Carlos Rodríguez Braun aclara ciertas imprecisiones --ampliamente difundidas-- acerca de las posturas de Adam Smith.
No hay en el libro lágrimas de cocodrilo hacia el servicio doméstico, habitualmente retratado con tintes dramáticos y cuasi-esclavistas por tantas feministas: “Las empleadas domésticas filipinas que trabajan en Hong Kong ganan tanto como un médico varón en la Filipinas rural. Las niñeras que emigran a Italia para trabajar tienen un salario entre siete y quince veces más alto de lo que podrían ganar en sus países de origen. ¿Son víctimas? Si es así, ¿en comparación con quién?”. Esto no significa que las mujeres vivan en un paraíso. No lo cree desde luego la autora, que señala y denuncia sus dificultades genuinas, la mayoría de las cuales relacionadas con nosotros, los varones.
Cuando habla de economía, Katrine Marçal puede tener asimismo una visión ponderada y acertada, por ejemplo, cuando cuestiona el PIB como medición de la economía real, entre otras cosas por no tomar en consideración el trabajo remunerado de las mujeres en las casas. También atina cuando critica el reduccionismo de la economía neoclásica y del ‘homo economicus', obsesionado con la racionalidad y la eficiencia. Es el que ridiculizó el mismo Charles Dickens con el personaje de Thomas Gradgrind en Tiempos difíciles; o el del chiste del economista —tiene que ser un hombre, porque hay bobadas básicamente masculinas— que en vez de decirle a su amada “te quiero”, le dice: “nuestras funciones de utilidad son interdependientes”.
En cambio, lo deficiente de este volumen son apenas reiteraciones de tonterías proclamadas por hombres. Por ejemplo, los topicazos sobre la crisis y el supuesto mercado libre, o esta fabulosa distorsión de la pobreza en el mundo: “la otra mitad del planeta se muere de hambre”, precisamente cuando el hambre por primera vez en la historia es un fenómeno extraordinariamente aislado.
O eso de que el mercado es un casino, gansada que ya soltó Keynes en 1936 y que no resiste un análisis estadístico. O que “el mercado controla más que nunca la economía mundial”, cuando padecemos los impuestos más altos desde Eva.
Incluso en lo peor del libro, que es su visión de Adam Smith, la autora coincide con economistas varones que han aducido que la base científica del liberalismo es el mercado perfecto neoclásico, que supuestamente sería el propiciado por Smith con su “mano invisible”, lo que no tiene nada que ver con el liberalismo ni con lo que escribió el filósofo escocés.
Según Marçal, Smith alumbró un hombre económico calculador y brutal, que mantenía los afectos al margen. Así empieza el primer libro de Smith: “Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla” (La teoría de los sentimientos morales, Alianza, p. 49). Cuando la autora recoge que “el Estado natural del ser humano es la dependencia respecto de los demás” podría haber citado a Smith, que afirmó que el hombre “está constantemente necesitado de la cooperación y ayuda de grandes multitudes, mientras que toda su vida apenas le resultará suficiente como para ganar la amistad de un puñado de personas” (La riqueza de las naciones, Alianza, p. 45). Dice Katrine Marçal que el cínico Bernard Mandeville, según el cual cuando actuamos egoístamente logramos lo mejor para el conjunto, expone “el mismo cuento que el de Smith”. Pero lo cierto es que Adam Smith escribió: “Existe otro sistema que elimina por entero la distinción entre el vicio y la virtud, y cuya tendencia es por ello totalmente perniciosa: me refiero al sistema del Dr. Mandeville” (TSM, p. 520).
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