Tesis sobre la grandeza de Borges
Por Enrique Fernández García
Hay hombres célebres; los hay que merecen serlo.
Gotthold Ephraim Lessing
El talento no es suficiente para
garantizar que un escritor sea valorado entre sus contemporáneos ni,
menos todavía, recordado por las generaciones futuras. Son cuantiosos
los autores que, pese a sus magistrales aptitudes, carecieron de todo
prestigio. A veces, el reconocimiento llega tras el deceso, luego de que
quien se esforzó por construir obras perdurables ya no percibe sus
secuelas. Puede ocurrir también, como con Friedrich Nietzsche, que la
fama arribe casi al final, quedando privada de sus placeres, por lo cual
origine desprecio. Sin embargo, hallamos asimismo individuos que fueron
estimados en su real dimensión, motivando concordias al respecto. Su
genio habría sido resaltado con acierto. Pero no basta con repetir este
juicio, salvo para los esnobistas e impostores; se hace necesario que
intentemos la explicación de su grandeza. Ello es válido hasta cuando se
trata de un gigante como Jorge Luis Borges, muerto hace tres décadas.
Si bien la realidad argentina no le
resultó indiferente para sus composiciones, pues, por ejemplo, la figura
del gaucho fue considerada en diversas páginas, Borges ha sido un autor
al que, con justicia, se debe calificar de universal. Éste es un primer
alegato en su favor. Es cierto que su aprecio por la literatura
occidental, encontrándose también aquí la filosofía, tiene gran valor al
momento de identificar sus predilecciones; empero, Oriente no le generó
tedio. Sucede que no sólo existen líneas que dedica a Dante, Cervantes o
Shakespeare, sino igualmente a Las mil y una noches,
evidenciando su desinterés por las restricciones geográficas. Esta
particularidad, que no se nota en varios de sus colegas, incluyendo a
escritores del “boom” latinoamericano, sumada a los temas escogidos para
ser narrados, reflexionados o expresados líricamente, deja ver una
huella que, con originalidad, ha marcado el mundo de las letras.
Son distintos los campos del saber que
se han alimentado de sus creaciones. La literatura de naturaleza
reflexiva, ésa que se resiste a las trivialidades, ha tenido a nuestro
autor como fuente capital. Acentúo que, desde la década del sesenta,
siglo XX, los libros que estudian su producción o, como pasa con
Foucault en Las palabras y las cosas, parten de sus textos para
plantear una teoría independiente, pueden contarse por montones. Esto
se explica por la riqueza de aspectos que son tocados en sus ensayos,
cuentos y poemas. Por cierto, Mario Vargas Llosa
acertó al apuntar que, para Borges, no había tramas, sino argumentos.
Por supuesto, más allá del placer de leer su español, el más económico y
atildado del cual tengamos noticia, las meditaciones que produce son
inagotables, sea en la filosofía o los dominios de lo artístico.
Borges sostuvo que, ante todo, era un
lector agradecido. Si uno revisa su obra, queda la certeza de que fue un
genuino bibliófilo. Es verdad que, desde niño, estuvo rodeado de
libros, incitado a ejecutar esos menesteres, mas nadie lo obligaba a
sentir enormes dichas al hacerlo. Su gozo se advierte, entre otras
cosas, cuando dedica poemas a literatos, aún pensadores como Spinoza,
que despertaron o ampliaron -si esto era posible- su devoción por la
literatura. Él dijo que “vida y muerte” habían faltado a su vida; sin
duda, las bibliotecas lo compensaron muy bien. Con seguridad, su
distinguida escritura habría sido inconcebible sin la pasión estimulada
por los autores a quienes admiró. Haberse destacado como escritor es la
mejor muestra de gratitud intelectual que pudo hacer.
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