Por Alberto Benegas Lynch (h)
Two worlds exist side by side. In one the struggle for power continues almost as it always has done. In the other it is not power that counts, but respect.
Theodore Zeldin
Senior Fellow, Oxford University
1994
Theodore Zeldin
Senior Fellow, Oxford University
1994
Todos los seres humanos somos distintos desde el punto de vista anatómico, fisiológico, bioquímico y, sobre todo, psicológico. Tenemos distintas vocaciones, distintas inclinaciones y distintos proyectos de vida. Para que podamos convivir en una sociedad civilizada se hace imperioso el sistema pluralista, es decir, la aceptación de distintas valoraciones, distintos gustos y distintas preferencias siempre y cuando no se lesionen derechos de terceros.
No se requiere que compartamos ni siquiera que comprendamos los proyectos de vida del prójimo, se necesita, eso sí, que se los respete. No cabe aquí el uso de la expresión “tolerancia” puesto que se trata de una extrapolación ilegítima del campo de la religión al del derecho. Los derechos no se toleran, se respetan. El recurrir a la expresión “tolerancia” implica cierto tufillo a arrogancia y presunción del conocimiento. Trasmite la idea de que algunos poseen la certeza y la verdad absoluta y deben tolerar los errores de otros.
La columna vertebral del liberalismo siempre fue el respeto irrestricto al prójimo desde que Adam Smith utilizó por primera vez esa expresión[1]. Desde luego que esta corriente de pensamiento se basó en el método socrático, en la noción del derecho en Roma, en los escritos de Cicerón, y especialmente en la escolástica tardía[2] y las obras de John Locke. De más está decir, que a partir de Adam Smith fueron muchas las teorías y los enfoques nuevos que enriquecieron y siguen enriqueciendo esa columna vertebral de respeto irrestricto al prójimo. La revolución marginalista de 1870 (especialmente a través de los trabajos de Carl Menger y Eugen Böhm-Bawerk[3]) amplió notablemente el horizonte de los estudios de aquello que genéricamente puede llamarse liberalismo. Por esto es que no resulta procedente el recurrir al término “neoliberalismo” puesto que esto implicaría el sinsentido del neo-respeto[4].
El ángulo de donde el liberal mira el conocimiento resulta especialmente importante. Nos encontramos en un mar de ignorancia y los pocos conocimientos que tenemos debemos someterlos a procesos permanentes de refutación y corroboraciones provisorias en un arduo camino que no tiene término[5]. Probablemente la expresión que mejor ilustre la mente abierta del liberal es el lema de la Royal Society de Londres: nullius in verba, un pensamiento resumido de Horacio que significa que no hay última palabra ni hay entre los mortales autoridad final. Del hecho de sostener que debemos estar alertas a refutaciones y corroboraciones siempre provisorias no se sigue una postura relativista o escéptica. Muy por el contrario, ambas posturas filosóficas se contradicen a si mismas. El afirmar que todo es relativo convierte a esa afirmación también en relativa y el sostener que nuestra mente no es capaz de aprehender la realidad, la declara incapaz para sostener esto último. Una cosa es sostener que existe la verdad y que una proposición verdadera significa la concordancia entre el juicio y el objeto juzgado y otra bien distinta es la postura de aquel que afirma poseer con certeza la verdad absoluta. El racionalismo constructivista ha hecho un enorme daño al pretender que el hombre puede diseñar lo que ha dado en llamarse la ingeniería social[6].
Un proverbio latino ayuda a ilustrar la posición liberal de quien no tiene la certeza de la verdad absoluta y por ende deja margen para el debate y la refutación: ubi dubium ibi libertas, es decir, donde hay duda (conciencia de la propia ignorancia) hay libertad; por esto es que el espíritu totalitario cierra todo resquicio y todos los grifos del espíritu libre y la discusión abierta porque siempre “tiene la precisa” e impone sus valores “para bien de los demás”. Tal vez no haya advertencia más sabia que la expuesta en el Génesis en cuanto a los peligros de pretender el reemplazo de Dios por los hombres. Es una advertencia sobre los peligros que encierra la soberbia. Más aún, muchas veces afirmamos que no se debe “jugar a Dios”, pero en realidad se pretende ser más que Dios ya que ha puesto en nuestra naturaleza el libre albedrío que permite la salvación o la condena.
Este planteo sobre el conocimiento nos conduce a la noción de orden natural. Es habitual sostener que no es posible “dejar todo a las fuerzas ciegas del mercado”. Se piensa que si eso fuera así podría ocurrir que todo el mundo decida producir leche y no haya pan disponible o que todo el mundo se incline por la profesión de la ingeniería y no haya médicos. Estas preocupaciones resultan cuando no se comprende el significado del mercado que está basado en la institución de la propiedad privada y trasmite información dispersa a través de los precios. La propiedad privada, es decir, la facultad de usar y disponer de lo propio, se asigna debido a que los recursos son escasos y las necesidades son ilimitadas. Esos recursos escasos pueden asignarse a muy diversas actividades por muy diversas personas. El sentido del primer ocupante y luego la transmisión de la propiedad por medio de arreglos libres y voluntarios hace que se asigne a quienes son más eficientes para atender las necesidades de los demás.
