Friday, June 17, 2016

La naturaleza del Estado, Murray Rothbard

Anti Estado Rothbard
 Capítulo XXII del libro La Ética de la Libertad de Murray Rothbard.
Hemos expuesto en las páginas precedentes una teoría de la libertad y de los derechos de propiedad y hemos señalado el código legal que debería implantarse para la defensa de estos derechos. Pero, ¿qué decir del gobierno y del Estado? ¿Cuáles son, estrictamente hablando, sus funciones, si es que las tienen? Muchas personas, entre ellas la mayoría de los politólogos, creen que una vez concedida la importancia —o incluso la vital necesidad— de alguna particular actividad del Estado, por ejemplo, la fijación de un marco legislativo legal, se concede ipso facto la necesidad del Estado mismo. Es cierto que el Estado desempeña varias importantes e incluso necesarias funciones: desde la promulgación de las leyes y la creación de plantillas de policías y bomberos hasta la construcción y conservación de las calles y las carreteras y los servicios postales. Pero esto no demuestra en modo alguno que sólo el Estado pueda cumplir estas tareas ni que las lleve a cabo de un modo aceptable.



Supongamos que en una determinada zona hay varios puestos de venta de melones que compiten entre sí. Uno de los comerciantes, López, expulsa por la fuerza a todos sus competidores; ha empleado, pues, métodos violentos para establecer un monopolio coactivo sobre la venta de melones en aquel espacio territorial. ¿Debe deducirse de aquí que la utilización de la violencia por parte de López para asentar y mantener su monopolio era esencial para el aprovisionamiento de melones en la vecindad? Por supuesto que no. No es sólo que de haber existido competidores y rivales potenciales López habría tenido que suavizar sus métodos violentos y sus amenazas; es que, además, la economía demuestra que, al disponer de un monopolio coactivo, López tenderá a prestar malos servicios y de manera ineficaz. Protegido frente a la competencia mediante el uso de la fuerza, puede proporcionar servicios caros y deplorables, ya que los consumidores no tienen ninguna otra opción.1 En el supuesto de que hubiera un grupo que reclamara la abolición del monopolio coercitivo de López, no serían muchas las personas que acusarían a los «abolicionistas» de la temeridad de desear privar a los clientes de sus queridos melones.
Pues bien, el Estado no es otra cosa que nuestro hipotético López a escala gigantesca y global. A lo largo de la historia, grupos de hombres que se dan a sí mismos el nombre de «el Gobierno» o «el Estado» han intentado —generalmente con éxito— hacerse con el monopolio coactivo de los tableros de mando de la economía y la sociedad. El Estado se ha arrogado, más en concreto, el monopolio coactivo sobre la policía y los servicios militares, la promulgación de las leyes, la administración de justicia, la acuñación de moneda, las tierras vírgenes (el «dominio público»), las vías de comunicación, los ríos y aguas costeras y los servicios postales. El control de la tierra y de los transportes ha sido una herramienta excelente para asegurarse por doquier el control de la sociedad; en numerosos países, las autopistas comenzaron siendo un medio que permitía a los gobiernos trasladar rápidamente y según su deseo tropas a través de los territorios sometidos. El control de la oferta monetaria es un mecanismo que proporciona a los Estados ingresos fáciles y seguros y los poderes estatales garantizan que no se permitirá a los competidores privados invadir este autoarrogado monopolio mediante la capacidad de falsificar (es decir, de crear) dinero nuevo. El monopolio de los servicios postales ha sido durante mucho tiempo un método eficaz para mantener vigilada cualquier posible ingobernable y subversiva oposición. En épocas más históricas, el Estado ha ejercido un severo dominio sobre la religión, en general mediante la consolidación de confortables alianzas con la iglesia establecida, a través de las cuales ambas instituciones se apoyaban mutuamente: el Estado garantizaba a los sacerdotes poder y riqueza y la iglesia enseñaba, en cambio, a la población sometida el deber, de origen divino, de obedecer al César. Pero hoy día, cuando la iglesia ha perdido una gran parte de su capacidad de convicción en la sociedad, el Estado se ve frecuentemente tentado a abandonar la religión a sus propios recursos y concentrarse en alianzas parecidas, aunque más flojas, con los intelectuales seculares. En ambos casos, las autoridades estatales ejercen el control de las palancas de la propaganda para inducir a sus súbditos a la obediencia o para exaltar a sus gobernantes.
