¿Por qué se oponen los intelectuales al capitalismo?
Con
la reproducción de este ensayo de Robert Nozick, La Ilustración Liberal
quiere brindar un homenaje a este lúcido filósofo norteamericano
recientemente fallecido.
Es sorprendente que los intelectuales se
opongan de tal modo al capitalismo. Otros grupos de estatus
socioeconómico comparable no muestran el mismo grado y medida de
oposición. Estadísticamente, por tanto, los intelectuales constituyen
una anomalía.
No todos los intelectuales están en la
izquierda.. Como ocurre con otros grupos, sus opiniones se extienden a
lo largo de una curva. Pero en su caso, la curva se desvía y se tuerce
hacia la izquierda política. La proporción exacta de lo que denominamos
anticapitalista depende de cómo se fijen los límites: de cómo se
interprete la postura anticapitalista o de izquierdas y de cómo se
distinga al grupo de los intelectuales. Las proporciones pueden haber
cambiado algo en los últimos tiempos, pero por término medio los
intelectuales se sitúan más a la izquierda que los que tienen su mismo
estatus socioeconómico. ¿Por qué?
No entiendo por intelectuales a todas
las personas inteligentes con cierto nivel de educación, sino a aquellos
que, por vocación, tratan con las ideas, según se expresan en palabras,
moldeando el flujo de palabras que otros reciben. Estos forjadores de
palabras incluyen a los poetas, novelistas, cánticos literarios,
periodistas de diarios y revistas y numerosos profesores. No incluyen a
aquellos que primordialmente crean y transmiten información formulada
cuantitativa o matemáticamente (los forjadores de números) o los que
trabajan con medios visuales, pintores, escultores, cámaras.
Contrariamente a los forjadores de palabras, la gente que se dedica a
estas profesiones no se opone al capitalismo de un modo
desproporcionado. Los forjadores de palabras se concentran en ciertos
ámbitos ocupacionales: las instituciones académicas, los medios de
comunicación de masas, la administración.
Los intelectuales forjadores de palabras
se desenvuelven bien en la sociedad capitalista; en ella disponen de
amplia libertad para formular, desarrollar, propagar, enseñar y debatir
las ideas nuevas. Hay demanda de sus destrezas profesionales, estando
sus ingresos muy por encima de la media. ¿Por qué entonces se oponen al
capitalismo de un modo tan exagerado? De hecho, algunos datos indican
que cuanto más próspero es un intelectual y cuanto más éxito tiene, más
probable es que se oponga al capitalismo. Esta oposición al capitalismo
procede principalmente “de la izquierda”, pero no exclusivamente. Yeats,
Eliot y Pound se oponían a la sociedad de mercado desde la derecha.
La oposición de los intelectuales
forjadores de palabras al capitalismo es un hecho de trascendencia
social. Dan forma a nuestras ideas e imágenes de la sociedad; establecen
las alternativas de actuación que analizan las administraciones. Entre
tratados y lemas, nos proporcionan las frases con que expresamos. Su
oposición es importante, especialmente en una sociedad (a menudo
denominada “post-industrial”) que cada vez depende más de la formulación
explícita y de la propagación de la información.
¿Debemos realmente buscar una
explicación específica del porqué los forjadores de palabras se oponen
de forma desproporcionada al capitalismo? Consideremos la respuesta
directa que sigue: el capitalismo es malo, injusto, inmoral o inferior y
los intelectuales, al ser inteligentes, se dan cuenta de esto y por
tanto se oponen a ello.
Esta sencilla explicación no tiene
validez para aquellos que, como yo mismo, no piensan que el capitalismo,
el sistema de la propiedad privada y del libre mercado, sea malo,
injusto, malvado o inmoral. Los lectores que discrepan deben observar
que incluso una creencia verdadera puede no tener una explicación
directa: se podría creer en ella debido a algunos factores distintos de
su veracidad, tales como la socialización y la integración cultural.
Hay algo en el modelo de oposición de
muchos intelectuales que indica, pienso yo, que no se trata sólo de que
se percaten de la verdad sobre el capitalismo. Porque cuando se refuta
una u otra de las quejas concretas acerca del capitalismo (quizás la de
que conduce al monopolio, o a la contaminación, o a demasiadas
desigualdades, o la de que implica la explotación de los trabajadores, o
deteriora el entorno, o conduce al imperialismo, o causa guerras, o
impide el trabajo responsable, o trata por todos los medios de
satisfacer los deseos de la gente, o estimula la falta de honradez en el
mercado, o produce en función de los beneficios y no de la utilidad, o
frena el progreso para aumentar los beneficios, o desbarata los modelos
tradicionales para aumentar los beneficios, o conduce a la
sobreproducción, o a la infraproducción), cuando se demuestra y se
acepta que la queja tiene una lógica imperfecta, o supuestos imperfectos
en tomo a hechos, la historia o la economía, el que se queja no cambia
entonces de opinión. Abandona el tema y rápidamente se lanza a otro.
(“Pero, y el trabajo infantil, o el racismo que incorpora, o la opresión
de las mujeres, o los barrios bajos de las ciudades, o que en épocas
menos complicadas podíamos arreglamos sin planificar, pero ahora todo es
tan complejo que…, o el anunciar seduciendo a la gente para que compre
cosas o.. ) En el debate se abandona un punto tras otro. Lo que no se
abandona sin embargo es la oposición al capitalismo. Porque la oposición
no se hace sobre la base de esos puntos o quejas, y de ese modo no
desaparece cuando ellos lo hacen. Hay una animadversión oculta contra el
capitalismo. Esta animadversión suscita las quejas. Las quejas
racionalizan la animadversión. Después de alguna resistencia, puede que
se abandone una queja concreta y, sin volver la vista, se presentarán
otras muchas con el fin de desempeñar la misma función: racionalizar y
justificar el odio del intelectual al capitalismo. Si el intelectual
estuviese sencillamente reconociendo los fallos o los errores del
capitalismo, no encontraríamos esa animadversión. La explicación de esta
oposición necesitará ser una explicación no sencilla que también tenga
en cuenta la animadversión.