El mercado es como un plebiscito diario en el que la gente decide comprar o abstenerse de hacerlo, con lo que va estableciendo precios. Estos precios hacen de indicadores, precisamente para asignar los siempre escasos recursos a fines prioritarios. Quienes aciertan en el gusto de la gente incrementan sus patrimonios, quienes no lo hacen incurren en quebrantos y, por tanto, vía el cuadro de resultados, transfieren la propiedad a otras manos que puedan más eficientemente atender los requerimientos del público consumidor. Los precios van indicando, entonces, qué áreas o qué campos resultan más atractivos y cuáles no cuentan con el respaldo suficiente por parte de la gente.
Decir que el mercado no puede resolver todo navega entre la perogrullada y el equívoco. Sin duda que el mercado no puede resolver cosas tales como los problemas meteorológicos pero sirve para encauzar las preferencias de la gente. Resulta absolutamente incompatible con una sociedad abierta sostener que la gente no puede ocuparse de sus propios asuntos, lo cual es lo mismo que decir que no debe dejarse en manos del mercado puesto que el mercado son los arreglos contractuales de millones de personas. Seguramente el equívoco proviene de malinterpretar a quienes dicen que “el mercado requiere tal cosa” o que “el mercado considera tal otra” como si se tratara de una persona que habla, piensa y decide. Este antropomorfismo hace aparecer al mercado como algo misterioso y difícil de comprender, lo cual no ocurre si se lo asimila a las decisiones concretas de específicas personas.
Mercado, propiedad privada y precios son términos correlativos. O están los tres o no está ninguno de los tres presentes. Pueden estar en diversos grados pero necesariamente deben coincidir puesto que el precio es la manifestación del uso y disposición de lo propio y el mercado es el proceso por el cual se llevan a cabo las transacciones. Si se decide la abolición de la propiedad privada siguiendo las recetas socialistas, no habría tal cosa como cálculo económico, contabilidad y evaluación de proyectos. En un lugar en donde se ha decidido abolir la propiedad privada, si se le interroga a la gente si conviene construir las carreteras con oro o con pavimento, no habrá respuesta posible puesto que no hay precios. Si se tiene la idea de que construir carreteras con oro resulta un despilfarro es porque se recordaron los precios relativos antes de la socialización.
Muchos fueron los procedimientos que se intentaron para sustituir el sistema de precios[7]. En algunos casos se sostuvo que las decisiones debían de basarse en razones “técnicas”, pero es bien sabido que se puede hacer agua con dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno, lo cual resulta antieconómico. Y podemos decir que resulta antieconómico en la medida en que contamos con precios. En otros casos se sostuvo que igual que sucede con las empresas, se puede tomar al país como una corporación, al gobernante como el gerente y a los ciudadanos como accionistas y proceder en consecuencia. Sin embargo, no se percibió que resulta del todo irrelevante cuántos son los accionistas ni de qué empresa se trata: solamente se requieren precios para poder calcular y evaluar proyectos lo cual necesariamente requiere la institución de la propiedad.
También, siguiendo la teoría marxista del valor, se pretendió el cálculo económico en base a la unidad del trabajo, lo cual hacía que eventualmente un kilo de plata tuviera el mismo valor que un kilo de chatarra si insumía el mismo trabajo. Se sostuvo que el procedimiento para conocer el acierto o el desacierto de las decisiones consistía en realizar un inventario antes y después de las diversas operaciones. Si hubiera más cantidad de bienes quiere decir que el camino seguido era el correcto, sin percibir que cantidad física de bienes no quiere decir nada si no se las pondera por una unidad homogénea (mil botones no necesariamente valen más que un tractor).
Por último, para analizar las teorías de mayor importancia, se sugirió el método de prueba y error haciendo un correlato con lo que sucede en el mercado, pero en el mercado el empresario puede detectar el acierto o el desacierto de sus decisiones a través de diversas pruebas porque existen precios que le proporcionan información y, por tanto, le hacen saber el resultado de la prueba.
La planificación económica, en la medida en que se produzca, distorsiona los precios relativos, es decir, los indicadores que sirven para asignar los siempre escasos factores productivos. Pero, por otra parte, la planificación implica en sí misma una arrogancia y una presunción del conocimiento. Nosotros no sabemos qué sucede en nuestro propio cuerpo. Si tuviéramos que dirigir conscientemente solamente lo que sucede en nuestro hígado, pereceríamos en unos instantes. Lo que sucede en nuestro propio cuerpo excede nuestra capacidad analítica. Si a alguno de nosotros se nos pregunta qué haríamos el año que viene en tales o cuales circunstancias podríamos conjeturar una respuesta pero, llegado el momento, dado que las circunstancias también son otras, la decisión será diferente.
No conocemos lo que sucede en nuestro propio cuerpo y no sabemos lo que nosotros mismos haríamos en el futuro y, sin embargo, se tiene la pretensión de manejar la vida y las haciendas de millones de personas. Por esto es que esta pretensión de “orden” produce el caos. Por esto es que la característica de los regímenes planificados son los sobrantes, los faltantes y el desorden general. Y el problema no es de que el “comité de expertos” o las “juntas de planificación” no cuenten con la suficiente información. Podríamos imaginarnos computadoras con inmensas memorias que almacenen todo tipo de información. El problema no es ese. El problema es que la información no está disponible y que la coordinación de la que se va produciendo requiere del conocimiento disperso de millones de personas que realizan millones de arreglos contractuales.