Pero, por encima de todo, el monopolio crucial del Estado radica en el control del uso de la violencia: desde la policía y las fuerzas armadas a los tribunales, que son el lugar del poder decisivo último en las discusiones sobre los delitos y los contratos. El control de la policía y del Ejército es de singular importancia para reforzar y asegurar todos los restantes poderes del Estado, incluido el más trascendental de todos ellos, el de extraer las rentas de los ciudadanos mediante coacción.
Hay un poder de decisivo alcance inherente a la naturaleza misma del aparato del Estado. Todas las demás personas y los restantes grupos de la sociedad (salvo algunos conocidos y esporádicos casos delictivos de los ladrones y atracadores de bancos) obtienen sus rentas por procedimientos voluntarios: bien vendiendo bienes y servicios al público o por donaciones surgidas de la libre voluntad (por ejemplo, por afiliación a un club o a una asociación, o por herencia). Sólo el Estado consigue sus ingresos mediante coacción, amenazando con graves castigos a quienes se nieguen a entregarle su parte. A esta coacción se la llama «impuestos», aunque en épocas de lenguaje menos refinado se la conocía con el expresivo nombre de «tributos». La contribución es, pura y simplemente, un robo, un robo a grande y colosal escala, que ni los más grandes y conocidos delincuentes pueden soñar en igualar. Es una apropiación coactiva de las propiedades de los moradores (o súbditos) del Estado.
El lector escéptico puede llevar a cabo un instructivo ejercicio mental intentando dar una definición del concepto de impuestos o tributos que no incluya también la acepción de robo. Como el ladrón, el Estado exige, como a punta de pistola, nuestro dinero; si el contribuyente se niega a pagar, se le quitan sus activos por la fuerza, y si intenta resistirse a esta depredación es arrestado o incluso tiroteado si persiste en su negativa. Cierto que los defensores del Estado afirman que los impuestos son «realmente» voluntarios; pero basta imaginar —para refutar de una manera simple e instructiva semejante pretensión— lo que ocurriría si el Estado declarase abolidos los impuestos y se contentara con lo conseguido mediante aportaciones voluntarias. ¿Alguien cree realmente que seguiría entrando en las arcas públicas algo ni remotamente comparable a las ingentes sumas que recauda el Estado? Es probable que ni siquiera los teorizadores que proclaman que los castigos nunca hacen desistir de la comisión de delitos se atreverían a sostener aquí tal hipótesis. Estaba muy en lo cierto el gran economista Joseph Schumpeter cuando escribía áridamente que «la teoría que construye los impuestos en analogía con las cuotas de un club o la compra de los servicios digamos de un médico sólo demuestra cuán lejos se mueve esta parte de las ciencias sociales de los hábitos científicos de la mente.»2
Algunos economistas han defendido recientemente que los impuestos son «realmente» voluntarios porque es el método que garantiza que cada uno paga por proyectos deseados por todos. Se asume, por ejemplo, que todos desean que el gobierno construya un dique en una zona determinada; pero mientras que A y B contribuyen voluntariamente al proyecto, no es seguro que C y D no intentarán escurrir el bulto y rehuir sus responsabilidades. Por consiguiente, los individuos A, B, C, D…, todos ellos dispuestos a contribuir a la construcción del dique, convienen en ejercer coacción los unos sobre los otros a través de los impuestos, que dejan de ser, en consecuencia, una coacción real. Pero esta teoría presenta muchas lagunas. Hay, en primer lugar, contradicciones internas entre voluntariedad y coacción: que la coacción sea de todos contra todos no la convierte en voluntaria. En segundo lugar, incluso admitiendo de momento que todos los individuos estuvieran dispuestos a contribuir a la construcción del dique, no hay modo de asegurar que la contribución impuesta a cada uno de ellos no sea superior a lo que aceptarían pagar voluntariamente, aunque todos contribuyan. El gobierno puede imponer 1.000 dólares a Pérez, cuando éste sólo querría abonar 500. La cuestión es que precisamente porque los impuestos son obligatorios, no existe modo de garantizar (como hace automáticamente el mercado) que la suma con que cada uno contribuye es la que «realmente» estaría dispuesto a entregar si las aportaciones fueran voluntarias. En la sociedad libre, el consumidor que compra libremente un receptor de televisión por 200 dólares demuestra, con su libre elección, que el aparato tiene para él más valor que los 200 dólares que entrega a cambio; es decir, esta cantidad es un pago voluntario. Del mismo modo, el miembro de un club que, en una sociedad libre, abona 200 dólares anuales de cuota, demuestra que entiende que los beneficios que le reporta la pertenencia al club valen como mínimo esa suma. Pero en el caso de los impuestos, el hombre que los paga bajo amenaza de coacción no demuestra ningún tipo de preferencia voluntaria por ninguno de los beneficios que supuestamente recibe a cambio. En tercer lugar, el argumento prueba demasiado. A través del recurso a la imposición fiscal puede extenderse la oferta no sólo a los diques, sino a cualquier tipo de servicios. Supongamos que la Iglesia Católica hubiera conseguido establecer en algún país un sistema de impuestos; en tal caso, tendría indudablemente una dimensión mucho mayor que la que tendría si se basara en las aportaciones voluntarias. ¿Se podría aquí seguir argumentando que este establishmen es «realmente» voluntario, porque cada cual puede coaccionar a los demás para que paguen, de modo que todos abonan la cuota debida? Y, en cuarto lugar, la argumentación se eleva a alturas místicas. ¿Cómo puede saber cada
