SANTIAGO
– El número de gobiernos elegidos en las urnas que compiten por ser el
peor del mundo acaba de disminuir en dos. Robert Mugabe de Zimbabue
continúa en su cargo, al igual que Viktor Orban de Hungría. Polonia está
cayendo en el iliberalismo, mientras que regímenes que van desde África
del Norte a la región del Hindú Kush ya se encuentran en esa categoría.
Sin
embargo, en Argentina recién terminan doce años de arrogante autarquía
bajo Néstor y Cristina Kirchner. Y en Venezuela, su fuerte derrota en
las elecciones parlamentarias ciertamente marca el principio del fin de
los dieciséis años de abyecto chavismo. Todo esto es digno de aplauso.
En
Venezuela, todas las cartas estaban a favor del presidente Nicolás
Maduro, el sucesor de Hugo Chávez escogido por él mismo: prisión
arbitraria de líderes opositores, intimidación de manifestantes
contrarios al gobierno a manos de pandillas de matones, y lo que Human
Rights Watch delicadamente ha llamado "medidas agresivas para reducir la disponibilidad de medios de comunicación que tienen programación crítica".
No
obstante, la oposición consiguió dos tercios de los escaños del
parlamento monocameral. Ésta es la mayoría necesaria para que los
opositores de Maduro puedan enmendar la constitución, remover a los
jueces y reguladores politizados y, de ser menester, llamar a un
plebiscito para destituir a Maduro.
Dos
semanas antes, los votantes en las elecciones presidenciales en
Argentina también desafiaron las probabilidades, y le dieron una
estrecha victoria a Mauricio Macri en la segunda vuelta. Los Kirchner
nunca llegaron a los extremos del chavismo de encarcelar a opositores o
de cerrar canales de televisión. Pero no dudaron en emplear el poder del
estado para intentar perpetuarse en el poder, hostigando a los diarios
de la oposición, manipulando las investigaciones judiciales y aboliendo
la independencia del banco central.
Con
la economía estancada en Argentina y en caída libre en Venezuela, y la
inflación en ambos países entre las más altas del mundo, es obvio que
estas sorpresas electorales se vieron influidas por asuntos de bolsillo.
El auge y caída de los precios de los recursos naturales proveen una
posible interpretación: estos gobiernos podían ganar las elecciones
solamente mientras los ingresos provenientes de la exportación de
productos básicos permanecieran altos. Según este punto de vista, una
vez que colapsaron los precios del petróleo y de la soya, ninguna
triquiñuela antidemocrática, excepto la suspensión de las elecciones
(algo que se rumoreó intensamente en Venezuela) podría haber salvado a
los populistas de la derrota.
Pero,
esta explicación es demasiado simple. A pesar de la disminución de los
ingresos, ninguna de las dos administraciones escatimó gasto público
para alcanzar el triunfo. En Argentina, el déficit fiscal es el 7% del
PIB. En Venezuela, nadie lo sabe con exactitud, aunque algunos creen que podría llegar a un exorbitante 24% del PIB. Sin embargo, los votantes no se dejaron sobornar.
Esto
es comprensible. Después de todo, no hay dádiva gubernamental que pueda
contrapesar la sensación de inseguridad que se siente en los hogares y
en las calles. La tasa de homicidios en Venezuela, que llega a casi 54 de cada 100.000 personas,
es más del doble que la de Brasil y la de México, países con un
alarmante número de asesinatos. En Argentina, una nación
tradicionalmente tranquila, los delitos relacionados con las drogas han
ido en aumento. Uno de los tres mantras de la campaña de Macri fue
derrotar a las bandas de traficantes (los otros dos fueron pobreza cero y
fin a la corrupción).
No obstante, es imposible explicar los resultados de las elecciones en base a una sola variante.
En su influyente ensayo de 1997, "The Rise of Illiberal Democracy"
[El ascenso de la democracia iliberal], Fareed Zakaria acuñó el término
para referirse a países que llevan a cabo elecciones (con diversos
niveles de transparencia) para elegir a sus líderes, pero que al mismo
tiempo restringen las libertades civiles y democráticas. Bajo Chávez y
Maduro, Venezuela se ha convertido en una democracia de lleno iliberal.
Bajo los Kirchner, Argentina se encaminaba hacia esto. Sin embargo, los
aspirantes a autócratas fueron estrepitosamente derrotados.
En
última instancia, lo que muestran Argentina y Venezuela – y ésta es la
mala noticia para personas como Orban y el presidente de Rusia, Vladimir
Putin – es la fragilidad inherente de la democracia iliberal como
sistema político. En una autocracia abierta, se aplasta a los
intelectuales que se ocupan de la cosa pública, a los partidos liberales
y a las instituciones de la sociedad civil; bajo la democracia
iliberal, se los hostiga, pero la mayoría sobrevive.
Si
a esto se añade la existencia de tecnologías modernas que hacen que las
comunicaciones y la organización sean fáciles y de bajo costo, resulta
que el aspirante a autócrata enfrenta una combinación volátil. Cuando
las circunstancias objetivas y la correlación de fuerzas (para emplear dos conceptos anticuados) lo permiten, los ciudadanos emprenden acción.
Esto
es exactamente lo que sucedió tanto en Argentina como en Venezuela en
el período previo a las últimas elecciones. En la provincia de Buenos
Aires, donde reside casi el 40% de los votantes argentinos, María
Eugenia Vidal, de 42 años, perteneciente al partido de Macri, derrotó de
manera contundente al ex jefe de gabinete de Cristina Kirchner para
transformarse en la primera mujer gobernadora de la provincia. Las
organizaciones vecinales resultaron ser clave para vencer la maquinaria
política local de los peronistas, supuestamente la más fuerte de
Argentina. En Venezuela, estudiantes universitarios junto con ONG
diseñaron sistemas de monitoreo de las elecciones para que fuera más
fácil detectar fraudes potenciales por parte del gobierno.
Los
intentos por hacer iliberal la democracia en otras partes de América
Latina también están flaqueando. Los ecuatorianos se tomaron las calles
en protesta por la pretensión de su presidente, Rafael Correa, de ser
reelegido indefinidamente. En Nicaragua, no se están dejando pasar las
alianzas de su presidente sandinista, Daniel Ortega, con empresarios
locales cuestionables, como tampoco su acuerdo con un misterioso
empresario chino para construir otro canal a través de Centroamérica.
Y
el presidente de Bolivia, Evo Morales, tal vez el más astuto de los
populistas, calladamente parece estar cambiando de postura. La noche
previa a que Macri asumiera el mando, jugó un partido de fútbol amistoso
con el nuevo presidente.
En
Argentina y en Venezuela, lo que al fin y al cabo posiblemente importó
más fue el deseo de los votantes de vivir en lo que se podría llamar un
país normal. Esto significa una nación donde las instituciones
gubernamentales llevan a cabo su labor de modo silencioso, donde los
presidentes no amenazan a los ciudadanos ni tampoco dan discursos de
tres horas que los canales televisivos están obligados a emitir, donde
las personas pueden transitar por las calles sin temor, y donde la
economía no está constantemente al borde del colapso.
María
Elena Walsh, la muy apreciada escritora de canciones infantiles
argentina, escribió un poemita llamado el "Reino del Revés", donde el
ladrón es juez, un año dura un mes, los bebés llevan barbas y bigotes,
un perro se cae para arriba y después no puede bajar. Este mundo podría
estar llegando a su fin en Argentina y Venezuela; por el bien de todos
sus ciudadanos, es de esperar que enderece su rumbo a la brevedad.
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