Como ha demostrado Thomas Sowell[8] el lenguaje, esencial para pensar y para trasmitir nuestros pensamientos, resulta de un orden espontáneo no planificado. Idiomas planificados como el esperanto no resultan útiles para los propósitos del lenguaje. Bruno Leoni[9] ha mostrado que las normas de convivencia civilizada son el producto de procesos evolutivos y Hayek ha puesto énfasis en el orden espontáneo del mercado[10]. El liberalismo necesariamente implica una postura que revela modestia, en contraste con los planificadores que dicen saber lo que en realidad les conviene a los demás y recurren a la fuerza para lograr sus propósitos.
La condición natural del hombre es la pobreza, las hambrunas, las pestes y la consiguiente desolación. Esa fue la condición de los pobladores de este planeta durante milenios. Hasta hace no mucho tiempo, sólo un grupo de privilegiados que vivía a expensas de los demás tenía una condición decente de vida. Recién a partir de la Revolución Industrial[11] comenzó a tenerse conciencia de la “cuestión social”. Recién a partir de entonces comenzaron a recopilarse estadísticas de salarios, condiciones habitacionales, índice de mortandad, etc. Es que la Revolución Industrial abrió las puertas al mejoramiento en las condiciones de vida, un estiramiento en la edad en que la gente moría, una reducción de la mortandad infantil y al comienzo de una educación sistemática que cada vez abarcó mayores porciones de la población. Sin duda que las condiciones iniciales fueron muy duras: mujeres y niños tuvieron que trabajar en condiciones penosas. Pero no cabe suponer que antes del advenimiento de la Revolución Industrial, la gente bailaba y cantaba ociosa en torno a ollas siempre llenas de alimentos. Ya hemos descripto la condición natural de la época pre-capitalista. Esas condiciones duras de los primeros tramos de la Revolución Industrial significó la esperanza para mucha gente de no morir por inanición.
Pobreza y riqueza son conceptos relativos. Todos somos pobres o ricos según con quien nos comparemos. El tránsito de una mayor pobreza relativa a una menor y, a su vez, a lo que se considera riqueza, implica tasas crecientes de capitalización. Los ingresos y salarios en términos reales dependen exclusivamente de la estructura de capital, esto es, maquinarias, equipos, instalaciones, combinaciones de factores productivos que hacen de apoyo logístico al trabajo para aumentar su rendimiento. Si imaginamos hoy el mapa del mundo y con la imaginación recorremos diversos países, encontraremos que allí donde los ingresos y salarios en términos reales son mayores es porque la inversión per capita es también mayor. Personas que hacen las mismas tareas, que se trasladan de un país donde la estructura de capital es más débil a uno en el que es más fuerte, hacen que sus ingresos se eleven y viceversa[12]. A su vez, para lograr tasas crecientes de capitalización se requieren marcos institucionales que, por una parte, establezcan los incentivos necesarios y, por otra, que exista una justicia eficiente. En ambos casos está implícita la asignación de derechos de propiedad. El “dar a cada uno lo suyo” según la célebre definición de Ulpiano, la seguridad de que los contratos serán cumplidos y que el fruto del propio trabajo será respetado, resultan condiciones sine qua non para lograr los antedichos propósitos.
El administrador del nuevo capital, fruto de ahorro externo o interno buscará tener el mayor retorno posible. Para obtener utilidades del nuevo capital es necesario ofrecer bienes y servicios en una cantidad mayor de la que ya existían en el mercado o nuevos bienes y servicios que antes no existían. En cualquier caso, se requiere trabajo intelectual y manual que será atraído en base a condiciones mejores que las que ya disponían los nuevos postulantes. Si a un país llegaran simultáneamente todos los capitales del planeta, los salarios e ingresos en términos reales se elevarían astronómicamente y la gente podría realizar menores esfuerzos en jornadas laborales más cortas. La diferencia entre el trabajador agrícola alemán y el de la India no estriba en que el primero es más organizado y trabaja con mayor intensidad, por el contrario, el trabajador alemán llevará a cabo sus tareas en jornadas más cortas, labrando la tierra en tractores con aire acondicionado y pasacassette, mientras su colega de la India trabaja de sol a sol con moscas en la frente en base a remuneraciones exiguas puesto que su único instrumento de capital es, por ejemplo, un palo en lugar de un tractor.
No es tampoco que las organizaciones sindicales de la India no tengan la suficiente imaginación y la suficiente fuerza para elevar salarios. Si los salarios en términos reales pudieran elevarse por decreto habría que proceder en consecuencia pero, lamentablemente, el efecto será inexorablemente el desempleo. Lamentablemente la legislación moderna ha apuntado en esa dirección, es decir, al establecimiento de llamadas “conquistas sociales” que en verdad han arruinado a los trabajadores, especialmente a los marginales.
Ilustra esta situación lo que ocurre actualmente en los Estados Unidos. En el Este hay un gran desempleo debido a que los salarios mínimos exceden a los salarios de mercado, es decir, a los que establece la relación capital-trabajo. En cambio, muchos de los trabajadores del Oeste son ilegales, son personas muchas veces analfabetas en inglés (y también en español) que cruzan desesperados las fronteras sorteando todo tipo de dificultades. Pero, a pesar de que el mercado laboral es más reducido porque no todos están dispuestos a contratar en negro, no hay tal cosa como desempleo, ya que si alguien denuncia que está trabajando por debajo del salario mínimo será deportado. Paradójicamente, sus colegas del Este, más capacitados, deambulan por las calles sin encontrar empleo.