Se puede plantear la objeción de que la
explicación es sencillamente la obvia, según la cual las personas
inteligentes pueden tener simplemente una tendencia natural a mirar a su
alrededor y criticar lo que está mal. O que forma parte de la
naturaleza de la actividad creativa e innovadora el hecho de generar una
mente escéptica que rechaza el orden establecido. Pero ¿por qué, entre
los inteligentes, son especialmente los forjadores de palabras y no .los
forjadores de números los que se inclinan hacia la izquierda? Si son de
temperamento crítico, ¿por qué los forjadores de palabras son
normalmente tan poco críticos con los programas “progresistas”? Si la
actividad innovadora y creativa es la causa, ¿por qué ha de conducir al
escepticismo y no a descubrir virtudes sutiles en las creencias y
doctrinas establecidas? (¿No se dedicaron Dante, Maimónides y Santo
Tomás de Aquino a la actividad intelectual creativa?) ¿Y por qué debe
expresarse el escepticismo acerca del orden establecido, y no acerca de
planes para alternativas globales que se supone mejorarán dicho orden?
No, al igual que la idea de que el capitalismo es sencillamente malo y
que los intelectuales son suficientemente listos para darse cuenta de
ello, la explicación de que los intelectuales son críticos y escépticos
por naturaleza no es satisfactoria. Estas “explicaciones” son demasiado
interesadas; no encajan con los detalles de la situación. Debemos buscar
la explicación en otra parte. Sin embargo, no debería sorprendemos que
las explicaciones que se les ocurren resulten ser tan autocomplacientes
cuando se ofrecen explicaciones, son los intelectuales quienes las
ofrecen.
Podemos distinguir dos tipos de
explicación para la relativamente alta proporción de intelectuales que
se oponen al capitalismo. El primero considera que hay un factor
exclusivo en los intelectuales anticapitalistas. El segundo tipo de
explicación identifica un factor aplicable a todos los intelectuales,
una fuerza que les impulsa hacia los puntos de vista anticapitalistas.
El que empuje a algún intelectual concreto hacia el anticapitalismo
dependerá de las otras fuerzas que actúan sobre él. En conjunto, no
obstante, puesto que hace que el anticapitalismo sea más probable en
cada intelectual, tal factor dará lugar a una proporción mayor de
intelectuales anticapitalistas. Pensemos en el número, superior a lo
normal, de personas que van a la playa en un día de sol. Puede que no
seamos capaces de predecir si un individuo concreto va a ir -ello
depende de todos los restantes factores que actúan sobre él- pero el sol
hace más probable que cada persona vaya y de este modo conduce hasta un
número total mayor de gente que va a la playa. Nuestra explicación será
de este segundo tipo. Identificaremos un factor que hace que los
intelectuales se inclinen hacia actitudes anticapitalistas, pero no lo
garantiza en ningún caso concreto.
Teorías previas
Se han propuesto distintas explicaciones
a la oposición de los intelectuales al capitalismo. Una de ellas,
apoyada por los neo- conservadores, se centra en los intereses de grupo
de los intelectuales1.
Aunque les va económicamente bien bajo el capitalismo, les iría aún
mejor, según piensan, en una sociedad socialista en la que su poder
sería superior. En una sociedad de mercado no hay concentración
centralizada del poder y si alguien tiene poder, o parece tenerlo, es el
empresario y hombre de negocios triunfador. Las recompensas de riqueza
material son ciertamente suyas. En una sociedad socialista, sin embargo,
serían los intelectuales forjadores de palabras los que nutrirían las
burocracias gubernamentales, quienes marcarían la política a seguir y
supervisarían la ejecución de la misma. Una sociedad socialista, piensan
los intelectuales, es aquella en la que ellos gobernarían -idea que les
resulta atractiva- lo cual no es ninguna sorpresa. (Recordemos que
Platón, en la República, define la sociedad ideal como aquella en la que gobiernan los filósofos.)
Pero esta explicación, en términos de
los intereses de grupo de los intelectuales, no es satisfactoria en sí
misma. Incluso si entre los intereses de grupo de los intelectuales
estuviese la transición a una sociedad socialista (y dejo de lado el
carácter tan ilusorio de este proyecto), el colaborar con la transición a
largo plazo no necesariamente favorece los intereses individuales de un
intelectual concreto. Los neoconservadores cometen el mismo error que
los marxistas al analizar el comportamiento de los capitalistas. Pasan
por alto el hecho de que la gente actúa, no según los intereses de su
grupo o clase, sino a tenor de sus intereses individuales. Favorecería
el interés individual de todo intelectual el reservarse, mientras que
los otros realizan la ardua tarea de construir una sociedad más
favorable a los intelectuales2.
Podemos formular una explicación más clarificadora, no obstante. Si los
intelectuales piensan que les iría mejor en una sociedad socialista, y
así disfrutan leyendo acerca de las virtudes de tal sociedad y de las
imperfecciones del capitalismo, ellos mismos constituirán un mercado
fácil y sustancioso para tales palabras y, de ese modo, favorecerá los
intereses de los intelectuales como individuos el producir tal festín de
palabras para consumo de los demás intelectuales.
