Orlando y sus consecuencias
Por Álvaro Vargas Llosa
El académico francés Olivier Roy, conocido experto en el islam, lleva algún tiempo provocando tormentas intelectuales en su país con la tesis de que los atentados terroristas cometidos en Francia en nombre de organizaciones musulmanas violentas no responde “al radicalismo del islam, sino a la islamización del radicalismo”. Según él, este fenómeno está confinado en musulmanes de segunda generación, es decir, hijos de inmigrantes, que adhieren de forma oportunista a grupos terroristas fundamentalistas para algo que tiene mucho menos que ver con la religión que con su propia desafección por el mundo de sus padres y la vida occidental, y con el odio de sí mismos. También un grupo más pequeño, el de jóvenes “conversos” locales sin raíces identificables en países musulmanes, ha producido terroristas.
Cuando uno reúne los datos del escalofriante atentado que el 12 de junio perpetró Omar Mateen en la discoteca “Pulse” de Orlando, Florida, que costó la vida a 49 personas y dejó un saldo de otros 53 heridos, es difícil no prestar oídos al análisis de Roy. Ese análisis está centrado en su país, donde atentados como el que mató en París a decenas de personas en una sala de conciertos y algunos restaurantes han disparado un debate sobre cómo enfrentar la violencia de personas nacidas o criadas en la propia Francia, pero se puede extender a otros lugares. Ya hay en Estados Unidos, por ejemplo, una lista de atentados a manos de personas que no fueron preparadas y enviadas por al-Qaeda, el Estado Islámico u otras organizaciones terroristas sino que, habiéndose criado y vivido mucho tiempo en Estados Unidos, acabaron adhiriendo a ellas poco antes de ejecutar sus masacres. Allí está, entre otros, la matanza de San Bernardino, California, ocurrida en diciembre del año pasado, en la que Syed Rizwan Farook, nacido en Estados Unidos y de origen paquistaní, sin filiación con célula terrorista alguna, atacó, junto a su mujer, un centro de sanidad pública. Y, ahora, la matanza de Orlando en una discoteca frecuentada por gays.
Omar Mateen, de origen afgano, nació y se crió en Estados Unidos. Aunque adhirió a último momento al Estado Islámico, no pertenecía a esa organización ni ha podido encontrarse rastro de conexiones personales con ella. También tuvo, en el pasado, episodios de simpatía sin relación orgánica ni comunicación directa con grupos como al-Qaeda y Hezbolá (la una sunita, la otra chiita, y enemigas entre sí). Pero, salvo esto y algún viaje a Arabia Saudita por razones no políticas, nada hace de él alguien semejante a los autores de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, ellos sí pertenecientes a al-Qaeda, y entrenados y mandatados por dicha organización.
¿Qué perfil psicológico se ha podido trazar de Mateen? El de una persona con bastante desasosiego e inseguridad en torno al tema de su sexualidad y la ajena, en parte expresada en una homofobia declarada, en constante exploración política relacionada con el mundo de sus lejanos orígenes y con una fuerte atracción por las armas y la criminología (disciplina que estudió en una universidad).
La religión no era, hasta donde se sabe, una preocupación importante en su vida, ni tuvo vinculación con su expresión organizada. El islam aparece en su vida como una consecuencia más que una causa, y como una identificación política mucho más que espiritual. Hay en todo esto, pues, en no poca medida, un eco de la tesis de Roy: un tipo radicalizado por su falta de adaptación a la sociedad y el medio que “islamiza” su desafección y su odio, quizá a sí mismo y sin duda a cosas que lo rodean. ¿Por qué le da forma islámica a su radicalismo y no otra? Ese no es el asunto de este texto, ni es la nuez de la tesis de Roy; pero es evidente que los grupos terroristas islámicos le dicen algo a un joven en ese estado mental, en parte sus raíces (que son lejanas en la práctica pero a las que es más fácil “volver” porque otras se sienten mucho más lejanas) remiten al mundo musulmán y en parte porque esos grupos violentos simbolizan hoy la forma más extrema y nihilista de ataque al mundo contra el cual él se rebela.
En tal sentido, el Estado Islámico, para hablar del grupo al que Mateen expresó su adhesión en una llamada al 911 desde la discoteca y en publicaciones que hizo en Facebook y otras redes sociales esa noche, suministra un relato al joven rebelde. La propaganda de Abu Bakr al-Baghdadi y compañía calza perfectamente con la necesidad de dar una cobertura narrativa, un lienzo abarcador, a la necesidad de expresión agresiva del que va a matar y morir. El Estado Islámico ni siquiera da una causa, sino una apariencia de causa, a alguien como Mateen. El no busca implantar el califato, sólo busca que su misión tenga algún sentido redentor, alguna justificación, y para eso el relato propagandístico del Estado islámico es perfecto. Lo es también la posibilidad que ofrecen las redes sociales de insertarse en el relato islamista para alguien que no tiene conexión alguna con la organización.
En un interesante artículo, Amy Zalman, profesora en Georgetown, nos recuerda, citando al psicólogo cognitivo Jerome Bruner, la necesidad imperiosa que tenemos los seres humanos de crear relatos. En un caso como la tragedia de Orlando, esa necesidad aumenta. Todos -los políticos que debaten la política de seguridad y la política exterior, los periodistas que opinan además de informar, los ciudadanos que se comunican por las redes sociales, la gente que comenta las noticias de impacto en las calles- tienen que armar una historia para darle racionalidad a lo ocurrido. Pero, aunque esto es muy cierto, el primer relato, el más importante, es el que el propio autor de la violencia construye al momento de adherir a una organización que ni siquiera conoce bien.
