Ignacio Moncada
La irrupción de Podemos en la escena política española ha pillado a PP y PSOE ideológicamente desarmados. Los partidos tradicionales llevan décadas sin plantear un debate de ideas de fondo. Han acostumbrado a la población a estériles discusiones en las que se tiran los trastos a la cabeza empleando la retórica partidista y el ataque personal. Pero detrás de la verborrea del típico político español no hay más respaldo filosófico que la pura sed de poder y el amor por el dinero ajeno.
De la eclosión de Podemos y otras coaliciones de izquierda radical pueden decirse muchas cosas. Lo que no puede decirse es que no pongan ideas, equivocadas o no, sobre la mesa. Iglesias, Monedero o Errejón llevan muchos años inmersos en el debate de las ideas, desarrollando argumentos y trabajando la comunicación política. Justo al contrario que las tradicionales formaciones que llevan décadas repartiéndose el poder en España: ni ideas, ni argumentos ni comunicación política. No hay más que fijarse en el propio presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, para encontrar al ejemplo paradigmático de político profesional que rehuye de cualquier debate de ideas de fondo y que descuida al máximo su comunicación política. Es por esto que, sin pólvora argumental, PP y PSOE se ven incapaces de dar la batalla de las ideas contra formaciones como Podemos.
El problema es que el proyecto de toma del poder de Podemos se basa en la clásica estrategia populista. El populismo, sea de izquierdas o derechas, detecta problemas y sufrimiento reales, realiza un diagnóstico erróneo y propone las soluciones equivocadas. Los remedios que plantean los populistas no tienen que funcionar, sino que han de ser fáciles de vender. Son falsas soluciones mágicas, atajos efectistas, intuitivos y en apariencia poco dolorosos que jamás tienen en cuenta las consecuencias de llevarlas a cabo. La finalidad no es solucionar los problemas, cosa que de hecho puede ir contra sus intereses, sino enfrentar a los ciudadanos en un falaz falso dilema: estás con nosotros o contra el pueblo.
El populismo apela al colectivo (pueblo, patria) como si fuera un ente homogéneo con idénticos intereses, objetivos y proyectos vitales. Y contra el pueblo, los populistas ponen en la diana enemigos comunes a los que culpar de todos los problemas, sean estos externos (los mercados, los alemanes, los yanquis, los inmigrantes) o internos (la casta, los ricos, la oligarquía, ciertas minorías religiosas). Las ideas de los populistas, habitualmente de un alto componente estatista, son así identificadas como las ‘ideas del pueblo’. Si no estás de acuerdo con ellas, por disparatadas que sean, entonces formas parte de la casta, sirves a la oligarquía o no eres un buen ciudadano. No importa que la mayoría vote a otras formaciones políticas: sólo los populistas representan al pueblo. Estás con ellos o contra ellos; estás con el pueblo o contra el pueblo.
El populismo envenena el debate político. Sobre todo cuando se inyecta en un escenario como el español, en el que las principales fuerzas políticas han renunciado al debate de las ideas. A partidos como PP y PSOE sólo les quedan dos alternativas. La primera es la campaña del miedo: “O nosotros o el caos”. Sí, les puede llegar a funcionar, pero también es fácil que sea interpretado como una señal de desesperación o debilidad argumental, y se vuelva contra ellos mismos. La segunda es, simplemente, copiar al populista, adoptar progresivamente sus ideas y tomar elementos de su retórica. Así, como un virus, el populismo se va propagando por la población y va infectando a otros grupos políticos. Como resultado, un país que ya antes tenía muchos problemas, pasa a tener los mismos más uno adicional: el populismo en todos los partidos.
¿Qué antídoto cabe contra la deriva populista? El discurso del miedo no sólo es probablemente inútil, sino que tampoco soluciona los problemas de fondo. La única manera de combatir el populismo de forma útil y constructiva, aunque ni mucho menos de éxito garantizado, es remangarse y dar la batalla de las ideas de forma rigurosa y honesta. Y, a mi entender, quien mejor puede hacer esto es el liberalismo. No sólo porque, aunque desde reductos minoritarios, los liberales no han abandonado el debate de las ideas y han seguido trabajando en ellas desde plataformas como el Instituto Juan de Mariana. Sino también porque, en mi opinión, el liberalismo es superior a sus alternativas: identifica mejor la causa de los problemas, plantea soluciones funcionales y, sobre todo, propone un modelo de cooperación pacífica y en libertad que es superior tanto desde el punto de vista económico como desde el ético. Sólo así, dando la batalla de las ideas con rigor y honestidad en nuestro día a día y desde los altavoces de los que dispongamos, podremos contribuir a despertar a muchas personas de la falsa ilusión de las soluciones mágicas y frenar el populismo de todos los partidos.