uno que todos los demás pagan de verdad sus impuestos voluntariamente, fundándose en este sofisticado razonamiento? ¿Quién —desde un punto de vista medioambiental— se opondría a la construcción del dique per se? ¿Es su contribución «realmente» voluntaria? ¿Sería también voluntario el pago, por parte de protestantes y ateos, de la contribución impuesta por la Iglesia Católica de nuestro ejemplo anterior? ¿Y qué decir del creciente número de libertarios en nuestra sociedad, que se oponen por principio a todas las acciones del gobierno? ¿En qué puede basarse esta argumentación para sostener que pagan su contribución de forma «realmente voluntaria»? La verdad es que basta la presencia de un solo libertario o de un anarquista en un país para echar por tierra, ya por esta sola razón, el argumento de que los impuestos son «realmente voluntarios».
Se ha argumentado también que en los gobiernos democráticos el acto de votar convierte en genuinamente «voluntarios» tanto al gobierno como a todas sus obras y facultades. Pero también aquí se han deslizado varias falacias en el razonamiento. En primer lugar, incluso en el caso de que la mayoría de los ciudadanos apruebe específicamente todas y cada una de las acciones concretas del gobierno, esto sería sencillamente tiranía de la mayoría, no un acto voluntariamente realizado por cada una de las personas del país. El asesinato es asesinato, y el robo es robo, ya lo cometa un individuo, un grupo o la mayoría de los ciudadanos de un área territorial determinada. El hecho de que la mayoría pueda aprobar o perdonar un latrocinio no disminuye en nada la esencia delictiva de la acción ni su grave injusticia. De lo contrario, nos veríamos obligados a confesar que en ninguno de los judíos eliminados por el gobierno nazi, democráticamente elegido, puede hablarse de asesinato, sino de «suicidio voluntario»: conclusión ciertamente grotesca, pero lógicamente impecable de la teoría de la «democracia voluntaria». En segundo lugar, en una república, en cuanto contrapuesta a la democracia directa, los ciudadanos no votan a favor o en contra de unas medidas específicas, sino que eligen «representantes» dentro de listas electorales; una vez elegidos, estos representantes pueden imponer su voluntad durante un determinado periodo de tiempo. No son nuestros verdaderos «representantes» en ningún sentido legal; en una sociedad libre, en efecto, el jefe o el director nombra o comisiona a sus agentes o representantes individualmente y puede despedirlos cuando quiere. Como escribió el gran politólogo y constitucionalista anarquista Lysander Spooner:
Ellos [los funcionarios que acceden al gobierno en virtud de las elecciones] no son nuestros servidores, ni nuestros agentes o representantes… No podemos hacernos responsables de sus actos. Si un hombre es mi servidor, mi agente o mi abogado, asumo necesariamente la responsabilidad de todos los actos que ejecuta dentro de los límites de los poderes que le he conferido. Si le he investido, en cuanto agente mío, de poderes absolutos, o de poderes sobre las personas o sobre las propiedades de otros hombres, salvo yo mismo, me hago en el acto y necesariamente responsable de todas las demás personas y de todos los daños que pueda causar, siempre que actúe dentro de los límites del poder que le he conferido. Pero ningún ciudadano que se sienta perjudicado en su persona o en sus propiedades por decisiones del Congreso puede acercarse a los electores concretos y exigirles responsabilidades por los actos de sus llamados agentes o representantes. Y esto demuestra que los presuntos agentes del pueblo, de todos y cada uno de los ciudadanos, no son, en realidad, agentes de nadie.3
Pero es que, además, incluso en sus propios términos, es difícil establecer a través de los votos la regla de la «mayoría», y mucho menos aún si se la entiende como aprobación voluntaria de las acciones del gobierno. En los Estados Unidos, por ejemplo, acude a votar menos del 40 por ciento de los electores; de ellos, puede darse el caso de que el 21 por ciento opte por un candidato y el 19 por ciento por otro. Mal puede decirse que este 21 por ciento establece la regla de la mayoría y menos aún el consentimiento voluntario de todos los ciudadanos. (En un sentido —y aparte completamente de la cuestión de la democracia y de los votos— todo gobierno, sea el que fuere, se apoya en la «mayoría». Abordaremos este problema más adelante.) Y, finalmente, ¿en virtud de qué se fijan los impuestos sobre todos y cada uno, con independencia de si han votado o no, o más en particular, si han votado por el candidato vencedor? ¿Cómo puede dar a entender quien no ha votado, o quien ha votado por el perdedor, que aprueba las acciones del gobierno elegido?