El economista F. A Hayek ha identificado
otra razón por la que los intelectuales podrían estar a favor de una
sociedad socialista. Se piensa de esa sociedad que está organizada
siguiendo un plan consciente, es decir, una idea. Las ideas son la
materia prima de los forjadores de palabras, y de este modo una sociedad
planificada convierte en primordial aquello que constituye su labor
profesional. Es una sociedad que encarna ideas. ¿Cómo podrían los
intelectuales dejar de considerar a una sociedad tal como seductora y
valiosa? Sin duda, podemos exponer las ideas que representa una sociedad
capitalista, la libertad y los derechos individuales, pero estas ideas
definen un proceso de libertad, no el modelo final resultante. Una
ideología que desea estampar un modelo en una sociedad hará por tanto
que una idea sea más fundamental para la sociedad y (a menos que la idea
sea repugnante) resultará por tanto atractiva para los gustos
especiales de los intelectuales, que son profesionales de las ideas.
Una explicación distinta se centra en
cómo la motivación de la actividad intelectual contrasta con las
motivaciones más altamente valoradas y recompensadas en la sociedad de
mercado. La actividad capitalista -así se cuenta- está motivada por la
codicia egoísta, pura y simple, mientras que la actividad intelectual
está motivada por el amor a las ideas. Sin duda, este contraste es
exagerado. Un capitalista puede desear ganar dinero para apoyar su causa
o acción caritativa favorita. Una actividad empresarial puede estar
motivada por sus propias recompensas intrínsecas, las recompensas del
dominio, la competencia profesional y la labor cumplida. Sin duda, estas
actividades pueden también aportar recompensas extrínsecas, pero
igualmente puede un novelista que se mueve por motivos puramente
artísticos obtener grandes derechos de autor. Y ¿está la propia
actividad intelectual motivada siempre, únicamente, por sus recompensas
intrínsecas? Se dice que los escritores (varones) escriben para lograr
la fama y el amor de bellas mujeres. Tampoco están claramente ausentes
las motivaciones competitivas en el mundo intelectual. Recordemos cómo
Newton y Leibniz se pelearon sobre quién de los dos había inventado
antes el cálculo, y cómo Crick y Watson corrieron a toda prisa para
adelantarse a Pauling y ser los primeros en descubrir la estructura del
ADN.
Pero aunque las motivaciones de la gente
que triunfa económicamente bajo el capitalismo no precisan ser
claramente inferiores a las de los intelectuales, no es menos verdad que
en una sociedad capitalista las recompensas económicas tenderán a ser
para los que satisfacen las demandas de otros expresadas en el mercado,
para los triunfantes productores de lo que quieren los consumidores. Los
intelectuales, igualmente, pueden satisfacer una demanda de mercado de
sus productos, como se muestra en los elevados ingresos de algunos
novelistas y pintores. Sin embargo, no es necesario que el mercado
recompense el trabajo intelectualmente más meritorio; recompensará
(parte de) lo que le gusta al público. Éste puede ser un trabajo de
menos mérito, o puede no ser en absoluto un trabajo intelectual. El
mercado, por su propia naturaleza, es neutral respecto al mérito
intelectual. Si el mérito intelectual no es recompensado del modo más
elevado, eso será por culpa, si hubiese culpa, no del mercado sino del
comprador, cuyos gustos y preferencias se expresan en el mercado. Si hay
más gente dispuesta a pagar por ver a Robert Redford que por escucharme
dando una conferencia o por leer mis escritos, ello no implica una
imperfección del mercado.
Al intelectual puede molestarle al
máximo el mercado, no obstante, cuando ve una oportunidad de triunfar,
desde el punto de vista económico, produciendo una obra que es de menor
mérito a sus propios ojos. El verse tentado a degradar sus propios
criterios de calidad para conseguir éxito y reconocimiento popular -o
hacerlo de hecho- puede causarle un resentimiento contra el. sistema que
le induce a caer en tales motivaciones y emociones de escaso gusto.
(Los guionistas de Hollywood son el ejemplo paradigmático.) De nuevo, no
obstante, ¿por qué culpa al sistema de mercado más que al público? ¿Le
molesta un sistema que traza su camino hacia el éxito pasando por los
gustos del público, un público menos agudo, instruido y refinado que él,
un público que es intelectualmente inferior a él? (Sin embargo, la
mayoría de los productores del mercado saben más acerca de su producto y
de sus niveles de calidad que la mayoría de los consumidores.) ¿Por qué
tienen los intelectuales que estar tan resentidos por tener que
satisfacer las demandas del mercado si lo que quieren son los frutos del
éxito de mercado? Siempre pueden, al fin y al cabo, elegir aferrarse a
los niveles de su oficio y aceptar recompensas externas más limitadas.
El economista Ludwig von Mises explicó la oposición al capitalismo como un resentimiento por parte de los menos3.
Más que imputar su propia falta de éxito, en un sistema libre en el que
otros iguales que ellos triunfan, al fracaso personal, la gente le echa
la culpa a la naturaleza del sistema mismo. Sin embargo, los hombres de
negocios fracasados, por lo general, no culpan al sistema. Y, ¿por qué
culpan al sistema los intelectuales en lugar de a sus conciudadanos
insensibles? Dado el alto grado de libertad que un sistema capitalista
concede a los intelectuales y dado el cómodo estatus de que gozan los
intelectuales dentro de ese sistema, ¿de qué culpan al sistema? ¿Qué
esperan de él?
