Juan Ramón Rallo dice que la campaña nunca debió haber sido en contra del Brexit o del Bremain, sino más en contra de aquellos que quisieran utilizar cualquiera de las dos opciones para reducir las libertades de británicos y europeos.
Para otros, justamente por ello, el Brexit constituye una oportunidad para revertir la expansiva centralización administrativa que ha venido caracterizando a la Unión Europea durante las últimas décadas: olvidarnos de megalómanos Estados europeos y apostar, de verdad, por una sociedad y una economía europeas. Mas, por muchas oportunidades esperanzadoras que ofrezca el Brexit, no deberíamos soslayar los más que ciertos riesgos a los que también vamos a enfrentarnos a partir de hoy.
Las oportunidades del Brexit
La primera buena noticia que nos trae el Brexit es la de recordarnos algo que jamás deberíamos haber olvidado: la UE no es —ni debería ser— un Estado soberano que anule la autonomía de las unidades administrativas inferiores para imponer con mayor eficacia cartelizadora las preferencias de las élites gobernantes. La UE es —o debería ser— un club que se integre voluntariamente por los beneficios que proporciona a sus ciudadanos. El Brexit constata que éste no es un supuesto meramente teórico, sino real: a partir de hoy, otras sociedades podrán plantearse seguir ese mismo camino en caso de que la eurocracia bruselense continúe incrementando los costes de la permanencia (y, por ello, la propia eurocracia puede volverse más cuidadosa a la hora de avanzar hacia un exceso de integración política no deseada por la mayoría de europeos).
La segunda buena noticia del Brexit es que, a partir de hoy, se impone la necesidad de estudiar procesos de integración social y económica que no vayan de la mano de esos procesos de integración política. Son muchos los ciudadanos que identifican absolutamente Estado, sociedad y mercado (bajo la falaz idea de que los Estados crean las sociedades y estructuran los mercados). La globalización debería habernos demostrado que esto no es así: a saber, que la sociedad y la economía globales desbordan las estrechas fronteras de los Estados nacionales y que pueden, en gran medida, autoorganizarse al margen de sus políticos: en la actualidad, muchos de nosotros interactuamos más con personas o empresas “extranjeras” que con nuestros “compatriotas”, esto es, convivimos más con personas con las que no nos une ningún nexo político que con otras con las que estamos atadas por una misma “soberanía nacional”. Para todos aquellos que aspiran a globalizar la política para acotar y controlar la globalización social y económica —el socialismo paneuropeísta—, el Brexit es una mala noticia, pues socava uno de los mayores proyectos de cartelización estatal actualmente existentes (la Unión Europea) y nos empuja a plantearnos alternativas a la misma que son, precisamente, las que deberían haber constituido el ADN de la Unión Europea (libertad de movimientos de mercancías, capitales y personas sin una autoridad central que controle y regule esa libertad).
Y, tercero, el efecto dominó de la descentralización política no se detendrá en el Brexit: muy probablemente Escocia —en su mayoría pro-UE— reavivará sus pulsiones secesionistas de Gran Bretaña, mostrando así al resto de Europa que las fronteras estatales heredadas no son ni naturales ni inmutables, sino que deben adaptarse a las necesidades y preferencias de cada grupo social concreto. En lugar de imponer una mayor homogeneidad política ante la diversidad de opciones que nos ofrece la globalización, el Brexit bien puede contribuir a azuzar el imprescindible reconocimiento de que las estructuras estatales deben adaptare para respetar la heterogeneidad existente dentro de nuestras sociedades cada vez más plurales.
En suma, el Brexit supone un duro revés a la centralización reduccionistamente homogeneizadora de la política y una oportunidad para avanzar hacia formas de organización política autónomas más adaptables y cercanas al ciudadano. Por eso, muchos liberales celebran el Brexit frente a la tristeza de muchos socialistas cosmopolitas a fuer de supraestatalizadores. Sin embargo, sería del todo ingenuo pensar que el Brexit sólo nos ofrece oportunidades de mejora: los riesgos de empeoramiento son, al menos, igual de elevados.
Los riesgos del Brexit
Como hemos dicho, son muchos los que confunden Estado, sociedad y mercado: y de esa totalizadora identificación emergen los principales riesgos del Brexit. A la postre, si Estado, sociedad y mercado deben coincidir por la fuerza, entonces bien podríamos encontrarnos con un rearme proteccionista entre Reino Unido y el resto de Europa: esto es, bien podríamos encontrarnos con una improcedente identificación entre la autonomía política de Gran Bretaña y la autarquía social y económica de Gran Bretaña (o, en el lado europeo, identificar la salida de Reino Unido de la unión política europea con su salida de la unión económica y social).
No me cabe ninguna duda de que muchos de los que han apoyado el Brexit son peligrosos nacionalistas xenófobos antiinmigrantes: personas que han defendido el abandono de la Unión Europea como una oportunidad de oro para cerrar fronteras y replegarse ante la globalización. Tampoco me cabe duda de que muchos eurócratas tratarán de castigar la “traición” británica negándoles a los británicos todos los beneficios que lógicamente se derivan de su libre comercio y libre tránsito con el Continente. Lo peor que podría ocurrirnos ahora mismo es que vivamos un rebrote del nacionalismo antieuropeo y antiglobalizador (los viejos fascismos con nuevos rostros): es decir, lo peor que podría sucedernos es confundir europeísmo con unioneuropeísmo y, en consecuencia, anti-unioneuropeísmo con anti-europeísmo. Justo por ello, muchos liberales confiaban en que Reino Unido permaneciera en la Unión Europea: porque preferían la certeza de un socialismo supraestatalizador al riesgo de un fascismo nacionalista.
Se requerirá de mucha pedagogía y altura de miras para disociar integración política de integración social y, por tanto, para que la visión liberal de la sociedad triunfe sobre los instintos fascistoides de muchos británicos y europeos: pedagogía entre una población demasiado poco liberal en demasiadas ocasiones y altura de miras entre unos políticos que deberán reconocer que, en el fondo, no son necesarios (esto es, que los beneficios que hoy nos proporciona la Unión Europea pueden mantenerse sin la estructura política que hoy representa la Unión Europea).
Por eso, el Brexit sí abre un período de incertidumbre en el que, obviamente, los mercados financieros temblarán: una pugna entre primitivos instintos comunitaristas y modernos valores liberales. Si aprovechamos el Brexit para descentralizar intensamente la administración al tiempo que mantenemos la globalización, entonces avanzaremos hacia un mundo mucho más libre y próspero; si, en cambio, el Brexit da alas a los populismos nacionalistas antiglobalización, entonces el desastre social y económico derivado del Brexit puede terminar siendo mayúsculo.
Así pues, las consecuencias del Brexit, para bien o para mal, dependerán de la nueva arquitectura institucional europea que comience a tejerse a partir de este día 24 de junio de 2016. El futuro pertenece a los valientes y, a mi juicio, sería un error típicamente conservador perseverar en la defensa de un statu quo subóptimo por blindarnos frente a cualquier riesgo de empeoramiento: pero debemos ser conscientes de que ese riesgo existe y de que es ahora cuando debemos extremar los esfuerzos por combatirlo. La campaña no debería haber sido contra el Brexit, sino contra aquellos que pretenden instrumentar el Brexit y el Bremain para recortar las libertades de británicos y europeos. Ni socialismo supraestatalizador, ni fascismo nacionalista y proteccionista: liberalismo cosmopolita y respetuoso de la autoorganización política descentralizada.
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