Por: Luis I. Gómez
No pocas veces me encuentro sumido en interminables discusiones sobre
el sentido y sinsentido de las estructuras estatales, del Estado como
“ente” en sí mismo. Repasando alguna de ellas en este u otros blogs, me
llama la atención la presencia repetitiva de ciertos argumentos que creo
conforman la esencia verdadera, el corazón de todo pensamiento
estatista. Creo intuir que son tres los pilares básicos de toda
argumentación estatista:
La fe: los partidarios del intervencionismo estatal persiguen
regularmente objetivos humanitarios – sinceramente, pretenden lograr
mayores quotas de bienestar para sus vecinos. En la mayoría de los
casos, es una percepción casi obscurantista del Estado la que ayuda de
forma definitiva a considerarlo como un medio o instrumento conveniente
para tales fines. Me explico.
El Estado es percibido como una especie de
institución omnipresente, omnipotente y omnisciente, que mediante una
forma indefinida de “magia” (fruto acaso de la perfección evolucionista)
es capaz de solucionar prácticamente cualquier problema. Ésa es la
razón por la que desaparece la curiosidad por saber exactamente cómo
funcionan los monopolios del poder y sus agentes. Más aún, nadie se
pregunta si realmente la “institución” es la más adecuada para
solucionar un problema concreto. Nos encontramos ante una especie de
credulidad indiferenciada y no pocas veces indiferente. Es sobre ese
abono que germinan y crecen argumentos del tipo: “No puede ser que se
abuse de los niños, los trabajadores sociales deberían controlar mejor a
las familias” Cualquier pregunta sobre las posibles desventajas de la
solución propuesta, sobre la cualificación de los agentes sociales para
llevar a cabo la tarea o sobre la base moral de tales intervenciones
desaparece, víctima de la fe inquebrantable en el poder infalible del
Estado.
La inversión de la carga de la prueba: Hay quien exige – con toda
razón – que quien reclama el uso de la fuerza para limitar el libre
albedrío debe, imprescindiblemente, demostrar la necesidad de la medida
propuesta, contrariamente a quien defiende el libre albedrío frente al
poder. En la vida real, sin embargo, nos encontramos por lo general con
el fenómeno contrario. No se discute o se critica el sentido o
sinsentido de la intervención estatal, sino sobre los posibles peligros
que conllevaría la no-intervención del Estado. En nuestro ejemplo, la
pregunta dominante sería: “qué le puede ocurrir a un niño si el estado
no vigila a las familias?” Lo que convierte la intervención estatal en
una “saludable” forma de prevención. Nos encontramos así en una
situación en la que el defensor de la libertad es quien debe demostrar
que la ausencia de medidas de fuerza (vigilancia del Estado) es la mejor
propuesta posible. Esta regla básica del “in dubio pro potestas” nos
lleva en última consecuencia a la situación que me permito explicarles
de la mano de un “Ministerio para Asuntos del Sol”. El Ministerio para
Asuntos del Sol fué creado desde el consenso según el cual la luz del
sol es beneficiosa y la institución mágica Estado debe asumir la tarea
de proteger y fomentar el número de días de sol. Si llegase un liberal
manifestando que tal Ministerio no es más que una forma de derrochar el
dinero de los contribuyentes y exigiendo su eliminación, el estatista le
respondería: “Pero fíjate, ahora sólo esta nublado cada tres días.
Quién sabe lo que ocurriría si eliminásemos ese ministerio, le debemos
tanto al sol! Puedes tú, liberal, garantizarme que no disminuirán los
días de sol? No puedes, no. Por eso lo mejor es mantener el ministerio.”
La imagen del ser humano: Tanto los estatistas ingenuos como los
humanistas, ambos objeto de este escrito, tienen en común una imagen
esquizofrénica del ser humano. En otras palabras: se le atribuyen o
presuponen al prójimo las cualidades negativas que niegan vehementemente
cuando de sí mismos se trata. El estatista parte de la base según la
cual sus prójimos son, o menos responsables o más ignorantes que él
mismo. Volviendo a nuestro ejemplo de la protección de niños en la
familia, el estatista argumentaría: “Sí, naturalemente que me ocupo de
mis hijos, pero otros no lo hacen, son demasiado cómodos o amorales. Por
eso la escuela obligatoria y la formación en ella por parte del Estado
es tan importante: de no existir, asistiríamos al envilecimiento de los
niños. Algunos incluso pondrían a trabajar a sus hijos” Desde este punto
de vista queda cerrado el círculo de pensamiento estatista: la
presupuesta incompetencia del prójimo es el complemento ideal de la
presupuesta omnisciencia del Estado poderoso. Ambas ideas juntas no sólo
propician la defensa de la intervención estatal: si las combinamos con
el principio de la inversión de la la carga de la prueba, prohíben “per
se” el riesgo de cualquier experimento “liberal”.
No olvidemos, de todas formas, que este estatismo ingenuo-humanista
apenas si juega un papel secundario en la realidad de un Estado. La gran
mayoría de las intervenciones del Estado se limitan, simple y
llanamente, a proporcionar ventajas para un grupo a costa de otro grupo.
Sin esas ventajas como resultado final, no habría motivos para los
agentes del estado a la hora de realizar una intervención. Pero el
estatismo ingenuo-humanista es indispensable para la legitimación, el
fundamento psicológico de la acción del Estado. Incluso las más absurdas
ventajas proporcionadas por el estado se recubren así del manto
humanista, de manera especial en los estados de bienestar occidentales.
He de reconocer a los ciudadanos inanimados de estos estados sus buenas
intenciones; después de todo, el Estado no sólo se basa en su capacidad
de violencia, también en la anuencia de sus sujetos. Y, aunque tal
anuencia es perfectamente comprable, ello no encajaría en el marco moral
de la mayoría de los ciudadanos. La Causa Justa se convierte así en el
corazón del estatismo, es la que posibilita el sueño tranquilo y libre
de remordimientos de los abogados de la represión.
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