La formación académica de los intelectuales
Los intelectuales de ahora confían en
ser las personas más altamente valoradas en una sociedad, los de más
prestigio y poder, los que obtienen mayores recompensas. Los
intelectuales se consideran con derecho a esto. Pero, en general, una
sociedad capitalista no honra a los intelectuales. Mises explica el
resentimiento particular de los intelectuales, en contraste con los
trabajadores, diciendo que se mezclan socialmente con capitalistas
triunfadores y que por ello les consideran como un grupo de referencia
destacado y les humilla su estatus inferior. Sin embargo, incluso
aquellos intelectuales que no se mezclan socialmente están resentidos de
un modo similar, a la vez que simplemente el puro mezclarse no basta
-los instructores de deportes y de danza que trabajan para los ricos y
tienen líos con ellos no son especialmente anticapitalistas.
¿Por qué entonces los intelectuales
contemporáneos se sienten con derecho a las más altas recompensas que su
sociedad puede ofrecer, y molestos cuando no las reciben? Los
intelectuales piensan que son las personas más valiosas, las de mayor
mérito, y que la sociedad debería premiar a la gente en función de su
valía y mérito. Pero una sociedad capitalista no cumple el principio
distributivo “a cada uno según sus méritos o valía”. Aparte de los
regalos, las herencias y las ganancias del juego que se dan en una
sociedad libre, el mercado distribuye a aquellos que satisfacen las
demandas de los demás expresadas a través del mercado, y lo que
distribuya de este modo depende de lo que se demande y del volumen del
suministro alternativo. Los empresarios fracasados y los trabajadores no
sienten la misma animadversión al sistema capitalista que los
intelectuales forjadores de palabras. Solamente la conciencia de una
superioridad no reconocida, o de unos derechos traicionados, produce esa
animadversión.
¿Por qué piensan los intelectuales
forjadores de palabras que son valiosísimos, y por qué piensan que la
distribución debe hacerse de acuerdo con su valía? Obsérvese que esto
último no es un principio necesario. Se han propuesto otros modelos de
distribución, incluyendo la distribución paritaria, la distribución
según el mérito moral, la distribución según la necesidad. De hecho, no
es necesario que haya modelo alguno de distribución que la sociedad esté
tratando de alcanzar, incluso una sociedad preocupada con la justicia.
La ecuanimidad de una distribución puede residir en su planteamiento
desde un proceso justo de intercambio voluntario de propiedades y
servicios justamente adquiridos. Cualquier resultado que se produzca en
ese proceso será justo entonces, pero no existe un modelo concreto al
que deba ajustarse el resultado. ¿Por qué entonces los forjadores de
palabras se consideran valiosísimos, y aceptan el principio de
distribución según la valía?
Desde los comienzos del pensamiento
documentado, los intelectuales nos han dicho que su actividad es
valiosísima. Platón valoraba la facultad racional por encima del valor y
de las apetencias y consideraba que los filósofos deberían gobernar;
Aristóteles sostenía que la contemplación intelectual era la actividad
suprema. No es sorprendente que los textos que nos han llegado registren
esta alta valoración de la actividad intelectual. Las personas que
formularon valoraciones, que las escribieron con razones para
respaldarlas, eran intelectuales, después de todo. Se ensalzaban a sí
mismos. Los que valoraban más otras cosas que el meditar sobre las cosas
usando palabras, ya fuese la caza o el poder o el placer sensual
ininterrumpido, no se preocupaban por dejar informes escritos duraderos.
Sólo los intelectuales elaboraron una teoría acerca de quién era mejor.
¿Qué factor provocó la sensación, por
parte de los intelectuales, de que tenían un valor superior? Voy a
centrarme en una institución concreta: las escuelas. A medida que el
conocimiento libresco se hizo cada vez más importante, se extendió la
escolarización -enseñar a los jóvenes a leer y familiarizarse con los
libros. Las escuelas se convirtieron en la principal institución al
margen de la familia para forjar las actitudes de los jóvenes, y casi
todos los que más tarde se convirtieron en intelectuales pasaron por la
escuela. Allí triunfaron. Se les juzgaba frente a otros y se les
consideraba superiores. Se les ensalzaba y premiaba, eran los favoritos
de los profesores. ¿Cómo podrían dejar de sentirse superiores?
Diariamente experimentaban diferencias en la facilidad para las ideas,
en el ingenio. Las escuelas les decían, y les demostraban, que eran los
mejores.
Las escuelas, también, exhibían y por
tanto enseñaban el principio de la recompensa de acuerdo con el mérito
(intelectual). Al intelectualmente meritorio se dirigían las alabanzas,
las sonrisas de los profesores y las calificaciones más altas. En la
moneda que ofrecían las escuelas, los más inteligentes constituían la
clase alta. Aunque sin que formase parte de los currículos oficiales, en
las escuelas los intelectuales aprendían las lecciones acerca de su
propia valía, superior en comparación con los demás, y de cómo esta
valía superior les daba derecho a mayores recompensas.
La más amplia sociedad de mercado, sin
embargo, enseñaba una lección distinta. Ahí las principales recompensas
no eran para los más brillantes verbalmente. Allí a las habilidades
intelectuales no se les concedía el mayor valor. Instruidos en la
lección de que ellos eran los más valiosos, los que más merecían la
recompensa, los que mayores derechos tenían a la recompensa, ¿cómo
podían los intelectuales, por lo general, dejar de estar resentidos con
la sociedad capitalista que les privaba de las justas retribuciones a
que les “daba derecho” su superioridad? ¿Es sorprendente que lo que
sentían los intelectuales instruidos, hacia la sociedad capitalista,
fuera una profunda y sombría animadversión que, aunque revestida de
diversas razones públicamente apropiadas, continuaba incluso cuando se
demostraba que esas razones particulares eran inadecuadas?
