Yascha Mounk
Yascha Mounk is a lecturer in political theory at Harvard University, a fellow at New America, and the author of Stranger in my Own Country: A Jewish Family in Modern Germany.
CAMBRIDGE – ¿Cómo llegamos a esto? En unos cuantos meses, el que Donald Trump llegue la Presidencia de Estados Unidos ha pasado de ser una especulación ridícula a una posibilidad terrorífica. ¿Cómo un hombre con tan poca experiencia política y un desprecio tan evidente por los hechos podría acercarse tanto a ocupar la Casa Blanca?
En un ensayo muy debatido, Andrew Sullivan argumentó hace poco que cabe culpar el ascenso de Trump a un “exceso de democracia”. Según él, el antiintelectualismo de la extrema derecha y el antielitismo de la extrema izquierda han empujado a los costados al establishment político. Al mismo tiempo, la Internet ha servido de amplificador de la influencia de los enfadados y los ignorantes. Hoy en política no importan la sustancia ni la ideología, sino la disposición a dar voz a las quejas más desagradables de la gente, habilidad en la que Trump sin duda destaca.
En una incisiva respuesta, Michael Lind argumenta que Sullivan ve el asunto al revés: el verdadero culpable es “la falta de democracia”, señalando que a Trump le ha ido mejor entre los votantes que creen que “la gente como yo no tiene paño que cortar”.
Y existe una razón por la que cada vez más votantes se sienten así. Hoy los tecnócratas toman algunas de las decisiones políticas más importantes. Incluso en aquellas áreas donde todavía los representantes electos toman las decisiones, raramente reflejan las preferencias de los ciudadanos.
A primera vista, las explicaciones que ofrecen Sullivan y Lind parecen mutuamente contradictorias, pero debemos reconocer que son complementarias si queremos entender la creciente crisis de la democracia liberal, que además ha reforzado a los populistas de extrema derecha en toda Europa.
Dos componentes centrales definen a los sistemas políticos de América del Norte y Europa Occidental. Son liberales porque apuntan a garantizar los derechos de las personas individuales, incluidos los de las minorías marginadas. Y son democráticos porque se supone que sus instituciones traducen las opiniones del pueblo en cuanto a políticas públicas.
Sin embargo, en las últimas décadas, a medida que se han estancado los estándares de vida de los ciudadanos comunes y corrientes y aumenta la rabia contra la institucionalidad política, estos dos componentes fundamentales de la política occidental han entrado en conflicto. Como resultado, la democracia liberal se está bifurcando, dando origen a dos nuevas formas: la “democracia intolerante”, o democracia sin derechos, y el “liberalismo no democrático”, o derechos sin democracia.
En cada vez más países hay grandes áreas políticas que han quedado al margen de la competencia democrática. Los bancos centrales toman las decisiones macroeconómicas. Las políticas comerciales se consagran en acuerdos internacionales a los que se llega mediante negociaciones secretas realizadas dentro de instituciones lejanas. Muchas controversias sobre problemas sociales se deciden en tribunales constitucionales. En los escasos ámbitos, como el tributario, en que los representantes electos conservan cierta autonomía formal, las presiones de la globalización han atenuado las diferencias ideológicas entre los partidos de centroizquierda y centroderecha.
En consecuencia, poco debería sorprender el que los ciudadanos de ambos lados del Atlántico sientan que ya no son los dueños de su destino político. Para todos los efectos, viven en un régimen liberal pero no democrático, un sistema que respeta la mayor parte de sus derechos pero hace caso omiso una y otra vez de sus preferencias políticas.
Los votantes, sintiéndose abandonados por un sistema político que no les da respuesta, se dirigen en masa a los populistas que dicen encarnar la verdadera voz del pueblo. Igual que Trump, prometen hacer a un lado los obstáculos institucionales (los medios de comunicación críticos, los tribunales independientes o instituciones internacionales como la UE o la Organización Mundial de Comercio) que se interponen a la voluntad colectiva. Pero su retórica envenenada debería dejar pocas dudas sobre sus verdaderas metas: restringir los derechos individuales, en especial los de los colectivos (como los mexicanos, los musulmanes o los periodistas que sacan trapos sucios al sol) que tan eficazmente sirven de chivos expiatorios en sus discursos.
En los últimos años, el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, ha demostrado con qué facilidad un país puede caer en la democracia iliberal. Y desde el año pasado el nuevo gobierno polaco ha intentado imitar la experiencia de Orbán. Si Marine Le Pen gana la presidencia francesa el año próximo, puede que la democracia intolerante llegue al centro de Europa Occidental.
Al igual que el de los populistas de derechas en Europa, el ascenso de Trump ejemplifica la dinámica política clave de nuestra época: el espectro del exceso de democracia que Sullivan teme ha surgido de décadas de su carencia. A medida que las élites políticas se alejan de las preferencias de los votantes, han ido creando un amplio margen para los llamamientos (con frecuencia primitivos y profundamente chauvinistas) a la unidad comunal y la autodefensa popular.
Todavía queda alguna esperanza de poder evitar la desintegración de nuestros sistemas políticos en una democracia intolerante o un liberalismo no democrático. Tal vez la principal prioridad de corto plazo sea poner en práctica políticas económicas que apunten a elevar los estándares de vida de los ciudadanos comunes y corrientes, suavizando con ello la rabia generalizada hacia el sistema político.
Pero también sería sensato probar nuevas formas de participación política. En los últimos años ha habido experiencias de presupuestos participativos, encuestas de opinión deliberativas e incluso formas de “democracia líquida”, que permite a los ciudadanos escoger si votar en un tema o delegar su voto. Ninguna de ellas es la solución mágica, pero cada una ayuda a señalar el camino hacia instituciones que equilibran mejor que las formas actuales los derechos individuales y el mandato popular.
Es improbable que la democracia liberal sobreviva si estas medidas terminan siendo insuficientes o tardías, o si el sistema político se asusta tanto con los populistas que entregue a los tecnócratas un control todavía mayor de las políticas públicas. En tal caso, puede que nos veamos ante el equivalente político de la decisión de Sophie: sacrificar nuestros derechos para salvar la democracia o abandonar la democracia para preservar nuestros derechos
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