Friday, June 17, 2016

Por qué los peores gobiernan, Hans-hermann Hoppe

Gobierno de los peores
Capítulo extraído del libro Libertad o Socialismo del profesor Hans-Hermann Hoppe.
Una de las tesis más extensamente aceptadas entre los economistas políticos es la siguiente: Todos los monopolios son malos desde el punto de vista de los consumidores. Por monopolio se entiende, en su sentido clásico, como un privilegio exclusivo otorgado a un productor unico de un bien o servicio, o sea, como la ausencia de entradas libres en una línea particular de producción. Es decir, sólo una agencia, A, puede producir un bien dado, X. Cualquier monopolio es malo para los consumidores porque, protegido de nuevos participantes potenciales en su área de producción, el precio del producto X será más alto y la calidad más baja que si fuera de otro modo.



Esta verdad elemental ha sido invocada con frecuencia como un argumento a favor del gobierno democrático como opuesto al gobierno clásico, monárquico o señorial. Porque bajo la democracia la entrada al aparato gubernamental es libre – cualquiera puede llegar a ser primer ministro o presidente – mientras que bajo la monarquía está restringido al rey y su heredero.
Sin embargo, este argumento en favor de la democracia adolece de fallas fatales.
La entrada libre no siempre es buena. Libertad de entrada y competencia en la producción de bienes son buenas, pero en la producción de algo malo no lo son.
Libertad de entrada en el negocio de torturar y matar inocentes, o la libre competencia de falsificar o estafar, por ejemplo no son buenas; es peor que malo.
¿Así que qué tipo de “negocio” es gobernar? La respuesta: no es un productor usual de bienes en venta a consumidores voluntarios. Por lo tanto es un “negocio” dedicado a robar y a expropiar – por medio de impuestos y falsificación – y a guardar para sí los bienes robados. De ahí que, la libertad de entrar en el gobierno no mejora algo bueno. En realidad, hace las cosas peores, es decir, agrava lo malo.
Desde que el hombre es como es, en toda sociedad existen personas que codician la propiedad de los demás. Algunas personas están más inclinadas a este sentimiento que otras, los individuos aprenden generalmente a no actuar bajo tales pasiones y aún más, se sienten avergonzados de tenerlas. Ordinariamente pocos individuos son incapaces de suprimir exitosamente sus apetitos por la propiedad de otros, y son tratados como criminales por sus congéneres y reprimidos bajo la amenaza del castigo físico. Bajo el gobierno señorial, sólo una sola persona – el príncipe – puede actuar legalmente bajo el deseo por la propiedad de otra persona, y esto es lo que lo convierte en un peligro potencial y en un “mal”.
Sin embargo, un príncipe es restringido en sus deseos de redistribución porque todos los miembros de la sociedad han aprendido a considerar el tomar y redistribuir la propiedad de otras personas, como vergonzoso e inmoral. Por consiguiente miran cada acción del príncipe con sospecha suprema. En claro contraste, al abrir la entrada en el gobierno, a cualquiera le es permitido expresar libremente su deseo por la propiedad de otros. Lo qué era considerado anteriormente como inmoral y por consiguiente suprimido, es ahora considerado como un sentimiento legítimo. Todos pueden codiciar abiertamente la propiedad de otros en nombre de la democracia; y todos pueden actuar bajo este deseo por la propiedad de otros, siempre y cuando logren entrar en el gobierno. De ahí que bajo la democracia cualquiera puede llegar a ser una amenaza.
En consecuencia, bajo condiciones democráticas el pensamiento popular aunque inmoral y anti-social de desear la propiedad de otro hombre es sistemáticamente reforzado. Cada demanda es legitimada si ésta es proclamada públicamente bajo protección especial como “libertad de expresión”. Todo puede ser dicho y exigido, y todo puede ser arrebatado. Ni el aparentemente más seguro derecho de la Propiedad Privada está exento de las demandas redistributivas. Peor aún, sujeto a las elecciones de masas, esos miembros de la sociedad que tienen pocas o nulas inhibiciones en contra de tomar la propiedad de otro hombre, es decir, los amoralistas que son los más talentosos congregando mayorías de una multitud moralmente desinhibida y las demandas populares mutuamente incompatibles, (demagogos eficientes) tenderán a ganar su entrada y encumbrarse a la cima del gobierno. Así, una situación mala se convierte en una peor.