En no pocos lugares se observa que los costos laborales de contratar un empleado son siderales: por cada unidad monetaria que se le paga en concepto de salario, el empleador debe a veces pagar hasta el doble (además de ello, se le retiene parte del ingreso del trabajador para destinar las diferencias a otras “conquistas sociales” como jubilaciones y seguro de salud que han resultado una verdadera estafa). En cualquier caso el trabajador debería poder decidir el destino del fruto de su trabajo y aportar allí donde considere conveniente. A veces, se presentan proyectos de “privatizar” las jubilaciones lo cual termina significando un mercado cautivo al que los trabajadores deben aportar sin que exista la posibilidad de una elección abierta en el país o en el exterior. Más aún, en muchos casos la prevención de la vejez no necesariamente ocurre con aportes a cajas jubilatorias o seguros de pensión sino, por ejemplo, en inversiones inmobiliarias (como era el caso de la Argentina antes del establecimiento de otra de las “conquistas sociales” como fue el congelamiento de alquileres que produjo la quiebra del mercado inmobiliario).
De más está decir que cuando estamos hablando de procesos de mercado y de empresarios estamos hablando de un sistema donde no hay dádivas, privilegios, mercados cautivos y subsidios. El empresario es un benefactor de la humanidad si está embretado a actuar en el mercado. Sin embargo, como ha señalado ya hace mucho tiempo Adam Smith[13] se convierte en un pseudoempresario, en un barón feudal, en un cazador de privilegios cuando se vincula al poder de turno. En este último caso, la acción de los pseudoempresarios implica inexorablemente la explotación de los consumidores, ya sea vendiendo más caro, de peor calidad o ambas cosas a la vez.
Se ha dicho en reiteradas ocasiones que el estado debe intervenir en las relaciones laborales para evitar “la desigualdad en el poder de contratación”. No es infrecuente que se caricaturice al empresario como un barrigón con una enorme cadena de oro que le cruza el abdomen, bien vestido, enfrentado con una persona descalza y con ropas maltrechas. Es cierto que en una contratación de esta naturaleza cabe suponer que quien ofrece sus servicios no tiene para llegar a fin de mes o a fin de la semana (o eventualmente al fin del día) mientras que el empleador es un multimillonario. Pero esta situación en nada cambia el hecho de que los salarios e ingresos en términos reales están determinados por la estructura de capital. Resulta del todo inatingente cuán abultada sea la cuenta corriente del multimillonario: por definición si no paga el salario de mercado no encontrará empleados.
También se ha dicho que los empleadores pueden suscribir un contrato en el que se comprometen a no aumentar salarios a sus empleados. Aun suponiendo que semejante contrato se llevara a cabo, al momento siguiente, si el empresario no abdica de su condición de tal, continuará esforzándose para obtener ganancias. Una vez que obtenga esas ganancias intentará sacarle el mejor provecho para lo cual, nuevamente, deberá ofrecer bienes y servicios en el mercado que requieren del factor trabajo. Si se ha comprometido o no a aumentar salarios y desea cumplir semejante compromiso deberá tirar el nuevo capital al mar y renunciar a su condición de empresario, para no decir nada de los otros empresarios locales o extranjeros que sacarían partida de la paralización que impone el cumplimiento del acuerdo mencionado.
En otro orden de cosas, se ha sostenido que para reactivar la actividad mercantil resulta indispensable decretar aumentos de salarios porque -se continúa diciendo- de este modo aumentará el poder adquisitivo de las masas con lo cual se incrementarán sus compras que, a su turno, permitirán que las empresas vendan más, ganen más y así sucesivamente. El punto de partida de este razonamiento es equivocado. Al decretar aumentos de ingresos y salarios sobre el nivel del mercado el resultado inexorable es el desempleo con lo que no sólo se perjudica a los empleados sino al mercado en su conjunto debido a que dispondrá de una fuerza laboral conjunta menor.
Por último se ha dicho que quienes ganan más deberán pagar mayores salarios. Dejando de lado que esto es lo que habitualmente ocurre debido a que las empresas más sólidas seleccionan el personal más capacitado, el razonamiento en cuestión conduce a que quienes tienen más, deben pagar más por los bienes y servicios que adquieren. Esto implica que el precio del pan para el millonario no debería ser lo mismo que para el pobre, etc. etc. Esta forma de ver las cosas se traduce en la nivelación de rentas y patrimonios, situación en la que la desigualdad dejaría de jugar el rol vital que desempeña en el mercado.
La desigualdad de rentas y patrimonios en una sociedad abierta implica posiciones relativas según sea la capacidad para servir al prójimo. La administración de los siempre escasos factores de producción deberá estar en manos de quienes mejor sirven los intereses de los consumidores. Conviene otra vez subrayar que donde existen privilegios la desigualdad de rentas y patrimonios no refleja la eficiencia de cada cual para servir al prójimo sino la capacidad del lobby o, si se quiere, la capacidad para explotar al prójimo.
