándoles que ahora sí, por todo lo que estaba ocurriendo,
comprendían sin duda cómo aquel cilindro de madera decorado con aquellos
intensos colores había abierto en todos ellos una compuerta mental por
la que salían ideas, conceptos, que los regresaban al pasado y los
retrotraían al presente, y activaban su creatividad y los volvían más
permeables y sensibles al arte de nuestros días. Ese arte que es
diametralmente distinto de lo que era bello y feo para los artistas que
pintaron los cuadros de los clásicos que habían visto hacía unos meses
en la visita que hicieron a la National Gallery.
Cuando la perseverante y simpática Miss
se llevó a sus alumnos a explorar, en esa misma sala del nuevo edificio
de la Tate Modern, un laberinto de petates de Cristina Iglesias, yo me
quedé todavía un rato frente a este “objeto estético”, el palo de escoba
pintado por un artista cuyo nombre decidí no averiguar; tampoco quise
saber el título con que había bautizado a su “escultura conceptual”.
Pensaba en la difícil empresa de esa profesora: convencer a esos niños
de que aquello representaba el arte de nuestro tiempo, que había en ese
palo pintado toda esa suma de que consta una obra de arte genuina:
artesanía, destreza, invención, originalidad, audacia, ideas,
intuiciones, belleza. Ella estaba convencida de que era así, porque, en
caso contrario, hubiera sido imposible que asumiera con tanto empeño lo
que hacía, con esa alegría y seguridad con la que hablaba a sus alumnos y
escuchaba sus reacciones. ¿No hubiera sido una crueldad hacerle saber
que lo que hacía, en el fondo, con tanta entrega, ilusión e inocencia,
no era otra cosa que contribuir a un embauque monumental, a una
sutilísima conjura poco menos que planetaria en la que galerías, museos,
críticos ilustrísimos, revistas especializadas, coleccionistas,
profesores, mecenas y negociantes caraduras, se habían ido poniendo de
acuerdo para engañarse, engañar a medio mundo y, de paso, permitir que
algunos pocos se llenaran los bolsillos gracias a semejante impostura?
Una extraordinaria conspiración de la que nadie habla y que, sin
embargo, ha triunfado en toda la línea, al extremo de ser irreversible:
en el arte de nuestro tiempo el verdadero talento y la picardía más
cínica coexisten y se entremezclan de tal manera que ya no es posible
separar ni diferenciar una de la otra. Esas cosas ocurrieron siempre,
sin duda, pero, entonces, además de ellas, había ciertas ciudades,
ciertas instituciones, ciertos artistas y ciertos críticos que
resistían, se enfrentaban a la picardía y la mentira, y las denunciaban y
vencían. Integraban esa demonizada élite que la corrección política de
nuestra época ha mandado al paredón. ¿Qué ganamos? Esto que tengo al
frente: un palo de escoba con los colores del arcoíris que se parece a
aquel con el que Harry Potter vuela entre las nubes.
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