Históricamente, la selección de un príncipe se dio través del accidente de su nacimiento noble, y su única calificación personal fue típicamente su educación como futuro príncipe y preservador de su dinastía, su estatus y sus posesiones. Esto no aseguraba, por supuesto, que dicho príncipe no fuera malo o peligroso. Sin embargo, es importante recordar que cualquier príncipe que fallaba en su deber primario de avanzar la dinastía –quien arruinaba el país– enfrentaba el riesgo inmediato de ser neutralizado o asesinado por otro miembro de su propia familia. En cualquier caso, sin embargo, aún si el accidente de su nacimiento así como su educación no evitaran que un príncipe pudiera ser malo o peligroso, al mismo tiempo el accidente de un nacimiento noble y una educación magnífica tampoco impedía que pudiera ser un frívolo inofensivo e incluso una persona buena y moral.
En contraste, la selección de gobernantes por medio de elecciones populares hace casi imposible que una persona buena o inofensiva pudiese siquiera elevarse a la cima. Los primeros ministros y presidentes son seleccionados por su eficacia demostrada como demagogos moralmente desinhibidos.
Así, la democracia virtualmente asegura que solo los hombres malos y peligrosos puedan ascender a la cima del gobierno. Como resultado de la libre competencia y selección política, aquellos que suben se volverán individuos cada vez más corruptos y peligrosos, y sin embargo al ser cuidadores temporales e intercambiables, ellos serán raramente asesinados.
La libre entrada no siempre es buena. Libre entrada y competencia en la producción de bienes es buena, pero libre competencia en la producción de males no lo es.
Uno no puede hacer nada mejor que citar a H.L. Mencken. “Los políticos,” él anota con su característico ingenio, “rara vez si es que alguna, llegan [a un cargo público] por mérito, al menos en estados democráticos. A veces, claro, esto pasa pero sólo por algún tipo de milagro. Ellos son escogidos normalmente por varias razones, la principal siendo que simplemente tienen poder para impresionar y encantar a los intelectualmente desprivilegiados… ¿Alguno de ellos se aventurará a decir la llana verdad, la total verdad y nada más que la verdad acerca de la situación, externa o interna, del país? ¿Alguno de ellos se abstendrá de hacer promesas que sabe que no puede cumplir -que ningún ser humano podría cumplir? Alguno de ellos dirá una
palabra, aunque sea obvia, que alarme o aliene a cualquiera de la gran masa de idiotas enquistados en el comedero público, revolcándose en la papilla que crece cada vez más delgada, esperanzado contra toda esperanza? Respuesta: puede ser por pocas semanas, al inicio… Pero no después que el asunto vas en serio, y la pelea es sincera… Ellos avanzarán sobre el territorio buscando oportunidades para hacer ricos a los pobres, para remediar lo irremediable, para socorrer lo insocorrible, para descifrar lo indescifrable, para deflogisticar lo indeflogisticable. Ellos curarán las verrugas diciendo palabras sobre ellas, y pagando la deuda nacional con modeda que nadie tendrá que ganar. Cuando uno de ellos demuestre que dos veces dos es cinco, otro probará que es seis, seis y medio, diez, veinte, n. En resumen, ellos se presentarán a sí mismos como sensibles, cándidos, hombres confiables y simplemente siendo candidatos para el cargo, empeñados solamente en asegurarse votos. Ellos van a saber para entonces, suponiendo que algunos de no lo sepan ya, que los votos son asegurados bajo la democracia, no al hablar sensatamente si no por hablar cosas sin sentido, y se dedicarán a sí mismos a la tareas con una sonrisa de corazón. Muchos de ellos, antes de que el alboroto se haya terminado, se convencerán realmente. La mayoría de ellos, antes de que acabe el barullo, se habrán convencido a sí mismos. El ganador será quien prometa más con la menor probabilidad de cumplir.

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