De la eclosión de Podemos y otras coaliciones de izquierda radical pueden decirse muchas cosas. Lo que no puede decirse es que no pongan ideas, equivocadas o no, sobre la mesa. Iglesias, Monedero o Errejón llevan muchos años inmersos en el debate de las ideas, desarrollando argumentos y trabajando la comunicación política. Justo al contrario que las tradicionales formaciones que llevan décadas repartiéndose el poder en España: ni ideas, ni argumentos ni comunicación política. No hay más que fijarse en el propio presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, para encontrar al ejemplo paradigmático de político profesional que rehuye de cualquier debate de ideas de fondo y que descuida al máximo su comunicación política. Es por esto que, sin pólvora argumental, PP y PSOE se ven incapaces de dar la batalla de las ideas contra formaciones como Podemos.
El problema es que el proyecto de toma del poder de Podemos se basa en la clásica estrategia populista. El populismo, sea de izquierdas o derechas, detecta problemas y sufrimiento reales, realiza un diagnóstico erróneo y propone las soluciones equivocadas. Los remedios que plantean los populistas no tienen que funcionar, sino que han de ser fáciles de vender. Son falsas soluciones mágicas, atajos efectistas, intuitivos y en apariencia poco dolorosos que jamás tienen en cuenta las consecuencias de llevarlas a cabo. La finalidad no es solucionar los problemas, cosa que de hecho puede ir contra sus intereses, sino enfrentar a los ciudadanos en un falaz falso dilema: estás con nosotros o contra el pueblo.
El populismo apela al colectivo (pueblo, patria) como si fuera un ente homogéneo con idénticos intereses, objetivos y proyectos vitales. Y contra el pueblo, los populistas ponen en la diana enemigos comunes a los que culpar de todos los problemas, sean estos externos (los mercados, los alemanes, los yanquis, los inmigrantes) o internos (la casta, los ricos, la oligarquía, ciertas minorías religiosas). Las ideas de los populistas, habitualmente de un alto componente estatista, son así identificadas como las ‘ideas del pueblo’. Si no estás de acuerdo con ellas, por disparatadas que sean, entonces formas parte de la casta, sirves a la oligarquía o no eres un buen ciudadano. No importa que la mayoría vote a otras formaciones políticas: sólo los populistas representan al pueblo. Estás con ellos o contra ellos; estás con el pueblo o contra el pueblo.
El populismo envenena el debate político. Sobre todo cuando se inyecta en un escenario como el español, en el que las principales fuerzas políticas han renunciado al debate de las ideas. A partidos como PP y PSOE sólo les quedan dos alternativas. La primera es la campaña del miedo: “O nosotros o el caos”. Sí, les puede llegar a funcionar, pero también es fácil que sea interpretado como una señal de desesperación o debilidad argumental, y se vuelva contra ellos mismos. La segunda es, simplemente, copiar al populista, adoptar progresivamente sus ideas y tomar elementos de su retórica. Así, como un virus, el populismo se va propagando por la población y va infectando a otros grupos políticos. Como resultado, un país que ya antes tenía muchos problemas, pasa a tener los mismos más uno adicional: el populismo en todos los partidos.
¿Qué antídoto cabe contra la deriva populista? El discurso del miedo no sólo es probablemente inútil, sino que tampoco soluciona los problemas de fondo. La única manera de combatir el populismo de forma útil y constructiva, aunque ni mucho menos de éxito garantizado, es remangarse y dar la batalla de las ideas de forma rigurosa y honesta. Y, a mi entender, quien mejor puede hacer esto es el liberalismo. No sólo porque, aunque desde reductos minoritarios, los liberales no han abandonado el debate de las ideas y han seguido trabajando en ellas desde plataformas como el Instituto Juan de Mariana. Sino también porque, en mi opinión, el liberalismo es superior a sus alternativas: identifica mejor la causa de los problemas, plantea soluciones funcionales y, sobre todo, propone un modelo de cooperación pacífica y en libertad que es superior tanto desde el punto de vista económico como desde el ético. Sólo así, dando la batalla de las ideas con rigor y honestidad en nuestro día a día y desde los altavoces de los que dispongamos, podremos contribuir a despertar a muchas personas de la falsa ilusión de las soluciones mágicas y frenar el populismo de todos los partidos.
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