Ni los votantes ni el gobierno pueden fijar a través de los votos nada parecido a un consentimiento voluntario. Como subraya con firmeza Spooner:
Lo cierto es que en el caso de cada ciudadano particular, no puede entenderse su voto actual como prueba de consentimiento… Al contrario, debe considerarse que el ciudadano se encuentra, sin que le hayan pedido su consentimiento, rodeado por un gobierno al que no puede resistir; un gobierno que le fuerza a pagar dinero, a prestar servicios y a olvidarse de ejercer muchos de sus derechos naturales, bajo la amenaza de pesados castigos. Ve también que otros ciudadanos ejercen tiranía sobre él mediante el uso de las papeletas. Ve además que si se decide a utilizar su voto, tiene alguna oportunidad de liberarse de la tiranía de otros, sometiéndolos a su poder. En suma, se encuentra —sin su consentimiento— en tal situación que si utiliza las papeletas se convierte en el amo; y si no las usa, en esclavo. Y no hay otra alternativa. Tiene que elegir una de las dos cosas. Para autodefenderse, elige la primera. Su caso es parecido al del hombre forzado a entrar en combate, donde debe matar o morir. El hecho de que, para salvar su vida en la batalla, un hombre intente apoderarse de la vida de sus oponentes, no demuestra que haya elegido la batalla por su propia voluntad. Y lo mismo ocurre en las contiendas por las papeletas —simples sucedáneos de las balas—. El ciudadano las utiliza como su única oportunidad de autodefensa, pero de aquí no puede deducirse que entra por su propia voluntad en la contienda y que renuncia libremente a todos sus derechos naturales, en una apuesta contra todos los demás, para resultar ganador o perdedor por el simple poder de los números…
Es indudable que hasta los hombres más miserables bajo los más opresores gobiernos del mundo recurrirían a las papeletas si vieran en ellas una posibilidad de mejorar su situación. Pero de aquí no cabe deducir legítimamente que el gobierno mismo que les exprime haya sido voluntariamente elegido, y ni siquiera tolerado, por ellos.4
Si, pues, los impuestos son obligatorios, forzosos y coactivos y, por consiguiente, no se distinguen del robo, se sigue que el Estado, que subsiste gracias a ellos, es una organización criminal, mucho más formidable y con mucho mejores resultados que ninguna mafia «privada» de la historia. Y debe tenérsele por criminal no sólo a tenor de la teoría del delito y de los derechos de propiedad expuesta en este libro, sino también a tenor de las concepciones comunes del género humano, que siempre ha considerado que el robo es un delito. Como ya hemos visto, el sociólogo alemán del siglo XIX Franz Oppenheimer describió sucintamente el tema cuando puso de manifiesto que hay dos modos, y sólo dos, de alcanzar riqueza en la sociedad: a) mediante producción y libre intercambio con otros (el método del libre mercado); y b) mediante expropiación por la fuerza de la riqueza producida por otros. Este segundo es el método de la violencia y del robo. El primero beneficia a todos los participantes; el segundo beneficia parasitariamente a la clase o el grupo saqueador a expensas de los saqueados. Oppenheimer denomina tajantemente al primer método de obtención de riqueza «los medios económicos» y al segundo «los medios políticos». Y, dando un paso más, definió brillantemente al Estado como «la organización de los medios políticos».5
No existe ninguna descripción tan vibrante y luminosa de la naturaleza del Estado en cnanto organización delictiva como la que ofrece el siguiente pasaje de Lysander Spooner:
Es verdad que según la teoría de nuestra Constitución todos los impuestos se pagan voluntariamente; que nuestro gobierno es una compañía de seguros mutuos en la que los ciudadanos entran libremente, junto a todos los demás…
Pero esta teoría de nuestro gobierno es radicalmente distinta de lo que ocurre en la realidad. La realidad es que el gobierno, como cualquier salteador de caminos, le dice al ciudadano: «La bolsa o la vida.» Y son muchos, por no decir casi todos, los impuestos que se pagan bajo la coacción de esta amenaza.