Al decir que los intelectuales se
consideran con derecho a las más altas recompensas que la sociedad en su
conjunto puede ofrecer (riqueza, estatus, etc.), no quiero decir que
los intelectuales consideren esas recompensas como los bienes más
preciados. Quizás valoren más las recompensas intrínsecas de la
actividad intelectual o el pasar a la historia. Sin embargo, también se
sienten con derecho a la más alta apreciación por parte de la sociedad
en general, a lo máximo y mejor que pueda ofrecer, por insignificante
que resulte. No pretendo conceder relevancia especial a las recompensas
que se abren camino hasta los bolsillos de los intelectuales o que
afectan a sus propias personas. Al identificarse a sí mismos como
intelectuales, pueden sentirse molestos por el hecho de que la actividad
intelectual no sea la más altamente valorada y recompensada.
El intelectual quiere que la totalidad
de la sociedad sea una extensión de la escuela, para que sea como el
entorno en que le fue tan bien y en que tanto se le apreció. Al
incorporar unos criterios de recompensa que son diferentes de los
propios de la sociedad global, las escuelas garantizan que algunos vayan
a experimentar un posterior descenso en la escala social. Los que están
en lo más alto de la jerarquía escolar se considerarán con derecho a
una posición de primera, no sólo en aquella micra-sociedad, sino en la
más amplia, una sociedad cuyo sistema les resultará molesto cuando no
les trate según sus necesidades y derechos auto-adjudicados. El sistema
escolar crea por tanto un sentimiento anticapitalista entre los
intelectuales . Más bien, crea un sentimiento anticapitalista entre los
intelectuales de la palabra. ¿Por qué no desarrollan los forjadores de
números las mismas actitudes que estos forjadores de palabras? Presumo
que estos niños brillantes con las cuentas, aunque consiguen buenas
calificaciones en los exámenes correspondientes, no reciben de los
profesores la misma atención y aprobación personal que los niños
brillantes con la palabra. Son las destrezas verbales las que acarrean
estas recompensas personales por parte de los profesores y, en
apariencia, son estas recompensas de un modo especial las que dan forma a
ese sentimiento de tener derecho a algo.
Hay que añadir un aspecto más. Los
(futuros) intelectuales forjadores de palabras triunfan por lo que atañe
a la forma oficial del sistema social escolar, en el que las
recompensas importantes se distribuyen por parte de la autoridad central
del profesor. Las escuelas incluyen otro sistema social de cariz
informal en las aulas, los pasillos y los patios, en el que las
recompensas se distribuyen no por parte de la autoridad central sino de
manera espontánea, a placer y capricho de los compañeros. Aquí a los
intelectuales les va peor.
No sorprende, por tanto, que la
distribución de los bienes y recompensas por medio de un mecanismo
distributivo centralizado sea más tarde considerada por los
intelectuales como más apropiada que la “anarquía y el caos del
mercado”. Porque la distribución en una sociedad socialista planificada
centralmente es a la distribución en una sociedad capitalista como la
distribución por parte del profesor es a la distribución por parte del
patios.5
Nuestra explicación no postula que los
(futuros) intelectuales constituyan una mayoría incluso entre las clases
académicamente superiores de la escuela. Este grupo puede estar formado
sobre todo por los que tienen destrezas librescas considerables (pero
no abrumadoras) junto con algo de gracia social, fuerte deseo de
complacer, cordialidad, encanto personal y habilidad para respetar las
reglas del juego (y parecerlo). Tales alumnos, también, serán muy bien
considerados y recompensados por el profesor, e igualmente les irá
estupendamente bien en la sociedad más amplia. Y se desenvuelven bien
dentro del sistema social informal de la escuela. De modo que no
aceptarán de un modo especial las normas del sistema formal de la
escuela. Nuestra explicación plantea la hipótesis de que los (futuros)
intelectuales están representados de un modo desproporcionado en esa
parte de la clase alta (oficial) de la escuela que experimentará un
relativo movimiento de descenso. O, más bien, en el grupo que predice
para sí mismo un futuro en declive. La animadversión surgirá antes del
desplazamiento hacia el interior de un mundo más amplio y de
experimentar un descenso real de estatus, en el momento en que el alumno
listo se da cuenta de que (probablemente) se desenvolverá peor en la
sociedad más amplia que en su situación escolar actual. Esta
consecuencia no buscada del sistema escolar, el espíritu anticapitalista
de los intelectuales, se ve, por supuesto, reforzada cuando los alumnos
leen o reciben las enseñanzas de intelectuales que presentan esas
mismas actitudes anticapitalistas.
Sin duda, algunos intelectuales
forjadores de palabras fueron alumnos conflictivos y críticos y por ello
no contaron con la aprobación de sus profesores. ¿Aprendieron ellos
también la lección de que los mejores deberían obtener las recompensas
más altas y piensan, a pesar de sus profesores, que ellos mismos eran
los mejores, y empiezan por ello a tener un resentimiento temprano
contra la distribución que realiza el sistema escolar? Claramente,
acerca de esto y de las otras cuestiones aquí tratadas, necesitamos
datos en tomo a las experiencias escolares de los futuros intelectuales
forjadores de palabras para matizar y probar nuestras hipótesis.