Esta es quizá la mayor victoria alcanzada hasta ahora por grupos como el Estado Islámico: haber logrado suministrar un relato a los que no tienen relato propio, multiplicando así cancerosamente lo que de otro modo estaría confinado en la militancia permanente de la propia organización. Pero hay más: el propio adherente de última hora suministra un relato a la organización que ni siquiera conoce, potenciando su capacidad propagandística, pues ahora Mateen es un “mártir” del califato.
En los últimos meses todo han sido malas noticias en relación con el Estado Islámico… hasta que Mateen salió al rescate. Después de los éxitos que había tenido al-Baghdadi tras la captura de Mosul y la proclamación del califato en 2014, vino la reacción de distintas comunidades y grupos en Irak y Siria, con apoyo estadounidense y europeo. Esa reacción hizo trizas la estrategia del Estado Islámico, centrada en la conquista de territorios y la creación de un gobierno, al menos embrionario. La organización fanática ha perdido ya casi la mitad del territorio que había logrado ocupar en Irak y ha cedido mucho espacio en Siria, donde enfrenta la ira combinada del régimen de Assad (con apoyo ruso) y de los grupos contrarios a Damasco (con apoyo árabe). Eso sí, aunque sigue generando decenas de millones de dólares al mes con los “impuestos” que cobra y el crudo que vende, está en serios problemas.
Un síntoma importante es la caída sistemática del reclutamiento occidental. Antes, alarmaba a los europeos la riada de jóvenes que viajaban a Siria e Irak a enrolarse en el Estado Islámico. Hoy, sucede lo contrario: las deserciones son ya un patrón claramente identificable y ha disminuido mucho el número de personas que salen de Europa para militar en la organización terrorista. A tal punto, que el propio Estado Islámico pidió hace no mucho a sus adherentes occidentales que se queden donde están, pues “la más pequeña acción que realicen en el corazón de su tierra es mejor”. Se refería a la tierra del infiel, no de los reclutas potenciales.
Las consecuencias de todo esto para al-Baghdadi son internacionales. Otros grupos compiten con el suyo por los afectos de los jihadistas. Es el caso de los talibanes en Afganistán y Pakistán, donde la rama local del Estado Islámico tiene problemas serios para crecer. Aunque en lugares como Libia el capítulo local sí ha podido establecer una organización poderosa y eficaz, en otras partes pasa lo mismo que en Afganistán. También hay división interna en Yemen.
Es difícil exagerar el golpe propagandístico que ha sido el atentado cometido por Mateen en Orlando. Cuando más lo necesitaba y sin tener el menor aviso previo, la organización de al-Baghdadi ha recibido una inyección de publicidad y ha sido devuelta al lugar de honor del islamismo violento. La idea de que, en el corazón de los Estados Unidos, la encarnación de Satán, el Estado Islámico es capaz de inspirar a jóvenes que buscan irse al paraíso infligiendo daño al enemigo es poderosísima. Su efecto contagioso, su potencial multiplicador, no puede subestimarse. De hecho, no anda descaminado el FBI, a pesar de las críticas que ha recibido, en sus advertencias, expresadas muchas veces desde hace algún tiempo, de que existe el peligro del terrorista “de casa” y el “lobo solitario”. Es decir el peligro que probó ser Mateen, más difícil de prevenir y atajar que si un grupo terrorista tratara de enviar a una célula a Estados Unidos a cometer un acto como el de las Torres Gemelas.
Por eso decía que el relato se lo suministra tanto Mateen al Estado Islámico como éste a aquél. Por allí empieza la vocación narrativa del terrorismo en casos como este: el grupo necesita seguir fascinando a individuos vulnerables y el potencial adherente necesita que el grupo siga siendo fascinante. Luego continúa el efecto “relato” hasta incrustarse en el debate político, entre quienes están a favor y quienes están en contra del acceso cómodo que tienen hoy los estadounidenses a las armas, y entre quienes aspiran a gobernar a partir de enero del próximo año.
Donald Trump no decepcionó a sus seguidores sugiriendo que debía ser felicitado por haber pedido que se impida la entrada al país a los musulmanes durante un tiempo e insinuó que Barack Obama tenía simpatía por el atentado de Orlando. Tampoco Hillary Clinton decepcionó a los suyos renovando su pedido de limitar el acceso a las armas y acusando al lobby del rifle de impedir una solución contra futuros ataques terroristas.
Todos, desde los más demagógicos hasta los más sensatos, intentan darle una racionalidad a lo ocurrido porque sólo si la hay es posible una solución definitiva. Pero la frecuencia de estos actos en los países occidentales -a pesar de que tienen hoy la guardia alta- indica que no hay una solución de política interna o exterior capaz de resolver el fenómeno pronto. Sólo posibilidades de limitarlo, pues el enemigo está adentro y tiene muchas caras, y en una sociedad libre es casi imposible, además de indeseable, controlarlo todo. Para desgracia de las víctimas y sus desconsolados seres queridos.
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