La redistribución de ingresos tendiente a la nivelación produce necesariamente dos efectos: en primer término desaparece la producción de quienes podrían producir arriba de la línea de nivelación pero se abstienen de hacerlo porque saben a ciencia cierta que serán expoliados. En segundo término, quienes se encuentran bajo la aludida marca no se esforzarán por llegar a ella puesto que esperarán que se los redistribuya por la diferencia; redistribución que nunca llegará debido a la caída en la productividad que opera en el primer punto que hemos señalado. Como ha dicho el premio Nobel en economía James M. Buchanan, no hay otro criterio que el del mercado para establecer la eficiencia: “Si no hay criterio objetivo para el uso de recursos que pueda aplicarse a la obtención de resultados como medida indirecta de comprobar la eficacia del proceso de intercambio, entonces, mientras el intercambio se mantenga abierto y se excluya el fraude y la violencia, el acuerdo a que se llega es, por definición, eficiente”[14].
Se suele hacer un correlato entre la selección de las especies en el reino animal y vegetal y el proceso de selección cultural. A este paralelo se lo ha denominado “darwinismo social”. Esta extrapolación es del todo improcedente: en una sociedad abierta los más fuertes transmiten su fortaleza los más débiles debido a la externalidad positiva que implican tasas crecientes de capitalización, al contrario de lo que sucede con el darwinismo propiamente dicho donde el más fuerte elimina al más débil.
Muchas de las posturas intervencionistas en el mercado adhieren explícita o implícitamente a lo que ha dado en llamarse “socialismo de mercado”[15]. Esta corriente de pensamiento que ha producido una amplia bibliografía, básicamente parte de la premisa que es posible recurrir al mercado para producir y que es necesario recurrir al socialismo para distribuir. Debemos señalar que producción y distribución son dos caras de un mismo proceso. La distribución es la contracara de la producción. En el mismo momento que se produce se asigna la producción a su titular (es decir, se distribuye). Muchos textos de economía han contribuido a este malentendido separando capítulos de producción y distribución como si se tratara de dos fenómenos independientes.
Hace no mucho tiempo me invitó a almorzar el presidente de un banco extranjero de primera línea. Con la mejor buena voluntad me dijo que lo importante era producir “la torta” y luego se podría ver cómo se distribuía “con criterio social”. En esa oportunidad le manifesté que no tenía la suficiente confianza con él y no sabía cuál era el volumen de sus honorarios pero le sugería hacer juntos un ejercicio práctico. Le dije que supusiéramos que el mes entrante yo le dijera que tratara de crear “la torta” más grande posible pero que a fin de mes yo me ocuparía de reasignar sus honorarios. Lo invité a conjeturáramos qué pasaría con la susodicha torta durante el mes entrante: la respuesta es clara, sencillamente no se fabricará. Por esto es que resulta técnicamente más apropiado recurrir a la expresión “redistribución” puesto que en realidad significa que se vuelve a distribuir coactivamente lo que ya había distribuido pacíficamente el mercado. Pero lo realmente importante de esta decisión política es que al asignar en áreas distintas de las que lo hubiera hecho el proceso de mercado según sea la productividad, se termina por reducir ingresos y salarios en términos reales, muy especialmente el de los marginales y más necesitados. En lugar de permitir las capitalizaciones máximas para, a su vez, permitir que entren al mercado los marginales, se procede de modo tal de que no sólo se obstaculiza esto último sino que se amplía la franja de marginales que se eliminan del mercado.
En algunas ocasiones con la intención de fundamentar la política tendiente a la nivelación se recurre a una metáfora tomada del deporte. Se dice que todos deben tener la misma posibilidad en el momento de la largada en la “carrera por la vida” y que no es justo que unos tengan posiciones más favorecidas que otros por el solo hecho de haber nacido en el seno de familias pudientes. A partir de ese momento, se continúa diciendo, quienes son más eficientes se ubicarán primeros en la mencionada carrera. Pero como ha señalado, entre otros, Anthony de Jasay[16], esta metáfora resulta contradictoria puesto que si se nivela en la largada se deberá nivelar también en la llegada ya que el esfuerzo que hace cada uno en su carrera por la vida lo hace motivado también por la idea de transferir sus logros a sus descendientes. Pero en el punto de llegada, al final de la vida, cuando se está por entregar la posta a la próxima generación se vuelve a repartir con el mismo argumento que se esgrimió en el punto de largada.
Tal vez todo este enfoque parta del supuesto tácito que la riqueza es una concepción estática. Que se trata de un procedimiento de suma cero: lo que gana uno lo pierde el otro. Esta era, precisamente, la concepción de Montaigne[17]. Por esto es que esta concepción se denomina “el Dogma Montaigne”. Este dogma sostiene que la riqueza de los ricos es consecuencia de la pobreza de los pobres o, dicho de otro modo, la pobreza de los pobres es debida a la riqueza de los ricos. Montaigne se imaginaba que en toda transacción quien recibe dinero se enriquece a expensas de quien lo entrega, dejando de lado el lado no monetario de la transacción sin percibir que cuando alguien adquiere un bien es porque le otorga mayor valor a ese bien que el dinero que entregó a cambio.
