#Argentina Dejar atrás la pesada herencia del caudillismo – por Marcos Aguinis
Una de las grandes conquistas del Gobierno es haber conseguido gobernabilidad sin presidencialismo verticalista o autoritario, lo que inaugura una etapa de diálogo, lejos de censuras y discriminaciones.
Hace poco, mientras en el Foro del Bicentenario se hacía una evaluación del vapuleado primer semestre, Rosendo Fraga señaló que uno de los grandes logros del Gobierno fue conseguir gobernabilidad sin presidencialismo autoritario. Esta reflexión de íntima exactitud debe ser acentuada. En efecto, muchos ciudadanos y periodistas suelen quejarse del carisma flojo que exhibe el presidente Macri o su escamoteo a la demagogia en los discursos y su prudencia con la cadena nacional. No ladra, ni amenaza, ni hace burla, ni divide. Se limita a transmitir lo que piensa y siente, desprovisto de la actuación hipnotizante que enardece, pero también aliena. Es igual a sí mismo, igual a como era antes de ser primer mandatario. Reitera su deseo de trabajar en equipo, dialogar, corregir y, sobre todo, obtener la activa participación de toda la sociedad.
Esto es nuevo. Reconozcámoslo. Durante excesivas décadas nos encandilamos con mandatarios seguros y prepotentes, capaces de encender multitudes. Pocos fueron grandes oradores y honestos mandatarios a la vez, como Frondizi y Alfonsín. Arturo Illia -lo recordamos- tenía débil la voz, pero vigorosos el corazón y la cabeza. Este defecto habilitó críticas erradas que terminaron en un golpe de Estado. Urge tenerlo presente para no repetir semejante crimen. El embeleso de los discursos no alcanza.
En este primer semestre de esforzado remar se empezó a descorrer el telón de un escenario grotesco, pero en forma lenta. Esta lentitud también se critica y disgusta a muchos, sin advertir que no fue inmediata la denuncia porque Macri y su equipo tenían dudas (la duda es uno de los nombres de la inteligencia, Borges dixit). Si revelaban enseguida la delincuencial herencia, el informe podría haber sido entendido como improvisado, revanchista y mentiroso. Se adoptó el criterio de dar tiempo para que se entendiera mejor -se digiriese- el embuste colosal que constituyó el “relato”. Era preciso que también empezara a despabilarse la Justicia para que se iluminara el “proyecto” en su obscena perversidad: robar al Estado (al pueblo) con una codicia volcánica e insaciable. Fue tan burdo lo que se perpetró en el último régimen que millones no lograban ni logran entender cómo había ocurrido. Ahora vienen las consecuencias, claro. Difícil de admitir. Pero ocurre que nuestro país fue arrasado como en una guerra. No con bombas, sino con trampas y una hipocresía de dimensión inusitada.
El grotesco ha sido tan circense que ni el propio Almodóvar hubiera podido sospechar semejante guión. Hasta Karl Marx hubiera sido tentado a reclasificar las clases sociales, porque el kirchnerismo superó la división entre aristocracia, alta burguesía, pequeña burguesía, proletariado y lumpen proletariado. Los K establecieron una nueva clasificación, más simple y categórica, integrada sólo por dos clases: los afanadores y los afanados. ¿A qué clase social pertenecían Báez, López y la larga lista de sus semejantes poco antes de integrar la “nobleza” de los afanadores? Con esta nueva clasificación simplifican la sociología.
La gobernabilidad sin presidencialismo verticalista que está triunfando en la Argentina practica el diálogo con todos los sectores, hace funcionar a pleno el Congreso, estimula el desempeño independiente y más eficaz de la Justicia, evita la censura de prensa y la discriminación. Pero, como se trata de funcionarios que tienen las limitaciones de todo ser humano, son también pasibles de errores y delitos. En este semestre se ha insistido en que no habrá impunidad para nadie. En buena hora. Aunque no se puede exigir que nos gobiernen santos, sí podemos exigir que rija la ley.