Planteado como fenómeno global, apenas
se puede negar que las normas internas de las escuelas estén llamadas a
afectar a las creencias normativas de las personas tras su paso por las
escuelas. Las escuelas, al fin y al cabo, son la principal sociedad
ajena a la familia en que los niños aprenden a comportarse, y de ahí que
la escolarización constituya su preparación para la más amplia sociedad
no familiar. No sorprende que los que triunfan al calor de las normas
de un sistema escolar se quejen de una sociedad que se atiene a normas
diferentes y que no les garantiza el mismo éxito. Tampoco es
sorprendente, cuando esos son los mismos que proceden a dar forma a la
propia imagen de la sociedad, al juicio sobre sí misma, si la sección de
la sociedad que es sensible a las palabras se vuelve contra ella. Si
uno estuviese diseñando una sociedad, no intentaría diseñarla de modo
que los forjadores de palabras, con toda su influencia, estuviesen
instruidos en la animadversión contra las normas de la sociedad.
Nuestra explicación del anticapitalismo
desproporcionado de los intelectuales se establece sobre la base de una
generalización sociológica muy plausible.
En una sociedad en la que un sistema o
una institución extrafamiliar, la primera en que ingresan los jóvenes,
distribuye recompensas, aquellos a quienes les va mejor tenderán a
internalizar las normas de esta institución y confiarán en que la
sociedad en general funcionará según estas normas; se considerarán con
derecho a repartos distributivos de acuerdo con esas normas o (como
mínimo) a una posición relativa igual a aquella que estas normas dan
como resultado. Además, los que constituyen la clase superior dentro de
la jerarquía de esta institución extrafamiliar y que experimentan luego
(o prevén experimentar) un desplazamiento hacia una posición
relativamente inferior en la sociedad en general, debido a su percepción
del derecho frustrado, tenderán a oponerse al sistema social más amplio
y a sentir animadversión hacia sus normas.
Obsérvese que ésta no es una ley
determinista. No todos los que experimentan una movilidad social hacia
abajo se volverán en contra del sistema. Tal movilidad hacia abajo, no
obstante, es un factor que tiende a producir efectos de ese tenor, y por
ello se manifestará en proporciones diversas con respecto al conjunto.
Podríamos distinguir formas en las que la clase alta puede desplazarse
hacia abajo: puede obtener menos que otro grupo o (cuando ningún grupo
se desplaza por encima de ella) puede empatar, sin conseguir más que los
que previamente se había previsto serían inferiores. Es el primer tipo
de desplazamiento hacia abajo el que más indigna y humilla; el segundo
tipo es bastante más tolerable. Muchos intelectuales (dicen ellos) están
a favor de la igualdad mientras que sólo un número reducido exige una
aristocracia de intelectuales. Nuestra hipótesis se refiere al primer
tipo de desplazamiento hacia abajo como especialmente generador de
resentimiento y animadversión.
El sistema escolar imparte y premia
solamente algunas de las destrezas válidas para el éxito posterior (es,
al fin y al cabo, una institución especializada), por lo que su sistema
de recompensas será diferente del propio de la sociedad en general. Esto
garantiza que algunos, al pasar a la más amplia sociedad,
experimentarán un desplazamiento social descendente junto con las
consecuencias que lo acompañan. He afirmado antes que los intelectuales
quieren que la sociedad sea una extensión de las escuelas. Ahora vemos
cómo el resentimiento debido a un sentido del derecho frustrado procede
del hecho de que las escuelas (en calidad de sistema social
extrafamiliar) no constituyen una condensación de la sociedad.
Nuestra explicación parece predecir
ahora el resentimiento (desproporcionado) que albergan los intelectuales
instruidos respecto a la sociedad en la que viven, cualquiera que sea
la naturaleza de la misma, capitalista o comunista. (Los intelectuales
se oponen desproporcionadamente al capitalismo en comparación con otros
grupos de estatus socioeconómico parecido dentro de la sociedad
capitalista. Otra cuestión es si se oponen de modo desproporcionado en
comparación con el grado de oposición de los intelectuales de otras
sociedades hacia esas sociedades). Claramente, pues, serían relevantes
algunos datos acerca de las actitudes de los intelectuales de los países
comunistas hacia el aparato del partido; ¿sentirán esos intelectuales
animadversión hacia ese sistema?
Nuestra hipótesis precisa de matización
para que no se aplique (o se aplique de un modo tan contundente) a
cualquier sociedad. ¿Deben los sistemas educativos de toda sociedad
producir inevitablemente una animadversión antisocial en los
intelectuales que no reciben las mayores recompensas de esa sociedad?
Probablemente no. Una sociedad capitalista es peculiar en cuanto a que
parece anunciar que está abierta y es receptiva solamente al talento, a
la iniciativa individual, al mérito personal. El hecho de crecer en una
sociedad feudal o de castas hereditarias no crea expectativa alguna de
que la recompensa esté o deba estar de acuerdo con la valía personal. A
pesar de la expectativa creada, una sociedad capitalista premia a las
personas en tanto en cuanto satisfacen los deseos ajenos, expresados a
través del mercado; recompensa de acuerdo con la contribución económica,
no con la valía personal. Sin embargo, la sociedad capitalista se
acerca lo bastante a un sistema de recompensas a tenor de la valía
personal -valía y contribución se entremezclan a menudo- como para hacer
crecer las expectativas creadas por las escuelas. El ethos de
la más amplia sociedad está lo bastante cercano al de las escuelas como
para que la cercanía genere resentimiento. Las sociedades capitalistas
premian el logro individual o proclaman que lo hacen, y de ese modo
dejan al intelectual, que se considera buenísimo, especialmente
amargado.