Cierto que el gobierno no acecha al viajero en un paraje solitario, salta sobre él, le aparta del camino y, apuntándole a la cabeza con la pistola, procede a vaciarle los bolsillos. Pero no por eso el robo es menos robo; y resulta mucho más cobarde y humillante.
El salteador asume la responsabilidad total, los riesgos y peligro y el carácter delictivo de sus actos. No pretende tener cierto derecho a reclamar vuestro dinero ni afirma que lo empleará en vuestro propio beneficio. No. Lo único que pretende es ser ladrón. No acumula desvergüenza suficiente para proclamar que es vuestro «protector» y que se apodera del dinero de los ciudadanos contra su voluntad sólo para «proteger» a estos fatuos viajeros que se creen perfectamente capacitados para defenderse por sí mismos o que no saben apreciar su peculiar sistema de protección. Es demasiado sensible como para pretender tales cosas. Además, una vez que se ha apoderado de vuestro dinero, os deja ir donde queráis. No insiste en seguiros por la carretera y en contra de vuestros deseos, asumiendo que vuestro derecho es «soberano» debido a la «protección» que os proporciona. No persiste en protegeros a base de ordenaros que os inclinéis ante él y le sirváis; a base de ordenaros hacer esto y prohibiros hacer aquello; a base de robaros el dinero tantas veces cuantas le interese o le plazca; a base de tacharos de rebelde, traidor y enemigo de vuestro país y de patearos sin piedad si discutís su autoridad, si oponéis resistencia a sus demandas. Es demasiado caballero como para hacerse culpable de imposturas, insultos y villanías como ésas. En una palabra: se contenta con robaros; no intenta convertiros en su bufón o su esclavo.6
Resulta instructivo averiguar por qué el Estado —a diferencia del salteador de caminos— crea en torno a sí la aureola de una ideología de legitimidad, por qué se entrega a todas las hipocresías descritas por Spooner. La razón es que el salteador no es un miembro visible, permanente, legal o legítimo de la sociedad, y menos aún un miembro honorable de la misma. Se mantiene siempre a distancia de sus víctimas y del Estado. Al Estado, en cambio, a diferencia de las bandas de atracadores, no se le considera una organización criminal; al contrario, sus validos suelen escalar los puestos más elevados de la jerarquía social. Estos puestos le permiten al Estado alimentarse de sus víctimas, ya que la mayoría de estos privilegiados le presta su apoyo o, cuando menos, se resigna a sus procedimientos expoliadores. De hecho, la función de los validos ideológicos del Estado y de sus aliados consiste precisamente en explicar al público que el Emperador va vestido con riquísimas telas. Sintetizando, los ideólogos deben intentar hacer ver que mientras que el robo cometido por una o varias personas o grupos es un acto delictivo, cuando es el Estado el que lo perpetra no es robo, sino una acción legítima, santificada bajo la advocación de «impuestos». Tienen que explicar que el asesinato cometido por una o varias personas o grupos es malo y debe ser castigado, pero cuando quien mata es el Estado no hay tal asesinato, sino una acción exaltada y reconocida como «guerra» o «represión de subversiones internas». Deben hacer comprender que mientras que los secuestros o la esclavitud son malos y deben ser declarados ilícitos cuando son cometidos por individuos o grupos privados, no son tal cosa si los comete el Estado, sino «servicio militar obligatorio»: un acto necesario para el bien público y para las exigencias mismas de la moral. La función de los ideólogos al servicio del Estado es tejer los falsos ropajes del emperador para inducir a los ciudadanos a la aceptación de un doble rasero: que cuando el Estado comete los más graves y execrables crímenes no hace en realidad tal cosa, sino que lleva a cabo una tarea necesaria, adecuada, vital, ejecutada incluso —en edades pasadas— por mandato divino. El éxito secular de los ideólogos del Estado es probablemente la más gigantesca trampa de la historia del género humano.