Ningún contador en su sano juicio establecería un ranking de riquezas según el grado de liquidez de las diversas personas o empresas. De lo que se trata es el patrimonio neto. La persona más rica puede no tener nada en caja y bancos y la que tiene más abultado ese rubro puede estar en la quiebra. Esta concepción falaz de Montaigne y sus continuadores es en gran medida responsable de sostener que en el comercio exterior lo importante es sacar la mayor cantidad de bienes y servicios de un país y, con el producido, importar lo menos posible. Con este razonamiento no se percibe que lo que en realidad conviene es exportar lo menos posible en cantidades físicas al mayor valor posible a los efectos de importar la mayor cantidad de bienes y servicios puesto que las exportaciones son el costo de la importación, del mismo modo que nuestro trabajo es el costo que debemos realizar para obtener lo que en definitiva necesitamos.
Buena parte de la visión redistribucionista está basada en la igualdad de oportunidades. Resulta de trascendental importancia señalar que dada la diversidad de talentos y de características generales del ser humano, naturalmente, en una sociedad abierta, las oportunidades son distintas. Las oportunidades de jugar al tenis no son las mismas para el lisiado que para el atleta. Las oportunidades de comprar cosas no son las mismas para el rico que para el pobre, etc. etc. En rigor, si se estableciera la igualdad de oportunidades, necesariamente la gente tendría derechos distintos. Lo importante de mantener en una sociedad abierta es la igualdad de derechos (habitualmente conocida como “igualdad ante la ley”). En otros términos, la igualdad es ante es la ley y no mediante la ley. Una sociedad abierta apunta a que la gente tenga más oportunidades pero nunca iguales.
Sin duda que las innovaciones tecnológicas y de todo tipo producen cambios que, a su vez, se traducen en reasignaciones de recursos humanos y materiales. Es que la vida es una transición permanente: o nos quedamos estáticos y abolimos el progreso o cambiamos. El progreso es cambio. No resulta posible pretender el progreso y, al mismo tiempo, oponerse al cambio. Es posible que todos preferiríamos acogernos a los beneficios del progreso con la condición que otros cambien sin que a uno lo afecte el cambio, pero eso no resulta posible: si todos actuaran del mismo modo el estancamiento sería el resultado inexorable. Debemos tener en cuenta que se dificulta enormemente las etapas de las transiciones si se malasignan recursos puesto que esto compromete los ingresos y salarios de la gente, y muy especialmente de la más necesitada.
Estas conclusiones que estamos exponiendo no son solamente para el largo plazo, se trata de efectos que se suceden de modo inmediato, es decir, en la misma generación de las personas que tienen problemas. La malasignación de factores productivos consecuencia del redistribucionismo aparentemente resuelve problemas en el corto plazo pero, en última instancia, los agrava. Pongamos un ejemplo distinto para ilustrar este problema. Supongamos que en un momento dado observamos gente (como de hecho existe) que tiene problemas graves de salud pero que no puede acceder al antibiótico reparador. Hay la tendencia a sugerir que se establezcan precios máximos a los laboratorios farmacéuticos para que la gente pueda acceder a los remedios que necesita y, de ese modo, evitar las angustias que crean los problemas de salud.
Si se establecen precios máximos sucederán las siguientes consecuencias: en primer término, si sacamos una fotografía del instante en que se establece el precio máximo, dado que el precio bajó, habrá más gente que pueda acceder a esos medicamentos pero no por ello aumentó la cantidad ofrecida, por tanto, se producirá una escasez artificial. Esta situación es consecuencia de que hay más gente que demanda (es decir tiene la necesidad más el poder de compra) pero no hay suficiente cantidad de productos en el mercado. En segundo término, los productores marginales tenderán a retirarse del mercado con lo cual se agudizará la escasez artificial y, por último, los indicadores de mercado mostrarán artificialmente que otras áreas son más atractivas en detrimento de los productos de los laboratorios farmacéuticos. En otros términos, las posiciones relativas de los márgenes operativos harán aparecer como más atractivas áreas que no son tan urgentes, con lo cual se desperdician factores productivos y, sobre todo, se compromete severamente la salud de un mayor número de personas.
La forma de hacer de apoyo logístico a la capitalización para ayudar a los más necesitados y de mitigar y, a veces, resolver problemas críticos es a través de la benevolencia lo cual implica caridad, beneficencia y apostolado. Implica solidaridad con los dolores del prójimo. Pero debe resultar claro que la caridad se realiza con recursos propios y voluntariamente. Si arrancamos billeteras y carteras de otros para entregárselas a terceros no estamos realizando un acto de caridad sino un atraco. Esto no cambia por el hecho de que lo realice el aparato institucional de la fuerza. El llamado “estado benefactor” es una contradicción en términos. Con esta terminología se degrada el significado de la beneficencia. Los llamados “estados benefactores” han producido dos efectos centrales: en primer lugar al succionar recursos de la gente se hace más difícil ayudar a otros y, en segundo lugar, la gente termina pensando que es función del gobierno el ayudar al prójimo. De esta forma se tiende a la reiterada utilización del plural en lugar de cada uno mirar qué es lo que está haciendo concretamente para ayudar al prójimo. Incluso se ha llegado al dislate de aludir a la “solidaridad internacional” recurriendo a agencias internacionales de los gobiernos para transferir fondos de una región a otra. El origen de dichos recursos es siempre el hechar mano coactivamente a los recursos de los contribuyentes para, muchas veces, entregar los fondos a otros gobiernos o realizar préstamos a más largo plazo y a una tasa de interés más baja que la del mercado con lo que, en las dos situaciones, en general se estimula a gobernantes intervencionistas que continúen con su política destructiva especialmente para los intereses de los más necesitados con lo que aumenta la fuga de los mejores cerebros y la fuga de capitales que son reemplazados por recursos obtenidos por la fuerza a ciudadanos de otros lares.