Otro factor, creo, tiene un determinado
papel. Las escuelas tenderán a crear tales actitudes anticapitalistas
cuanto mayor sea la diversidad de quienes asistan a ellas. Cuando casi
todos los que van a tener éxito financiero asistan a escuelas distintas,
los intelectuales no habrán adquirido esa actitud de ser superiores a
ellos. Pero incluso si muchos niños de clase alta van a escuelas
distintas, una sociedad abierta tendrá otras escuelas que incluyan
también a muchos que van a triunfar económicamente como empresarios, y
los intelectuales van a recordar con resentimiento, más tarde, lo
superiores que eran académicamente a los de su edad que lograron mayor
riqueza y poder. La transparencia de la sociedad tiene otra
consecuencia, además. Los alumnos, tanto los futuros forjadores de
palabras como los demás, no saben cómo les va a ir en el futuro. Pueden
esperar cualquier cosa. Una sociedad cerrada al progreso destruye pronto
esas esperanzas. En una sociedad capitalista abierta, los alumnos no se
resignan pronto a que se limite su progreso y su movilidad social; la
sociedad parece anunciar que los más capacitados y valiosos llegarán a
lo más alto, sus escuelas ya han transmitido a los que tienen más
talento el mensaje de que son valiosísimos y que merecen las mayores
recompensas, y después estos mismos alumnos con el más alto estímulo y
las mayores expectativas ven a otros compañeros suyos, de quienes saben
que son y a quienes consideraron menos meritorios, subir más alto que
ellos mismos, recibiendo las mejores recompensas a las que ellos mismos
se consideraban con derecho. ¿Es extraño que sientan animadversión por
esa sociedad?
Hemos pulido de algún modo la hipótesis.
No es simplemente las escuelas formales sino la escolarización formal
en un contexto social específico lo que genera un sentimiento
anticapitalista en los intelectuales (forjadores de palabras). Sin duda,
la hipótesis requiere matización posterior. Pero ya está bien. Es hora
de pasarles la hipótesis a los expertos en ciencias sociales, sacarla de
las especulaciones de sillón y entregársela a quienes se sumergen en
hechos y datos más específicos. Podemos señalar, sin embargo, algunas
áreas en las que nuestra hipótesis podría conducir a consecuencias y
predicciones verificables.
En primer lugar se podría predecir que
cuanto más meritocrático es el sistema escolar de un país, más
posibilidades hay de que sus intelectuales sean. de izquierdas.
(Piénsese en el caso de Francia.)
En segundo lugar, los intelectuales que
fueron “frutos tardíos” en la escuela no habrían desarrollado el mismo
sentido de derecho a las recompensas más elevadas; por lo tanto, el
porcentaje de los intelectuales de tipo “fruto tardío” que serán
anticapitalistas será menor que el de los de tipo “fruto temprano”.
En tercer lugar, limitábamos nuestra
hipótesis a las sociedades (contrariamente al sistema de castas de la
India) en las que el estudiante triunfador podía confiar bastante en un
éxito posterior parecido en la sociedad más amplia. En la sociedad
occidental, las mujeres no han disfrutado hasta ahora de tales
expectativas, por lo que no sería de esperar que las estudiantes que
formaban parte de la clase académica superior, y que sin embargo
sufrieron luego un desplazamiento descendente, mostrasen la misma
animadversión anticapitalista que los intelectuales varones. Podríamos
predecir, pues, que cuanto más se vea que una sociedad se mueve hacia la
igualdad de oportunidades ocupacionales entre las mujeres y los
hombres, mayor será la tendencia de sus intelectuales femeninas al mismo
anticapitalismo desproporcionado que muestran sus intelectuales
varones.
Algunos lectores pueden albergar dudas
sobre esta explicación del anticapitalismo de los intelectuales. Sea
como sea, creo que se ha identificado un fenómeno importante. La
generalización sociológica que hemos enunciado es intuitivamente
convincente. Algo así tiene que ser cierto. Por lo tanto, algún tipo de
efecto tiene que producirse en ese sector de la clase alta escolar que
experimenta un desplazamiento social descendente, tiene que generarse
algún tipo de antagonismo contra la sociedad en general. Si ese efecto
no es la oposición desproporcionada de los intelectuales, entonces ¿qué
es? Comenzamos con un fenómeno intrigante que precisaba explicación.
Hemos encontrado, creo yo, un factor aclaratorio que (una vez
establecido) es tan evidente que tenemos que creer que explica algún
fenómeno real.
¿Hay solución?
Quienes piensan que la sociedad
capitalista debería ser fuertemente contestada -pero, ¿por qué piensan
así?- se alegrarán de este efecto inintencionado del sistema escolar.
Sin embargo, como hemos observado, el problema de la falta de armonía
entre la intelectualidad y las normas de la sociedad global es un
problema de alcance más general. Se enfrentará a él cualquier sociedad,
sea cual sea su carácter, cuyo sistema escolar se especialice y no sea
una condensación de la sociedad. Cuanto más importantes e influyentes
sean sus intelectuales forjadores de palabras (como en las “sociedades
post-industriales”), mayor será este problema. De este modo, todos los
lectores pueden preguntarse conmigo cómo se podría evitar esta oposición
a la sociedad de los intelectuales -aunque algunos lectores podrían
preferir hacerse esta pregunta con respecto a alguna sociedad no
capitalista.