La ideología ha tenido desde siempre una fundamental importancia para la continuidad de la existencia del Estado, como lo demuestra el constante recurso a la misma ya desde los primeros imperios orientales. El contenido específico de cada ideología cambia, por supuesto, según las diferentes condiciones y culturas. En el despotismo oriental, el emperador contaba a menudo con el respaldo del clero, que proclamaba su origen divino; en nuestra época, más secularizada, el argumento se centra preferentemente en el «bien público» y en el «bienestar general». Pero el propósito es siempre el mismo: convencer a los ciudadanos de que lo que el Estado hace no es, en contra de lo que pudiera creerse, un delito a gigantesca escala, sino algo necesario y vital, que debe ser secundado y obedecido. La razón de que la ideología tenga tan decisiva importancia para el Estado es que éste siempre se apoya, en última instancia, en el respaldo que le presta la mayoría de los ciudadanos. De la calidad de este respaldo depende que el Estado sea una «democracia», una dictadura o una monarquía absolutista. El respaldo se fundamenta en la voluntad de la mayoría (no —insistamos en ello— en la de cada individuo concreto) de ponerse de parte del sistema para pagar impuestos, para combatir, sin excesivas quejas, en las guerras del Estado, para obedecer las normas y los decretos estatales. No es preciso, para que este respaldo sea eficaz, que llegue al entusiasmo; basta la resignación pasiva. Pero debe haber algún soporte. Si la masa del pueblo estuviera realmente convencida de la ilegitimidad del Estado, si llegara a persuadirse de que el Estado no es ni más ni menos que una pandilla de bandidos con amplias facultades ejecutivas, se desplomaría rápidamente y no pasaría de la condición y la extensión de una mafia cualquiera. De ahí la necesidad en que se encuentra el Estado de contar con una nutrida nómina de ideólogos. Y de ahí también la necesidad de la secular alianza con la Corte de los Intelectuales, encargados de urdir la trama de la defensa de las funciones del Estado.
El primer politólogo moderno que acertó a comprender que todos los Estados se apoyan en la opinión de la mayoría fue el libertario francés del siglo XVI Etienne de La Boéthie, en su Discurso sobre la esclavitud voluntaria. La Boéthie advirtió que el Estado tiránico es siempre una minoría de la población y que, por consiguiente, su prolongado dominio despótico debe sustentarse en su legitimidad ante los ojos de la mayoría explotada, es decir, en lo que más adelante habría de llamarse «la ingeniería del consenso». Dos siglos más tarde, David Hume —con muy escasas dosis de libertario— llevó adelante un análisis similar. El contraargumento de que, con las armas modernas, una fuerza minoritaria puede mantener permanentemente sometida a una mayoría hostil ignora el hecho de que también la mayoría puede poseer armas y de que la fuerza armada minoritaria puede amotinarse o pasarse al bando de las masas populares.7
Así, pues, la constante necesidad de una ideología convincente ha inducido, desde siempre, al Estado a contar con la colaboración de los intelectuales que forjan la opinión pública. En el pasado, esta clase intelectual estaba invariablemente compuesta por los sacerdotes, de donde, como ya hemos señalado antes, la multisecular alianza de la Iglesia y el Estado, el trono y el altar. En nuestros días desempeñan una parecida función ideológica en apoyo del poder del Estado, entre otros, los economistas «científicos» y los «gerentes de la seguridad nacional».
Reviste particular importancia para el Estado en el mundo moderno —en un momento en que es patente que ya ha dejado de ser viable la Iglesia establecida— hacerse con el control del sistema educativo para poder moldear las mentes de sus súbditos. Además de la influencia ejercida en las universidades a través de las múltiples modalidades de subvenciones oficiales y en los centros de estudios superiores de titularidad estatal directa, los gobiernos controlan la educación en sus niveles inferiores mediante las universales instituciones de la enseñanza pública, los certificados, los permisos y las condiciones que el Estado impone a los centros privados, además de la normativa que fija la asistencia obligatoria a los centros escolares. A todo ello se añade el control virtualmente total de la radiotelevisión, bien porque es de titularidad pública en la mayoría de los países o bien porque, a través de la nacionalización de las ondas, las autoridades se reservan la facultad (por ejemplo en Estados Unidos) de conceder —o de negar— a los centros emisores privados la utilización de estas frecuencias y canales.8
Así es que, en virtud de su propia naturaleza, el Estado debe quebrantar las leyes morales a las que la mayoría de los ciudadanos dan su asentimiento. Esta mayoría admite, en efecto, la injusticia y el carácter delictivo del robo y del asesinato. Las costumbres, normas y leyes de todas las sociedades condenan estos actos. El Estado se encuentra siempre, por tanto, en una posición vulnerable, a pesar de su aparente poder multisecular. Debe procederse con particular urgencia a ilustrar a los ciudadanos acerca de la genuina esencia del Estado, de modo que sepan ver que viola normalmente los imperativos, de generalizada aceptación, contra los latrocinios y los homicidios, y comprendan que tiene que violar necesariamente leyes morales y penales asumidas por la mayoría de las personas.
