El presente artículo fue escrito por Rafael Rincón-Urdaneta,
Director de Estrategia, Innovación y Relaciones Internacionales de
Fundación para el Progreso. Publicado originalmente el 16 de junio de
2016 en Open Mind.
Estación de metro Malostranská, Praga. Con prisa, corro hacia la
ventanilla para comprar un boleto. Un aviso me recuerda mirar hacia las
ya viejas máquinas dispensadoras, todas rayadas al lado derecho a fuerza
de frotar monedas. Dice el mito que un par de raspones basta cuando el
aparato no se las traga a la primera. Tienen muchos años allí. Son las
mismas máquinas que están en la calle, pues el sistema de transporte de
Praga –bastante bueno, por cierto– integra metro, tranvía y trenes de
cercanías. En fin… nada demasiado sofisticado. Lo típico: monedas,
tintineo, cambio y boleto. De ahí, directo al tren, previo sello del
papelito con fecha y hora en otro dispositivo. Si apareciera el
inspector, que en siete años apenas he visto una vez, he allí la
constancia que salva la multa.
Como he dicho, nada de otro planeta. En las estaciones más nuevas,
como Nádraží Veleslavín, la dispensadora es digital, mucho más moderna.
Hace «bip» en vez de «clic… tin tin». El asunto me ha dejado pensando.
Vivo en Santiago de Chile, seguramente una de las ciudades más
actualizadas de América Latina. El país ha crecido espectacularmente en
las últimas décadas y vaya que se nota en la infraestructura, la
conectividad o la tecnología.
Sin embargo, cualquier estación de metro de Santiago tiene más
empleados visibles que el inquilino de la ventanilla de Malostranská,
hoy medio aburrido mirando cámaras de seguridad, y el inspector, que es
como el cometa Halley: aparece de vez en cuando, cazando vivarachos e
incautos. Santiago, estación Manuel Montt: cuatro en boletería,
supervisores, personal de seguridad. En la hora punta, entre la fila de
compra y las barras de acceso, insoportable. Hay dos máquinas
dispensadoras gigantes, modernas, pero apenas se usan. En todo caso, ahí
están, acechando discretamente…
El punto es que el futuro no llega de golpe. A veces se atrasa, acaso
por razones culturales, institucionales o económicas, pero es
implacable. Hace siglos y décadas que la tendencia habla claro. Y añales
desde que la automatización advierte que cada día más y más personas
serán reemplazadas por aparatos y dispositivos. O al menos cambiarán
radicalmente sus formas de trabajar y vivir. Hoy es más rápido, pues
cualquier máquina medianamente decente hace lo que apenas ayer era
ficción. Los softwares, la calidad de la visión de los robots, la
autonomía y los algoritmos tienen en la mira millones de puestos de
trabajo, sea para tomarlos o para compartirlos con los humanos. No se
trata solo de las tareas rutinarias. Dice Martín Ford en Rise of the Robots que el término más preciso es «predictable». Estamos hablando de inteligencia artificial. Palabras mayores.
No busque en YouTube los robots de Boston Dynamics o a Sofía. Tampoco
el restaurante Eatsa, en San Francisco, fully automated; los drones
repartidores; los vehículos autónomos y la «Chair Force», como
burlonamente llaman a operadores de la Fuerza Aérea estadounidense que
observan, patrullan y atacan objetivos desde su escritorio, menos
propensos así a terminar KIA (Killed in Action). No vaya tan lejos: Tome
su iPhone y pulse por unos segundos el botón central. Le responderá
Siri, que aún es un poco tonta, pero decidida a convertirse en su
asistente personal (no la insulte; a veces se pone sensible).
Radiólogos, abogados, mensajeros y hasta médicos… un estudio citado por Klaus Schwab en The Fourth Industrial Revolution
lista los oficios con lápida esculpida. Le he comentado a mi amigo
Gabriel: «nuestro debate público en materia laboral huele a naftalina.
Se discuten cosas que pronto rayaran en el sinsentido. No hablaremos de
cuotas de género, sino de personas y máquinas». Según Gabriel
discutiremos por «cuotas de especie». Alexandros Vardacostas, de
Momentum Machine, dice sin anestesia que sus dispositivos no están para
hacer más eficientes a los empleados, sino para obviarlos completamente.
Duro, pero en algunos casos será así. En otros se requerirán cambios,
adaptaciones, reubicaciones. Quien no se haya anticipado y preparado va a
pasarlo mal. Que lo digan los taxistas franceses, que casi me dejaron
atrapado en el aeropuerto hace unos meses mientras revolvían París
contra Uber.
O los chilenos, que protestaron recientemente contra la aplicación,
ingenuamente convencidos de poder detener la tendencia y el fin de
tantos modelos de negocio.
Concluyo: No sé si los liderazgos intelectuales, de opinión,
empresariales, sindicales y políticos de muchos países, incluidos
algunos desarrollados, están siendo visionarios. El visionario no es
superdotado ni adivino. Solo sabe leer las señales del entorno y actuar
en consecuencia. Tiene algo de lo que entiende Sir Isaiah Berlín por
«juicio político»: una capacidad intelectual, pero sobre todo práctica,
para observar y comprender la inmensa complejidad de lo que le rodea. Y
el visionario es idealmente responsable. Pone los temas en la agenda e
insiste en ellos. Los considera en sus análisis y decisiones. ¿Qué
pasará cuando la automatización, la robótica y el «Internet de las
cosas» avancen aún más en la industria, la enseñanza, el hogar y el
propio Estado? ¿Está nuestra educación trabajando en las competencias
para el mundo actual, especialmente en la creatividad, la innovación y
la adaptabilidad? ¿Estamos discutiendo las políticas y reformas en este
milenio o tercamente atados a lógicas obsoletas? «Guerra avisada no mata
soldado, y si lo mata es por descuidado», dice el viejo proverbio. Son
las cuatro de la madrugada y voy a dormir. Dice la app de mi teléfono
que debo mejorar mis hábitos de sueño.
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