Cuando las escuelas y la sociedad global
no están bien articuladas, las dos soluciones obvias son reestructurar
cualquiera de ellas para alinearla con la otra. En primer lugar, se
podría intentar que la sociedad se ajustase a las normas de la escuela,
bien mediante una estructuración socialista que sitúe a los
intelectuales en lo más alto o mediante una meritocracia que surja de
forma natural. Sin embargo, por muy importante que llegue a ser el
conocimiento en la sociedad, ninguna sociedad relativamente libre
premiará o podrá premiar del modo más destacado a las destrezas
escolares más altas. Las escuelas, con grandes esfuerzos, se centran
solamente en algunas cualidades; éstas, al tiempo que desempeñan un
papel significativo en el éxito económico en ciertos casos, nunca
explicarán del todo la posición social resultante. Los consumidores no
son profesores que califican resultados de pruebas e intervenciones en
clase.
Como alternativa, y de un modo no tan
ambicioso, las escuelas podrían modificarse para ajustarlas a la
sociedad en general, o al menos para evitar que inculquen normas
contrarias. Si los inteligentes tienen derecho a algo que el mercado no
les da, es al reconocimiento de que son inteligentes -nada más. No
tienen derecho a las mayores recompensas de la sociedad en general.
¿Cómo podría entonces impartirse esta
lección de modestia? Decir simplemente que la economía premia
adecuadamente otros atributos no será suficiente. Los niños aprenderán
de los hechos de la escuela, no de las palabras, y los internalizarán.
Sin duda, el sistema social global del medio escolar valora muchas
cosas: destreza atlética en el patio, hacerse respetar por los
compañeros, talento para cantar en el auditorio, una buena impresión en
todas partes. Pero la escuela sólo reconoce oficialmente las destrezas
intelectuales y el rendimiento. Dado que, después de todo, eso es para
lo que está, le sería difícil dar paridad o un reconocimiento muy
significativo a otros atributos. (Doy por sentado que los premios a la
actitud y a la conducta son una bobada en todas partes.)
Otra posibilidad es reducir la jerarquía
académica dentro del sistema escolar. Las escuelas podrían enseñar sin
jerarquizar a los estudiantes, sin calificarles en función del éxito de
su aprendizaje. Los reformadores apelan de vez en cuando a la abolición
de los exámenes y las calificaciones. Paul Goodman argumentaba que éstos
tienen una función extrínseca a la de la propia educación, al atender
únicamente a las necesidades de los futuros patronos o de las comisiones
de admisión de otros centros docentes, a quienes se puede dejar hacer
sus propias pruebas informativas6.
(Está claro, no obstante, que los exámenes y los certificados también
amplían la elección discrecional de los estudiantes. Los patronos
aceptan la declaración de una facultad de que un estudiante ha cumplido
con los requisitos para una licenciatura sin profundizar demasiado en
cuáles son esos requisitos o qué utilidad tienen los cursos en relación
con los objetivos del empleo.)
Sin embargo, los exámenes desempeñan
también otras funciones, intrínsecas al proceso educativo. Informan al
estudiante de cómo lo está haciendo a tenor de criterios objetivos, de
cómo lo está haciendo comparado con otros de su grupo de referencia (¿de
lo bien que, al fin y al cabo, debería esperar de sí mismo hacerlo?).
Proporcionan información para la división del alumnado en grupos según
el nivel académico cuando sea adecuado desde el punto de vista
educativo, así como una posible formación continuada.
En cualquier caso, dada la función
informativa extrínseca, los patronos considerarán ventajoso contratar a
personas procedentes de las escuelas que evalúan y certifican y, por lo
tanto, los estudiantes considerarán ventajoso acudir a esas escuelas.
Cualquiera que sea el interés social general, la gente perseguirá sus
propios intereses individuales. Nadie se negará a contratar a los de una
escuela concreta o a acudir a la misma por el hecho de que ese tipo de
escuela cree intelectuales con una animadversión anticapitalista. Al
tiempo que la legislación para modificar los sistemas educativos podría
conseguir el objetivo, sus beneficios son tan remotos en comparación con
su coste que no es probable que tal legislación se apruebe. Tampoco es
tal legislación, al menos en lo que se refiere a escuelas privadas,
compatible con el ethos capitalista de la libertad y de los derechos individuales7.
Reestructurar las escuelas para dar
menos importancia a las destrezas y logros intelectuales suscita
cuestiones problemáticas, al margen de la muy clara relativa al coste
resultante en cuanto a eficacia social (a corto plazo). El cultivo de
las capacidades intelectuales y del talento es, pensamos, un valor
importante en sí mismo. Sin embargo, los sistemas escolares que sabemos
que lo cultivan, también generan, involuntariamente, una animadversión
contra el sistema social entre algunos de los intelectualmente más
dotados. Si la estabilidad a largo plazo del sistema social deseable se
ve mejor atendida frenando el cultivo de algunos rasgos valiosos y
enormemente admirables de los individuos, entonces nos enfrentamos a un
serio conflicto de valores.
Tranquilizará a los que apoyan la
continuidad de la sociedad capitalista recordar que este conflicto es
general. La sociedad comunista considera igualmente que los
intelectuales se salen del camino recto. A raíz de la Revolución
Cultural, los chinos, con un gran coste económico y personal, intentaron
convertirles en seres como el resto, mediante la reeducación forzosa,
el exilio al campo y la persecución personal. Falló el intento. La
tensión de la sociedad capitalista con sus intelectuales es mucho menos
grave -podemos simplemente tener que vivir con ella. Pase lo que pase,
no obstante, los intelectuales tendrán la última palabra.
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