Hemos visto claramente por qué el Estado necesita a los intelectuales. Pero, ¿por qué los intelectuales necesitan al Estado? Dicho en términos llanos, porque los intelectuales, cuyos servicios están, con frecuencia, muy lejos de ser ávidamente demandados por la masa de los consumidores, pueden encontrar un «mercado» mucho más seguro para sus talentos en los brazos del Estado. El Estado puede proporcionarles el poder, el prestigio y la riqueza que no pueden conseguir a través de los intercambios voluntarios. Durante siglos, muchos intelectuales (aunque no todos, por supuesto) han perseguido la meta del Poder, la realización del ideal platónico del «rey filósofo». Escuchemos, por ejemplo, el grito salido del corazón de un distinguido discípulo de Marx, el profesor Needham, en protesta por la agria crítica lanzada por Karl Wittfogel contra la alianza de los intelectuales y el Estado en el despotismo oriental: «La civilización tan duramente atacada por el profesor Wittfogel fue capaz de tener a sabios y poetas en las filas de sus funcionarios.» Y añade: «Los sucesivos emperadores [chinos] se sirvieron, a lo largo de todas las épocas, de la numerosa compañía de sabios profundamente humanos y desinteresados.»9
Al parecer, esto le bastaba al profesor Needham para justificar el despotismo absoluto del antiguo Oriente.
Pero no es preciso remontarse a edades remotas. En el siglo XIX, los profesores de la Universidad de Berlín proclamaron su propósito de convertirse en el «cuerpo de guardia intelectual de la dinastía de los Hohenzollern». En la América actual contamos con el eminente politólogo y profesor Richard Neustadt, que saluda al Presidente como «el símbolo único, similar a la Corona, de la Unión». Tenemos a uno de los responsables de la Seguridad Nacional, Townsend Hoopes, capaz de escribir que «en nuestro sistema, al pueblo le basta con mirar a su Presidente para determinar la naturaleza tanto de los problemas de nuestra política exterior como de los programas nacionales, y los sacrificios necesarios para conseguir que sean efectivos». Y la correspondiente afirmación de Richard Nixon, que, en vísperas de su elección como Presidente, definía en los siguientes términos su función: «Debe [el Presidente] articular los valores de la nación, definir sus objetivos y organizar su voluntad.» La concepción que Nixon tiene de su misión presenta un inconfundible parecido con la formulación del erudito Ernst Huber, en la Alemania de los años 30, en su Ley constitucional del Imperio Germánico. Huber escribió que el jefe del Estado «marca los grandes objetivos que se deben perseguir y traza los planes para la utilización de todos los recursos de la nación con el propósito de alcanzar e implantar los objetivos comunes… Da a la vida nacional su verdadero valor y su auténtico sentido.»10
El Estado es, pues, una organización criminal coactiva que se apoya en la institución de un sistema de impuestos-latrocinios de amplia escala y se mantiene impune porque se las ingenia para conseguir el respaldo de la mayoría (no, digámoslo una vez más, de cada uno de los ciudadanos), al asegurarse la colaboración y la alianza de un grupo de intelectuales que crean opinión y a los que recompensa con una participación en la esfera de su poder y de su botín. Pero hay todavía otro aspecto vital del Estado que merece nuestra atención. Suele aducirse en favor de su existencia un argumento crítico que analizamos a continuación, a saber, el supuesto implícito de que el aparato estatal posee real y propiamente hablando el área territorial sobre la que reclama jurisdicción. El Estado, en suma, se otorga a sí mismo el monopolio de la capacidad de formular las decisiones últimas en un área territorial determinada, mayor o menor según las circunstancias históricas, y en las regiones que puede arrebatar a otros Estados. Si se puede decir realmente que el Estado posee su territorio, entonces también le compete la función de fijar las reglas a que han de atenerse cuantos pretenden vivir en él. Puede legítimamente apoderarse de o controlar la propiedad privada, porque en realidad no existe tal tipo de propiedad una vez que se admite que es el Estado el que posee toda la superficie del país. Puede, pues, afirmarse que cuando el Estado permite a sus súbditos vivir en sus dominios actúa exactamente igual que cualquier otro propietario que fija las reglas que deben acatar cuantos habitan en su propiedad. (Ésta parece sella única justificación del rudo eslogan: «América, la amas o la dejas», así como del enorme énfasis con que generalmente se defiende el derecho de los individuos a abandonar un país.) Resumiendo, estateoría convierte al Estado, a imitación de los monarcas de la Edad Media, en supremo señor feudal que posee, al menos teóricamente, todas las tierras de sus dominios. El hecho de que el Estado reclame invariablemente como suyos (en cuanto que son «del dominio público») todos los nuevos y desconocidos recursos —ya sean tierras vírgenes o lagos— es un reflejo implícito de esta doctrina.
