Ver
al mundo llorar la muerte de Steve Jobs nos recuerda los tiempos en que
grandes multitudes de americanos se reunían para celebrar la
inauguración de un nuevo puente o un nuevo ferrocarril. Hoy Steve Jobs
es reconocido mundialmente como un genio creativo que ha cambiado
nuestro mundo de forma profunda y para mejor. Hasta el presidente Obama,
no muy dado a alabar a hombres de negocios, ha dicho: “Jobs ha
transformado nuestras vidas, redefinido industrias enteras, y conseguido
una de las hazañas más inauditas en la historia humana: ha cambiado la
forma en que cada uno de nosotros ve el mundo”.
Todo eso suscita una importante pregunta
que hasta hoy nadie ha formulado: ¿Qué le debemos a Jobs, y a los
genios productivos como él?
Por un lado, les debemos gratitud,
la cual no siempre les damos: en este caso, Jobs es la excepción que
confirma la regla. Pero les debemos algo más que eso, algo que ni
siquiera Jobs ha recibido: Les debemos el reconocimiento de que sus
logros son algo profundamente moral.
Si dedicar tu vida a crear valores que
la mejoran es un logro moral, entonces no hay nada más grande y más
noble que los genios creativos cuya capacidad productiva ha creado
nuestro mundo moderno: un mundo en el que vivimos tres veces más tiempo
que nuestros antepasados; en el que nuestros hogares están calientes en
invierno y fríos en verano, y tienen luz durante la noche; en el que
podemos atravesar un continente en cuestión de horas; en el que podemos
darle las buenas noches a nuestros hijos desde el otro lado del globo.
Pero, lejos de reconocer que los grandes
productores son unos ejemplos de moralidad, los apilamos con Al Capone y
Bernie Madoff, como si fueran gente a la que hay que pararles los pies o
por lo menos mantenerlos amarrados hasta que aprendan a servir
desinteresadamente a los demás. Jobs llegó incluso a ser criticado por
dedicar su vida a Apple en vez de a la filantropía.
Esta perversa actitud nos ha llevado a negarle a los héroes creativos como Jobs la tercera cosa que les debemos: libertad.
Los innovadores, por definición, desafían lo convencional, y sólo la
libertad protege su derecho a hacerlo. Cuando el gobierno viola la
libertad, iniciando la fuerza contra los que producen – regulando sus
acciones, controlando sus decisiones, despojándoles de su riqueza – está
ahogando y a la larga aplastando la mente creativa.
Jobs fue capaz de prosperar porque la
industria de la tecnología de la información aún es relativamente libre.
Pero ¿qué habría pasado si hubiera sido objeto del mismo fango
regulador que existe en la industria automovilística? ¿O si los
burócratas de los años 70 hubieran empezado a dictar las
especificaciones para la fabricación de microprocesadores o las normas
de eficiencia energética para granjas de servidores? Probablemente nunca
habríamos tenido esta revolución de la información.
Lloremos la pérdida de Steve Jobs, pero
aprovechemos también esta oportunidad para mirarnos al espejo y
preguntarnos si hemos tratado a Jobs y a otros como él como realmente se
merecen.
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Por Yaron Brook y Don Watkins, del Ayn Rand Institute, contribuidores a www.forbes.com
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