Entre los tres pilares que desvelan al presidente Macri cobra relevancia la unidad nacional. Las dictaduras y los gobiernos autoritarios buscan lo opuesto: necesitan seguidores fanáticos y enemigos irredimibles. Por eso surgió la cacareada “grieta”. Los festejos del Bicentenario de la Independencia sirvieron para dar relieve al patriotismo profundo que anida en el pecho nacional y que no quiere la grieta. Repito: la mayoría de los ciudadanos no quiere la grieta. En consecuencia, es probable que se achique. Pero no ocurrirá de inmediato. Nos gustan los milagros y la salvación súbita. Sin embargo, como se ha machacado, “el país que creemos merecer será fruto de nuestro empeño, no de nuestras ilusiones. Del trabajo, no del llanto. De la producción, no del regalo”.
La anemia que parece sufrir una gobernabilidad sin verticalismo choca con el ADN que aún nos habita y en el que jugaron un rol preponderante los caudillos. Macri no revela espíritu de caudillo, es sólo -y nada menos- que el presidente de una república. Los caudillos descendían de los encomenderos de los tiempos coloniales. Blandían poder y riqueza de sesgo feudal. Eran amados por una población que se les sometía obnubilada. Fueron la ley, en minúscula, no la Ley, en mayúscula, que también los involucra y está sobre sus personas. La Ley encorseta a todos y fastidia a los autoritarios. Los caudillos fueron hombres chúcaros de lanzas y cuchillos, arraigados a la tierra, que les brindaba la ilusión de una estabilidad eterna. Hechos y mitos los proveían de una personalidad subyugante. Pero su personalismo excluyente frenaba el desarrollo económico y el crecimiento espiritual.
Esos rasgos son comunes a toda América latina. Así como los caudillos tienen sus antecedentes en los encomenderos, los dictadores y jefes autoritarios tienen sus antecedentes en los caudillos. Conforman un férreo devenir. Los hubo de toda ralea, tanto en la Argentina como en los demás países latinoamericanos. Algunos podían elevarse al altar de los héroes, pero la mayoría se enfangaba en los abusos del horror. Su poder armoniza con el infantilismo de las masas indiferenciadas, que necesitan de una mano fuerte que las guíe, aunque las guíe mal.
Tras las luchas por la independencia, cuando la Ley (mayúscula) no logra fundarse y sólo brillan retazos de la ley (minúscula), caudillos y caudillejos desgarran el continente con la excusa de defender a sus acólitos. Entonces Simón Bolívar, muy decepcionado, propinó estas conclusiones: “América es ingobernable para nosotros; caerá en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a manos de tiranuelos casi imperceptibles, de todos los colores”.
España no tuvo mejor suerte que sus ex colonias. Se dieron dentelladas la revolución y la contrarrevolución. Desde 1814 hasta 1876 cambió siete Constituciones, padeció dos guerras civiles y afrontó 35 levantamientos militares para derrocar al gobierno, de los cuales once fueron exitosos, aunque precarios. La clave de sus similitudes con nuestro continente radica en un pasado con tantos elementos comunes.
La etapa de mayor fuerza caudillesca suele denominarse anarquía. No generó progreso, sino letargo. Estaba constituida por señoríos independientes que se atacaban o pactaban según conveniencias del momento. No aceptaban ni reconocían más derechos políticos que los afines a sus intereses o los que consideraban intereses de su limitado pueblo. Por identificación con su jefe idealizado, ese pueblo disfrutaba la venganza o la reivindicación que juzgaba merecer. Con mutaciones de tono, eso se fue repitiendo en los presidencialismos verticalistas.
En teoría se los cuestiona, pero en el afecto gravita la nostalgia. La niñez que adora al padre fuerte no se borra con los años, sino que los años limitan fantasías o encubren la ambición. Tras dos siglos de independencia y 200 años de triunfos y derrotas, de ascensos y descensos, ingresamos en otra etapa (las anteriores fueron breves) de una gobernabilidad sin verticalismo. Aunque demande redoblar los esfuerzos, ilumina el horizonte con más intensidad. La intensidad de una esperanza bien fundada.
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