Pero nuestra teoría de la colonización, ya descrita en capítulos anteriores, echa por tierra este tipo de pretensiones del aparato estatal. ¿En virtud de qué extraño derecho pueden los criminales del Estado reivindicar la propiedad de un área territorial? Ya es bastante malo que se hayan apoderado del control de las decisiones últimas sobre tales áreas. ¿Qué criterio puede invocarse para concederles además la propiedad legítima de todo el territorio?
Puede definirse al Estado como la organización que posee alguna de las dos (o las dos, como sucede de ordinario) siguientes características: a) adquiere sus activos mediante coacción física (impuestos); y b) pone en marcha un monopolio obligatorio de poder y de capacidad de formulación de las decisiones últimas en un determinado territorio. Ambas actividades son esenciales para el Estado y configuran necesariamente una agresión y una depredación delictivas de los justos derechos de propiedad de sus súbditos (incluido el derecho de autoposesión). La primera constituye y establece un latrocinio a gran escala, y la segunda prohibe la libre competencia entre las agencias dedicadas a la defensa y a la elaboración de las decisiones dentro de un área territorial dada, y más en concreto la compra-venta voluntaria de los servicios de la defensa y la justicia.11 De ahí la muy justa crítica al Estado del teórico libertario Albert Jay Nock: «El Estado reclama y ejerce el monopolio del crimen» dentro de una zona dada. «Prohibe los asesinatos privados, pero organiza los asesinatos a gran escala. Castiga el robo privado, pero se apodera, sin el menor escrúpulo, de todo cuanto le apetece, ya sea propiedad de sus súbditos o de ciudadanos extranjeros.»12
Debe insistirse en el hecho de que el Estado no utiliza la coacción tan sólo para adquirir sus propios activos, contratar propagandistas que promuevan y acrecienten su poder y arrogarse y consolidar el monopolio forzoso de funciones tan vitales como la protección policial, la extinción de incendios, el transporte y los servicios postales. Es que, aparte esto, realiza otras muchas funciones, de ninguna de las cuales puede decirse en ningún sentido que sea de interés público. Utiliza su monopolio de la fuerza para alzarse, como señala Nock, con el «monopolio del crimen»: para controlar, regular y coaccionar a sus desventurados súbditos. A veces, llega hasta controlar la moralidad y la existencia cotidiana de sus subordinados. El Estado utiliza sus rentas, conseguidas por medios coactivos, no sólo para monopolizar y proporcionar de forma incompetente servicios genuinos al público, sino también para construir sobre ellos su propio poder a expensas de sus explotados y acosados súbditos, para redistribuir la renta y la riqueza desde el público hasta él mismo y sus aliados, y para controlar, dominar y coaccionar a los habitantes de su territorio. Por consiguiente, en una sociedad auténticamente libre, en una sociedad en que se respeten los derechos individuales de la persona y de la propiedad, el Estado debería necesariamente dejar de existir. Tendrían que desaparecer sus miríadas de acciones invasoras y agresivas, sus vastas depredaciones de los derechos de la persona y de la propiedad. Quedarían, al mismo tiempo, totalmente abiertos a la libre competencia y a los pagos voluntariamente elegidos por los consumidores los genuinos servicios que el Estado intenta torpemente proporcionar.
Se descubre así claramente y sin tapujos la grotesca actitud de los conservadores típicos que reclaman del gobierno el reforzamiento de las definiciones conservadoras de la «moralidad» (por ejemplo, para declarar ilegal la supuesta inmoralidad de la pornografía). Aparte otras sólidas razones en contra de la moralidad impuesta (entre ellas, que ninguna acción no elegida libremente puede ser tenida por «moral»), es a todas luces ridículo encomendar la función de guardián de la moralidad pública al grupo más comúnmente criminal (y, por tanto, más inmoral) de la sociedad: al Estado.

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