El liberalismo es condición necesaria aunque no suficiente para la actualización de las potencialidades del ser humano en busca del bien. El liberal qua liberal limita su esfuerzo a que no se recurra a la fuerza agresiva. Sostiene que la fuerza debe utilizarse solamente con carácter defensivo. Por más que tenga concepciones distintas de otras personas, considera que todos deben ser respetados de modo irrestricto. Solamente se debe recurrir a la fuerza cuando hay lesión de derechos. Como es sabido a todo derecho corresponde una obligación. Si una persona gana mil, existe la obligación universal de respetar esos mil. Pero si una persona que gana mil considera que tiene “derecho” a dos mil, esto significa que otros tendrían la obligación de proporcionarle la diferencia. Este es el caso de un pseudoderecho puesto que no se puede otorgar sin lesionar derechos de otros. Lamentablemente muchas Constituciones modernas se han convertido en catálogos de aspiración de deseos o pseudoderechos. Así se habla del derecho a la vivienda digna, a una buena educación, a una dieta balanceada, a la felicidad, a la recreación, etc. etc. Por las razones antes apuntadas, estos pseudoderechos, al lesionar el derecho, perjudican gravemente a los más necesitados aunque la intención sea la de favorecerlo.
Entonces, si el liberalismo es condición necesaria pero no suficiente para la realización del ser humano, resulta de gran importancia recurrir a todos los canales persuasivos que estén al alcance de las personas para, a través del consejo, mostrar a las personas la conveniencia de la virtud. En este sentido, deben jugar un papel trascendente las iglesias. En este contexto, no debe confundirse el significado de la pobreza. Con afirmaciones tales como la que sostiene que “la iglesia es para los pobres” puesto que de allí se siguen dos consecuencias. La primera es que resultaría contradictorio el llamado a la caridad y la ayuda al prójimo puesto que, en aquel supuesto, lo conveniente sería mantenerse en la pobreza. Cualquier ayuda al prójimo “lo contaminaría” ya que tendería a sacarlo de la pobreza. La segunda consecuencia de sostener que la iglesia es para los pobres es que debería dedicarse a los ricos ya que los primeros estarían salvados.
Ayuda a aclarar el concepto de pobreza algunas citas bíblicas: “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo V-3) fustigando al que anteponga lo material al amor de Dios, en otras palabras, al que “no es rico a los ojos de Dios” (Lucas XII-21). En la Enciclopedia de la Biblia[18] editada en seis tomos bajo la dirección técnica de los profesores de la Universidad de Barcelona, R.P. Sebastián Bartina (catedrático de Ciencias Bíblicas), R.P. Alejandro Díaz Macho (profesor de lengua hebrea) y bajo la supervisión general del Arzobispo de Barcelona, leemos que “Fuerzan a interpretar la bienaventuranza de los pobres de espíritu, en sentido moral de renuncia y desprendimiento interior de las riquezas”[19]. Y más adelante, en la misma obra, se insiste que “La clara fórmula de Mateo -bienaventurados los pobres de espíritu- da a entender que ricos o pobres, lo que han de hacer es despojarse interiormente de toda riqueza mediante la omnipotente ayuda de Dios y según los deseos de Cristo y, convencidos de la propia debilidad, confiar únicamente en él”[20].
Por otra parte, en el Apocalipsis (XII-9) se dice “Conozco tu tribulación y tu pobreza -aunque eres rico- y las calumnias de los que se llaman judíos sin serlo y son en realidad una sinagoga de Satanás” y en Proverbios (11-18) leemos que “Quien confía en su riqueza ése caerá”. También en Salmos (62-11) se afirma que “A las riquezas, cuando aumenten, no apeguéis el corazón”. En la Biblia con el concepto de pobreza “se recalca entonces la actitud del alma y la disposición interior”[21]. En el Deuteronomio (VIII-18) leemos la advertencia siguiente: “Acuérdate que Yavé, tu Dios, es quien te da la fuerza para que te proveas de la riqueza”. Y en 1 Timoteo V-8 se nos dice que “Si alguno no provee para los que son suyos, y especialmente para los que son miembros de su casa, ha repudiado la fe y es peor que una persona sin fe”. En esa parábola del joven rico se muestra cómo ese rico optó por lo material en lugar de Dios (Marcos X-24, 25, 28 y 29) ya que “Nadie puede servir a dos señores” (Mateo VI-24). En la parábola del joven rico, tantas veces tergiversada, conviene destacar que para aclararle la idea a sus discípulos Jesús dice “¡Cuán difícil es para los que confían en las riquezas entrar en el reino de Dios!” (Marcos X-24) y a continuación concluye “Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja que no entrar un rico semejante en el reino de Dios”[22].
Resulta de gran importancia percatarse que dos de los mandamientos se refieren a la propiedad: no robar y no codiciar los bienes ajenos. La aludida Enciclopedia enseña que “La propiedad, concepto jurídico derivado del legítimo dominio, aparece en la Biblia como inherente al hombre”[23] y que “Los Hechos de los Apóstoles refieren a la que los fieles vendían sus haciendas para provecho de todos, pero no hacen de tal conducta - que sus consecuencias fueron catastróficas, ya que hizo de la Iglesia Madre una carga para las demás iglesias - una norma, y menos pretende condenar la propiedad particular”[24].
Cuando algunas iglesias aluden al “capitalismo salvaje”, se pone de manifiesto que no se comprende el significado del capitalismo que se basa en el respeto a los derechos de las personas. Los abusos no son consecuencia del capitalismo sino de la falta de capitalismo, del mismo modo que cuando se habla de la Inquisición, de la vida licenciosa de algunos Papas o del caso Galileo[25] o cuando Santo Tomás de Aquino -a pesar de sus notables contribuciones filosóficas- recomendaba la quema de los herejes[26], no son manifestaciones de un “cristianismo salvaje” sino de ausencia de cristianismo.
En este contexto, resulta de gran importancia recordar una declaración de la Comisión Teológica Internacional de la Santa Sede[27]: “De por sí, la teología es incapaz de deducir de sus principios específicos normas concretas de acción política; del mismo modo, el teólogo no está habilitado para resolver con sus propias luces los debates fundamentales en materia social [...] Las teorías sociológicas se reducen de hecho a simples conjeturas y no es raro que contengan elementos ideológicos, explícitos o implícitos, fundados sobre presupuestos filosóficos discutibles o sobre una errónea concepción antropológica. Tal es el caso, por ejemplo, de una notable parte de los análisis inspirados por el marxismo y el leninismo. Si se recurre a análisis de ese género, ellos no adquieren suplemento alguno de certeza por el hecho de que una teología los inserte en la trama de sus enunciados”.
En resumen y para concluir, toda persona de bien desea el mayor bienestar y justicia para todos. No hay debates sobre las metas, de lo que se trata es de comprender cuáles son los caminos idóneos para lograr aquellos objetivos. El voluntarismo, la soberbia y la presunción del conocimiento es lo que tiende a establecer ingenierías sociales y otros pretendidos diseños del ser humano sin comprender la sabiduría del orden natural y el significado de la libertad y la responsabilidad individual. Como es sabido, la expresión “moral” no tiene sentido sin libertad. En esta instancia del proceso de evolución cultural donde queda establecido el monopolio de la fuerza, el liberalismo está indisolublemente unido a la división horizontal de poderes, a la independencia de la justicia y a todos los contralores administrativos necesarios para fraccionar y limitar el poder político. A diferencia de la teoría del “filósofo rey” propiciada por Platón, la sociedad abierta “a la Popper” establece marcos ético-institucionales para que los gobernantes hagan el menor daño posible y se encuentren embretados al cumplimiento de su misión específica de la protección del derecho de todos los que viven en su jurisdicción. Más aún, las subdivisiones jurisdiccionales y las consiguientes naciones, siempre desde la perspectiva de la sociedad abierta, sólo tienen sentido para evitar los riesgos del abuso de poder de un gobierno universal. Como ha dicho Robert Nozick[28] los partidarios de la libertad toman seriamente el imperativo categórico kantiano de que nadie debe usar como medio a otros para sus propios fines.
Definido en abstracto el liberalismo como el respeto irrestricto del prójimo es frecuentemente aceptado pero, cuando se tratan temas concretos, la falta de respeto y el consecuente desvío de los postulados liberales se hacen evidentes. Tal vez el ejemplo más claro de esto último sea el tema educativo: no parece comprenderse la importancia decisiva de la competencia en esta materia y, en la mayor parte de los casos, se sigue insistiendo que un “comité de sabios” debe imponer programas y bibliografías a sus conciudadanos en lugar de abrir las puertas de par en par para que entre mucho oxígeno en un proceso evolutivo que requiere de contrastes y alternativas muy diversas para atender la diversidad de potencialidades y de vocaciones de personas que habitualmente son tratadas como una masa de carne y de producción en serie[29]. Este es sólo un ejemplo de la falta de respeto: con la intención de resolver la mayor parte de los problemas habitualmente se propone recurrir a la fuerza manejando la vida y la hacienda del prójimo como si se tratara de una pertenencia personal del gobernante de turno.
Las libertades no se arrancan de una sola vez ni comienzan por sustracciones decisivas, es un proceso lento de acostumbramiento y anestesia. El parámetro para medir el resultado final de la invasión gubernamental en las vidas privadas es, como se ha mencionado, el gasto público y su participación en la renta nacional. Antes de la primera guerra dicha participación era entre el 2 y el 5 porciento en los países civilizado y más prósperos de la tierra, hoy en día navegamos entre el 30 y el 50 porciento[30]. Somos en este sentido como siervos de la gleba con la diferencia de que muchas veces recibimos inseguridad a cambio. Me ha parecido útil cerrar este breve ensayo con una cita de Alexis de Tocqueville a los efectos de estar alerta de lo que podría bautizarse como el efecto anestesia (o el atropello gradual): “Se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin poseer la otra”.[31]
El texto fue escrito para la revista “Contribuciones”, de la Fundación Adenauer de Argentina y gentilmente cedido a los Especiales de LiberPress para su reproducción por el autor.
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